Sustituir a los muertos
El virus, como las guerras que ya por fortuna no asuelan Europa con la frecuencia anterior, es un eficaz mensajero del mayor de los horrores
Joseph Roth fij¨® en la Gran Guerra (La marcha de Radetzky, Edhasa, 1989) el momento en que cambi¨® todo, cuando si alguien mor¨ªa se tardaba en sustituirle lo que hiciera falta. O sea, que desde entonces, desde hace ya un siglo seg¨²n Roth, los seres humanos, en Europa al menos, dedican menos tiempo del debido a recrear memorias o a revivir situaciones marcadas por una persona que se ha ido para siempre.
La muerte se convirti¨® desde entonces en algo tan ef¨ªmero como la vida, un tr¨¢nsito que dura mucho menos de lo que deber¨ªa.
La pandemia provocada por un virus de muchas patas ha tenido, hasta ahora al menos, una incidencia mucho menor que la Gran Guerra, que la guerra gigantesca que vino despu¨¦s y que la pandemia conocida como gripe espa?ola.
Pero todas estas cat¨¢strofes, que en conjunto provocaron muchas decenas de millones de muertos, han tenido una excelente continuadora en la crisis de la covid-19. Al menos por lo que se refiere a la percepci¨®n de la muerte.
No est¨¢ de m¨¢s preguntarnos ahora sobre qu¨¦ dir¨ªa, por ejemplo, Santos Juli¨¢ en relaci¨®n con el debate de los Presupuestos Generales, y hace muy pocos meses que nos dej¨®. Y no est¨¢ de m¨¢s preguntar por la reacci¨®n de Mari Celi, que comparti¨® sus primeros juegos con quien escribe esto, ante la extensi¨®n de las alarmas por la covid-19.
Ninguna pregunta, ning¨²n recuerdo est¨¢ de m¨¢s, sobre todo cuando la aparente maldad sin objeto de las guerras o del maldito virus acaba por tener un sentido digno de los muy anunciados apocalipsis: se trata de que olvidemos a nuestros muertos, de que les sustituyamos por otros seres que har¨¢n todas sus funciones menos una: dar una explicaci¨®n moral, un consuelo a todo lo que nos acontece.
La extensi¨®n de la muerte, su planear apenas anunciado sobre nuestras cabezas, contribuye y mucho a su banalizaci¨®n, que no tiene que ver con la aceptaci¨®n de su existencia, porque la muerte no significa sino el fin de cada una de las vidas que arrastra, pero no del significado que esas vidas siguen teniendo.
El virus, como las guerras que ya por fortuna no asuelan Europa con la frecuencia anterior, es un eficaz mensajero del mayor de los horrores: que banalicemos nuestros muertos, que seamos capaces de intentar sustituirlos antes de tiempo por otros a¨²n vivos. Pero quiz¨¢ no los haya.
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