Qu¨¦ f¨¢cil es redactar los Presupuestos Generales del Estado desde el sof¨¢
La cultura de la queja, al¨¦rgica a los matices, se sustenta en el sagrado principio de echar balones fuera y responsabilizar a cualquier otro, excluy¨¦ndose a uno mismo
Uno. Tengo un vecino que se levanta todos los s¨¢bados temprano y rastrilla la arena de su jard¨ªn japon¨¦s. Al principio, aquel ruido monocorde me molestaba y poco me falt¨® para salir a quejarme. Es cierto que despu¨¦s, sobre todo durante los meses de la pandemia, termin¨¦ acostumbr¨¢ndome y ahora, el ruido, que se ha convertido en un rumor, me acompa?a. Un d¨ªa, no har¨¢ mucho, sal¨ª al balc¨®n, que se levanta a escasos metros de su impoluto jard¨ªn de grava y arena y, con prisas, colgu¨¦ las s¨¢banas ...
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Uno. Tengo un vecino que se levanta todos los s¨¢bados temprano y rastrilla la arena de su jard¨ªn japon¨¦s. Al principio, aquel ruido monocorde me molestaba y poco me falt¨® para salir a quejarme. Es cierto que despu¨¦s, sobre todo durante los meses de la pandemia, termin¨¦ acostumbr¨¢ndome y ahora, el ruido, que se ha convertido en un rumor, me acompa?a. Un d¨ªa, no har¨¢ mucho, sal¨ª al balc¨®n, que se levanta a escasos metros de su impoluto jard¨ªn de grava y arena y, con prisas, colgu¨¦ las s¨¢banas en el tendal de cualquier manera. Desde los bajos del edificio, mi vecino me observaba. De repente o¨ª su voz por primera vez: ¡°Disculpa¡±, dijo. Pens¨¦ que se dispon¨ªa a quejarse por algo que hubiera hecho yo ¡ªla cena del d¨ªa anterior, ?quiz¨¢s?¡ª y ya me vi sacando a relucir el tema de pasar el rastrillo a horas intempestivas. La mejor defensa es un ataque, y qu¨¦ mejor ataque que una queja: ¡°Pues mire que usted¡¡±, empec¨¦ a adelantarme mentalmente. En silencio, esper¨¦ sus palabras: ¡°Un truco: las s¨¢banas se te van a secar mejor as¨ª¡±. Me dio unas instrucciones r¨¢pidas y sencillas y a?adi¨®: ¡°A m¨ª me lo ense?¨® mi madre¡±. Sonri¨®, pac¨ªfico, y desapareci¨® puertas adentro. Desde entonces, siempre que cuelgo las s¨¢banas miro hacia abajo a ver si aparece mi vecino para decirle que ten¨ªa toda la raz¨®n.
Dos. Me dej¨¦ el ordenador en un taxi. Un ordenador nuevo. Desp¨ªdete de ¨¦l, me dijeron con sorna. ?Y adem¨¢s es paquistan¨ª? Es que hoy ya ni taxis se puede coger tal y como est¨¢ todo. A trav¨¦s de la copia del pago con tarjeta logr¨¦ contactar con el taxista y, a los diez minutos, el chico apareci¨® donde me hab¨ªa dejado y me entreg¨® el bolso con mi flamante ordenador. Insist¨ª en pagarle, pero no quiso. Al menos la carrera, volv¨ª. Pero se neg¨® rotundamente una y otra vez, y pens¨¦ en eso: es que hoy ya ni taxis se pueden coger. No s¨¦ ni siquiera su nombre, pero desde aqu¨ª: gracias.
Tres. ¡°?Tienes prisa?¡±, me pregunt¨® la mujer que iba justo delante de m¨ª en la cola del supermercado. ¡°Es que he escuchado tu conversaci¨®n, perdona¡±. Y me tragu¨¦ la verg¨¹enza de llevar diez minutos despotricando sobre la gente que hab¨ªa en el s¨²per, sobre la lluvia, sobre aquel proyecto que no me hab¨ªa salido. ¡°Pasa, de verdad, que yo tengo tiempo¡±. Lo peor es que ni siquiera me negu¨¦.
Esta quer¨ªa ser una columna para hablar de la cultura de la queja. Pero uno siempre escribe para contar otra cosa, as¨ª que valga este largo par¨¦ntesis en forma de lista para pensar, por ejemplo, en aquel que inmerso en un atasco infernal, se queja del tr¨¢fico. Como si el tr¨¢fico solo fueran los dem¨¢s. O en el que se indigna del gent¨ªo en Gran v¨ªa, que es el mismo que, ante nuestras ciudades vac¨ªas de la pandemia, pon¨ªa el grito en el cielo por encerrarnos a cal y canto. Tambi¨¦n est¨¢ el que se queja de las redes y resulta que vive ah¨ª, en las redes, el que habla de la crispaci¨®n y est¨¢ todo el rato crispado, a la gre?a. O aquellos que atribuyen el ¨¦xito ajeno a secretas artima?as y no se atreven a preguntarse a s¨ª mismos por qu¨¦ no habr¨¢n cosechado ese mismo ¨¦xito. O el que dice que la culpa es siempre de Colau, o de S¨¢nchez, o de Almeida. Pero los nombres son intercambiables porque la cultura de la queja no entiende demasiado de ideolog¨ªas, sino que consiste en estar sentado en un sill¨®n mullido y c¨®modo desde el que es f¨¢cil dirigir el pa¨ªs, escribir el discurso de los Goya, marcar el penalti decisivo, llegar a Hollywood o redactar los Presupuestos Generales del Estado.
La cultura de la queja, adictiva y facilona, al¨¦rgica a los matices, y tan extendida ahora gracias en parte a las redes sociales, puede llevarnos a pensar que la vida es como Twitter, un patio del colegio en el que solo dos son los que gritan, pero solo a ellos se les da voz. Ergo, todos gritan. Una cultura del m¨ªnimo esfuerzo que tiene algo, o mucho, de victimista, y que se sustenta en el sagrado principio de echar balones fuera y responsabilizar a cualquier otro, excluy¨¦ndose, claro, a uno mismo. Faltar¨ªa m¨¢s: porque nunca somos el tr¨¢fico ni la gente que abarrota la Gran V¨ªa.
La queja tienta porque es inmovilista y no pide nada a cambio. No compromete ni entra?a responsabilidad de ning¨²n tipo. Su simplicidad nos seduce. A veces me esfuerzo en recordar esas s¨¢banas que ahora s¨¦ doblar, o pienso en mi ordenador intacto y los absurdos lamentos en la cola del supermercado. Todo pudo haberse quedado en queja, suerte que la realidad es terca y te pone r¨¢pido en tu sitio. Pero desde aqu¨ª un deseo. O no, mejor una afirmaci¨®n: podemos habitar un espacio alejado de la confrontaci¨®n permanente. Si solo quisi¨¦ramos hacerlo, ?verdad?