De paredes y ¨¢rboles
La pandemia subraya lo que desde hace d¨¦cadas nos advierten los expertos, que una ciudad feliz es una ciudad con menos muros y m¨¢s espacios verdes
Que el espacio incide en nuestra salud y estado de ¨¢nimo es una realidad probada que estudian disciplinas como la psicogeograf¨ªa y el urbanismo. Las restricciones de movilidad nos han anclado a una localidad espec¨ªfica. Cada sociedad produce un espacio ¡ªdec¨ªa Lefebvre¡ª. No se puede cambiar la sociedad sin cambiar el espacio y solo un cambio del espacio provoca un cambio social. ?C¨®mo queremos que sea entonces nuestra sociedad?
El psicoling¨¹ista, Joh...
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Que el espacio incide en nuestra salud y estado de ¨¢nimo es una realidad probada que estudian disciplinas como la psicogeograf¨ªa y el urbanismo. Las restricciones de movilidad nos han anclado a una localidad espec¨ªfica. Cada sociedad produce un espacio ¡ªdec¨ªa Lefebvre¡ª. No se puede cambiar la sociedad sin cambiar el espacio y solo un cambio del espacio provoca un cambio social. ?C¨®mo queremos que sea entonces nuestra sociedad?
El psicoling¨¹ista, John Locke, propuso recientemente la teor¨ªa de que las paredes se popularizaron cuando los humanos empezaron a vivir en grandes grupos para no tener que estar constantemente pendientes de la vida de sus semejantes. Argumenta que nuestra predisposici¨®n a escuchar a escondidas o espiar es una caracter¨ªstica evolutiva enraizada en la constante vigilancia animal. En la naturaleza, la supervivencia depende de identificar a posibles presas o depredadores. Para los animales sociales, vigilarse los unos a los otros sirve, adem¨¢s, para protegerse y generar una mayor cohesi¨®n. Si un integrante consigue comida, es visto con ella y se espera que la comparta. Cuando los grupos humanos eran lo suficientemente peque?os como para que todos los miembros se conocieran, la privacidad y la confianza ten¨ªan menor trascendencia. La idea de un yo interior resultaba anecd¨®tica.
Pasar de vivir en una comunidad en la que todo el mundo se conoce a asentamientos que impiden familiaridad con todas las personas que vemos a diario es una de las transiciones m¨¢s importantes experimentadas por la humanidad. Desde hace siglos gestionamos la tensi¨®n que supone contraponer las herramientas evolutivas generadas para vivir en peque?as comunidades a la angustia que ocasiona el habitual encuentro con desconocidos. Recuerdo que cuando era ni?a me sorprend¨ªa, y hasta molestaba, que mi madre hablara con otras personas en la parada del autob¨²s. Esta casual forma de interacci¨®n rebaja la tensi¨®n social. Ahora que tambi¨¦n soy madre, y vivimos en tiempos de aislamiento, echo de menos las conversaciones con extra?os.
La inherente pulsi¨®n a interesarnos por la vida de nuestros semejantes explica tambi¨¦n la popularidad de las redes sociales. En estos espacios virtuales, es de sobra conocido, dependemos de lo que los algoritmos determinen, y estos algoritmos funcionan con l¨®gica mercantilista. En la calle, en los lugares p¨²blicos y di¨¢fanos que no han sido todav¨ªa amurallados, dependemos de nuestros sentidos y nuestros cuerpos; ¨²nica propiedad inherente (y en principio gratis) que de verdad poseemos. Hay un rugido generalizado que clama por volver al cuerpo, pero no al cuerpo entre paredes, de eso tenemos suficiente. Con todas las medidas de seguridad, necesitamos entrar en contacto con nuestras vecinas, ver qu¨¦ hacen, c¨®mo visten, por d¨®nde van y con qui¨¦n pasean. En esta especie de depresi¨®n colectiva latente, la pandemia subraya lo que desde hace d¨¦cadas nos advierten los expertos, que una ciudad feliz es una ciudad con menos muros, m¨¢s espacios abiertos y m¨¢s plantas y ¨¢rboles. Necesitamos lugares de encuentro y si son espacios verdes, mejor. Combinar la vegetaci¨®n con el hormig¨®n debe ser una prioridad urbana, especialmente ahora que la riqueza arb¨®rea de tantas localidades ha sido devastada y se cierran parques, m¨¢s o menos indefinidamente, sin reparar en las consecuencias que recaen, de nuevo, sobre la ciudadan¨ªa.
Esta pandemia nos ancla a un espacio concreto. La sedentarizaci¨®n obligatoria ofrece la oportunidad de reflexionar sobre c¨®mo queremos que sea nuestro espacio y con ¨¦l, nuestra sociedad. En 1984 el investigador Robert Ulrich present¨® un estudio que demostraba que los pacientes que ve¨ªan desde su ventana ¨¢rboles o extensiones de hierba se recuperaban m¨¢s r¨¢pidamente que los pacientes que ve¨ªan otra pared. Treinta a?os despu¨¦s, otro estudio realizado en la ciudad de Toronto por la Universidad de Chicago conclu¨ªa que los barrios con ¨¢rboles eran m¨¢s saludables; tener diez o m¨¢s ¨¢rboles mejora la percepci¨®n de la salud igual que lo har¨ªa contar con 10.000 d¨®lares extra en el banco. Por un lado, la mayor parte de la poblaci¨®n mundial vive en espacios urbanos, por el otro, cada vez hay m¨¢s evidencia cient¨ªfica del valor regenerador de la naturaleza y su capacidad para reducir el estr¨¦s. No estoy imaginando un ¨¦xodo masivo al campo. La ciudad puede y debe ofrecer experiencias micro-restauradoras. La equilibrada relaci¨®n entre paredes y ¨¢rboles tendr¨ªa que constituirse en derecho. ¡°El verde urbano no es un adorno. Es un elemento clave para el bienestar¡±, afirma el profesor Jos¨¦ Antonio Corraliza.
Est¨¢ claro que necesitamos paredes para vivir, para refugiarnos y protegernos de la sobreinformaci¨®n que supone estar siempre rodeadas de semejantes, y con el mismo af¨¢n que luchamos por el acceso a la vivienda digna, debemos luchar por el acceso a plazas y jardines. Si no lo hacemos por nosotras, hag¨¢moslo por las generaciones venideras. Hace una d¨¦cada salt¨® la alarma de que la obesidad infantil condenaba a nuestros hijos a vivir menos que sus padres. En Estados Unidos, ya entonces, los ni?os pasaban un 90% de su tiempo en espacios cerrados y de entre siete a once horas frente a pantallas. ?Es este el legado que deseamos transmitir? ?Cu¨¢ndo vamos a ocuparnos del espacio?
Mar G¨®mez Glez es soci¨®loga, escritora y doctora en Filosof¨ªa por la Universidad de Nueva York.