Raz¨®n institucional
Las irregularidades presuntamente cometidas por el rey em¨¦rito no obligan a pronunciarse sobre la monarqu¨ªa o la rep¨²blica, sino a admitir o rechazar la Constituci¨®n como medio para resolver el problema
Las noticias aparecidas sobre el patrimonio oculto del rey em¨¦rito, Juan Carlos I, han propiciado que algunos partidos pol¨ªticos y sectores de opini¨®n consideren llegado el momento de sustituir la monarqu¨ªa parlamentaria establecida en la Constituci¨®n de 1978 por una rep¨²blica. Arrancando desde este perentorio punto de partida, parecer¨ªa que todos y cada uno de los ciudadanos ¡ªy m¨¢s quienes, por el motivo que sea, toman la palabra en p¨²blico¡ª est¨¢n obligados a definirse como republicanos o mon¨¢rquicos, al menos en la forma atenuada que ha representado hasta ahora el juancarlismo. En realidad, lo que falla es la premisa: las irregularidades presuntamente cometidas por el rey em¨¦rito no obligan a pronunciarse sobre la monarqu¨ªa o la rep¨²blica, sino a admitir o rechazar la Constituci¨®n como instrumento para resolver este grav¨ªsimo problema. Porque es de suponer que nadie con responsabilidades pol¨ªticas o sin ellas estar¨¢ contemplando la temeraria posibilidad de suspender por v¨ªas de hecho el sistema pol¨ªtico en vigor, invocando para ello la actuaci¨®n del rey em¨¦rito, y, a partir de este vac¨ªo, poner en pie una rep¨²blica. Dicho en otros t¨¦rminos: incluso para convertir Espa?a en una rep¨²blica habr¨ªa que partir del orden constitucional de 1978 y aplicar sus procedimientos de reforma, salvo que se proponga un excitante rodeo a trav¨¦s del caos.
Planteada la cuesti¨®n en estos t¨¦rminos, la soluci¨®n m¨¢s inmediata es invocar un principio pragm¨¢tico, recordando que no es el momento de sumar una crisis de esta envergadura a las muchas que atraviesa el pa¨ªs, azotado por una pandemia y en v¨ªsperas de una crisis econ¨®mica sin precedentes. La mayor debilidad de este argumento es que, al instalarse en el terreno de la raz¨®n pol¨ªtica y no en el de la raz¨®n institucional, parece sugerir que en este ¨²ltimo no hay nada que hacer, porque, de manera impl¨ªcita, se toma a la monarqu¨ªa por una causa perdida. Pero es que en el terreno de la raz¨®n institucional no es ni una causa perdida ni tampoco una causa que defender, sino parte de una Constituci¨®n que es la que deber¨ªa recibir el apoyo. El hecho de que las malas pr¨¢cticas pudieran haber llegado hasta las m¨¢s altas magistraturas del Estado coloca ante un dilema que no es nuevo ni en Espa?a ni en Europa: cuando las sospechas de corrupci¨®n han hecho mella en ¨®rganos esenciales de un sistema democr¨¢tico, ?qu¨¦ hacer?, ?combatir la corrupci¨®n preservando el sistema o derogar el sistema con la excusa de la corrupci¨®n? Es a esta disyuntiva a la que est¨¢n respondiendo sin decirlo algunas fuerzas pol¨ªticas y sectores de opini¨®n, ocult¨¢ndola detr¨¢s de la que contrapone la monarqu¨ªa a la rep¨²blica. Por lo dem¨¢s, con una legitimidad incontestable, porque promover la conversi¨®n de Espa?a en una rep¨²blica no est¨¢ prohibido por la Constituci¨®n y su aplicaci¨®n s¨®lo depende del respeto de las mayor¨ªas y los procedimientos.
