La mariquita

A mi juicio no hay en el Museo del Prado una figura m¨¢s vigorosa, arrogante y refinada que la de Alberto Durero, tal como aparece en su autorretrato. El otro d¨ªa, mientras lo contemplaba obsesivamente sucedi¨® un hecho singular. De pronto descubr¨ª que por el borde superior del cuadro discurr¨ªa una mariquita muy peque?a. Este hermoso cole¨®ptero de caparaz¨®n rojo con pintas negras se detuvo en uno de los v¨¦rtices del marco. Pens¨¦ que se precipitar¨ªa en el vac¨ªo, pero lejos de eso con cierta determinaci¨®n baj¨® hacia la pintura y a trav¨¦s de la borla de la gorra de Durero se desliz¨® por su rubia cabellera pintada con infinitos puntos de oro hasta llegar al hombro de la figura. Los vivos colores de la mariquita no desdec¨ªan en absoluto de la suave tonalidad de la pintura y tampoco supon¨ªan un obst¨¢culo para seguir contemplando excelsa belleza del autorretrato. Al contrario. Decid¨ª seguir con la mirada su mismo camino como si la mariquita me indicara la forma de descubrir los secretos m¨¢s ¨ªntimos de la textura de la tabla. Subi¨® por el cuello de Durero y se adentr¨® en la barba rubia, atraves¨® sus labios carnosos, escal¨® su prominente nariz y finalmente se detuvo en uno de sus ojos grises que la miraba de soslayo. Su forma minuciosa de avanzar me obligaba a fijarme en cada detalle de la pintura como nunca hasta entonces lo hab¨ªa hecho. La mariquita opt¨® por bajar hasta el jub¨®n del personaje, se desliz¨® por el cord¨®n que le cruza el pecho, recorri¨® la cenefa dorada de la camisa y descendi¨® hasta las manos enfundadas con guantes de cabritilla. Luego me oblig¨® a leer la inscripci¨®n que aparece a la derecha del cuadro debajo del marco de la ventana. Dice: ¡°1498. Lo pint¨¦ a mi propia imagen. Tengo 26 a?os. A.D.¡± A trav¨¦s de la ventana se divisa un paisaje. Al llegar all¨ª la mariquita misteriosamente desapareci¨® despu¨¦s de ense?arme c¨®mo se mira un cuadro.