Un mundo distra¨ªdo
Despu¨¦s de descubrir que ser pensantes nos convert¨ªa en dominadores, hemos adquirido la costumbre de no pensar
Hace mucho tiempo que empez¨® a confundirse el entretenimiento con la distracci¨®n. Y no son lo mismo. La gozosa invenci¨®n del entretenimiento se remonta a las primeras tribus humanas, en las que la comunicaci¨®n frente al fuego y la representaci¨®n gr¨¢fica sobre las paredes de la roca pronto deriv¨® desde lo informativo y aleccionador hacia lo l¨²dico y anecd¨®tico. No existe certeza sobre la invenci¨®n del primer cuento, pero s¨ª se sabe que tuvo un car¨¢cter formativo, pues buscaba una representaci¨®n narrativa para advertir de una amenaza, para proponer una ingeniosa soluci¨®n de caza o autodefensa. Pronto, entretenerse alrededor del fuego deriv¨® en una industria en la que pese a las enfermedades, las desgracias y las muertes constantes y tempranas triunf¨® un lema que hizo fortuna para la eternidad: el show debe continuar. La ficci¨®n desde entonces completar¨ªa la experiencia vital. Pero ha sido en los ¨²ltimos a?os, cuando las horas ociosas se extendieron de manera inusual a lo largo de la jornada y el amor por los ni?os implic¨® no someterlos tanto a las obligaciones y fomentar un espacio de juego y diversi¨®n, cuando apareci¨® la distracci¨®n como m¨¢xima meta. Pap¨¢, me aburro, fue un grito de guerra. No pensar en nada, relajar las neuronas y evadirse comenzaron a ser expresiones habituales.
El exceso de distracci¨®n ha dado lugar a unas sociedades algo indolentes. Si los romanos entendieron aquello del pan y circo como una combinaci¨®n infalible para el sometimiento del s¨²bdito al poder, los nuestros podr¨ªan suscribir aquello de cotilleo, telenovela y concurso como los tres ejes de la verdadera reforma mental que propicia la sumisi¨®n. Esta semana, tras el disparate de una votaci¨®n re?ida en el Congreso con traiciones, c¨¢lculos insustanciales, mentiras y equilibrios precarios, fuimos testigos de un resultado causado por el error de un diputado a la hora de pulsar en el teclado de casa el signo de su votaci¨®n. Sin escarbar demasiado, y con el buen ¨¢nimo de perdonar el tropez¨®n, deber¨ªamos concluir que tan solo se trat¨® de un despiste. De una distracci¨®n como las que ocurren cada d¨ªa, algunas incluso al volante del coche y con resultado mortal. La mayor¨ªa de ellas, seg¨²n se sabe, suceden por la atenci¨®n dividida entre aquello que est¨¢s haciendo y el tel¨¦fono m¨®vil o cualquier otra pantalla cercana. Es decir, que la distracci¨®n resta concentraci¨®n por ese empe?o nuestro en hacer varias cosas a la vez, una habilidad para la que hay dudas de que estemos dotados.
Ante un entretenimiento inteligente, absorbente y que obliga a estar alerta, ha surgido una distracci¨®n inane, de planicie neuronal, pueril. Es sobre ella en la que hemos depositado nuestro tiempo de ocio mayoritario. Despu¨¦s de descubrir que ser pensantes nos convert¨ªa en dominadores, hemos adquirido la costumbre de no pensar, de comer sobre la marcha, de hablar sin reflexionar, de opinar sin datos, de querer ganar sin esfuerzo y de tener la raz¨®n sin gimnasia dial¨¦ctica. No es que seamos idiotas; es que estamos en pausa. No es que no nos preocupen los grandes conflictos que acosan a la humanidad; es que estamos distra¨ªdos en otra cosa y preferimos no responsabilizarnos. Ahora voy, ya me pongo, te lo mando en un minuto, no me calientes la cabeza, relax. Hay espacio para todo, pero entregados a la distracci¨®n es muy normal que acabemos haciendo justo aquello que m¨¢s nos perjudica.
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