Desde el punto de vista de la raz¨®n institucional, la posibilidad de que el rey em¨¦rito sea juzgado por los tribunales espa?oles significa que el sistema que deriva de la Constituci¨®n no es propiedad del que fuera primer titular de la Corona, por mucho que su actuaci¨®n resultara decisiva para su elaboraci¨®n y consolidaci¨®n. Una vez aprobado por las Cortes constituyentes y ratificado en refer¨¦ndum, el sistema constitucional pertenece a todos y cada uno de los ciudadanos, y es por eso por lo que unos tribunales democr¨¢ticamente legitimados podr¨ªan, llegado el caso, pedir cuentas a don Juan Carlos por actos realizados durante los a?os en los que ejerci¨® como jefe del Estado y tambi¨¦n durante los que dej¨® de serlo. Por lo que respecta a los primeros, puede que los jueces lleguen a la conclusi¨®n de que sus actos, de confirmarse il¨ªcitos, no son perseguibles sea cual sea su naturaleza, y en ese caso no es que el rey em¨¦rito habr¨ªa escapado a la ley, sino que la ley se habr¨ªa cumplido en su integridad. Porque, guste o no, la inviolabilidad es lo que la Constituci¨®n establece para las acciones del jefe del Estado, no a consecuencia de una singularidad s¨®lo contemplada en Espa?a, sino en l¨ªnea con lo que establecen otras constituciones democr¨¢ticas del mundo. Aun as¨ª, no puede perderse de vista que, si el fiscal elevase el caso a los jueces por encontrar indicios de delito, y los jueces dejaran de entrar en ¨¦l a causa de la inviolabilidad, el impl¨ªcito reproche judicial no ser¨ªa despreciable. Con la consecuencia adicional de que es dudoso que el sistema debiera conformarse con una jurisprudencia como la que, ateni¨¦ndose a las normas en vigor, sentara la inviolabilidad del jefe del Estado por cualquier acto, relacionado o no con su funci¨®n: la reforma constitucional se impondr¨ªa, por m¨¢s que no pudiera aplicarse retroactivamente.
En cualquier caso, los presuntos actos il¨ªcitos del rey em¨¦rito podr¨ªan haber tenido lugar tambi¨¦n cuando ya no era jefe del Estado, siempre seg¨²n algunas informaciones. La decisi¨®n a la que se enfrentar¨ªa en este supuesto la justicia y, tras ella, el resto de los poderes constitucionales es trascendental para el sistema. A nadie puede escapar que un proceso judicial con el rey em¨¦rito sentado en el banquillo conllevar¨ªa un profundo desgaste pol¨ªtico, tanto interno como, sin duda, internacional. A cambio, abrir ese proceso si existieran causas legales para hacerlo ser¨ªa la prueba de que la primac¨ªa de la ley no es un principio disponible en funci¨®n de la persona que comparezca ante los jueces. Anteponer la raz¨®n pol¨ªtica a la raz¨®n institucional en esta disyuntiva, infinitamente m¨¢s probable que la que pretende enfrentar a la monarqu¨ªa con la rep¨²blica, podr¨ªa conducir a que, por evitar la imagen de un rey juzgado por una justicia que tanto tiempo se administr¨® en su nombre, se provoque una incontenible frustraci¨®n ciudadana contra un sistema al que, buscando protegerlo, se habr¨ªa debilitado fatalmente.
El rey em¨¦rito decidi¨® abandonar La Zarzuela, o tal vez fue invitado a hacerlo. En cualquier caso, sali¨® de Espa?a y se instal¨® en un tercer Estado no confirmado oficialmente, del que, eso s¨ª, se comprometi¨® a regresar si es requerido por los tribunales, desmintiendo cualquier acusaci¨®n de huida. No se han explicado suficientemente los motivos por los que don Juan Carlos deb¨ªa abandonar su residencia cuando no est¨¢ incurso en ninguna causa judicial, salvo que sean los mismos por los que cada vez se ofrece m¨¢s bisuter¨ªa propagand¨ªstica y menos claridad pol¨ªtica a los ciudadanos. Pero tampoco, que se sepa, parece haberse tomado conciencia de lo que este viaje al extranjero da a entender, como si lo ¨²nico que importase fuera adivinar el destino final y las razones por las que habr¨ªa sido escogido. Queri¨¦ndolo o sin querer, lo cierto es que el rey em¨¦rito est¨¢ transmitiendo la impresi¨®n de que las instituciones han sido colocadas ante la disyuntiva de buscar la salida con ¨¦l o contra ¨¦l. Puede que la raz¨®n pol¨ªtica haya llevado a todas las partes a ignorar que esto es as¨ª.
Pero lo que la raz¨®n institucional exigir¨ªa es que don Juan Carlos regrese a Espa?a, si no por otras razones, al menos por la de preservar la obra pol¨ªtica en la que tuvo un papel protagonista. El da?o que ha infligido a su propia reputaci¨®n es probablemente irrecuperable, y eso es algo que le afecta a ¨¦l como persona y como figura que, sin duda, tiene un lugar reservado en la historia. Pero infligir da?os al sistema constitucional deber¨ªa ser un l¨ªmite infranqueable, tanto por ¨¦l mismo como por la convivencia democr¨¢tica. Y, por qu¨¦ no, tambi¨¦n por los ciudadanos que le otorgaron su confianza durante tantos a?os, los mejores de la reciente historia institucional de Espa?a.
Jos¨¦ Mar¨ªa Ridao es escritor.
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