Una isla en un mar de tormentas
Desde los a?os de las dictaduras militares en Centroam¨¦rica, Costa Rica es una rareza, y hoy sigue recibiendo no solo a quienes llegan por razones econ¨®micas sino a los empujados por los vientos del exilio
Vine a vivir a Costa Rica el mismo d¨ªa que me hab¨ªa casado, el 26 de julio de 1964, un viaje de bodas que se convirti¨® en una estancia de 14 a?os que fueron los de mi formaci¨®n como escritor. Un ambiente ideal porque San Jos¨¦, la capital, era una ciudad peque?a y tranquila, pero con librer¨ªas bien dotadas, atendidas por libreros de verdad, en las que se celebraban tertulias literarias, y donde conoc¨ª, en la que ten¨ªa lugar cada tarde en la Librer¨ªa Lehmann de la avenida central, a Jos¨¦ Mar¨ªa Ca?as, due?o de la haza?a de haber escrito la novela Infierno verde, que trataba de la guerra de...
Vine a vivir a Costa Rica el mismo d¨ªa que me hab¨ªa casado, el 26 de julio de 1964, un viaje de bodas que se convirti¨® en una estancia de 14 a?os que fueron los de mi formaci¨®n como escritor. Un ambiente ideal porque San Jos¨¦, la capital, era una ciudad peque?a y tranquila, pero con librer¨ªas bien dotadas, atendidas por libreros de verdad, en las que se celebraban tertulias literarias, y donde conoc¨ª, en la que ten¨ªa lugar cada tarde en la Librer¨ªa Lehmann de la avenida central, a Jos¨¦ Mar¨ªa Ca?as, due?o de la haza?a de haber escrito la novela Infierno verde, que trataba de la guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia, sin haberse movido nunca de la redacci¨®n del peri¨®dico que dirig¨ªa.
Hab¨ªa tambi¨¦n una espl¨¦ndida Biblioteca Nacional, desgraciadamente derruida a?os m¨¢s tarde para convertir el solar donde se asentaba en un vulgar estacionamiento, y donde me sentaba a conversar con su director, afable y erudito, don Juli¨¢n Marchena. Y el Teatro Nacional, una reliquia del siglo XIX, por el que pasaban afamadas compa?¨ªas de ¨®pera, y en cuya sala mayor se pod¨ªa escuchar a la Orquesta Sinf¨®nica Nacional; y numerosas compa?¨ªas de teatro que actuaban en al menos ocho salas independientes, nutridas por directores y actores que llegaron luego exiliados, huyendo de las dictaduras del Cono Sur.
Y aquellos fueron tambi¨¦n mis a?os de conocer, toda una novedad para m¨ª, el mundo de la democracia, rara para quien, viniendo de un pa¨ªs sometido a una dictadura familiar, se encontraba de pronto en otro donde se pod¨ªa ver al presidente de la rep¨²blica, entonces don Francisco Orlich, entrar a un restaurante y sentarse en la mesa de al lado, acompa?ado por un par de amigos, sin escolta ni aparato militar. La leyenda dec¨ªa, y no es extra?o que haya verdad en ello, que al presidente don Otilio Ulate, una d¨¦cada atr¨¢s, lo hab¨ªa atropellado un ciclista cuando cruzaba la calle frente a la plaza de la Artiller¨ªa en San Jos¨¦.
Costa Rica era desde entonces una rareza, de verdad, en la Centroam¨¦rica plagada de dictaduras militares, donde los coroneles se orinaban en los muros de la patria, seg¨²n el poema de Otto Ren¨¦ Castillo, poeta convertido en guerrillero y capturado y asesinado en aquellos mismos a?os sesenta; una regi¨®n donde cada ola de exiliados iba a dar siempre a Costa Rica, abierta desde entonces como tierra de acogida. Una isla de libertad cercada por un mar de tormentas.
Parte esencial de esa rareza de que hablo, era que el ej¨¦rcito hab¨ªa sido abolido, y los dineros p¨²blicos, en lugar de gastarse en tanques y ca?ones, se invert¨ªan en la educaci¨®n. Y m¨¢s rareza a¨²n, era que la abolici¨®n de las fuerzas armadas, decretada en 1948, hab¨ªa sido consecuencia de una revoluci¨®n triunfante que, en lugar de afianzarse en los cuarteles, mand¨® cerrarlos y convertirlos en museos.
Aquella guerra civil, ganada por las fuerzas encabezadas por Jos¨¦ Figueres, electo luego democr¨¢ticamente a la presidencia, fue breve. El poeta nicarag¨¹ense Jos¨¦ Coronel Urtecho, agudo en sus juicios, sol¨ªa decir que los costarricenses s¨®lo tomaban las armas para no tener que volver a pelear. Ya antes hab¨ªan derrocado a la dictadura de los hermanos Tinoco en 1919, rareza tambi¨¦n, y una rareza estrafalaria, en un pa¨ªs como Costa Rica. En t¨¦rminos centroamericanos, aquella fue una dictadura ef¨ªmera, porque dur¨® s¨®lo dos a?os. La de los Somoza en Nicaragua dur¨® 50, y esta otra de ahora lleva ya 15 y pretende extenderse por siempre.
Aquellos a?os fueron para m¨ª de exilio, y hoy, viviendo de nuevo en el exilio, he vuelto para recibir un doctorado honoris causa de la Universidad Nacional, y otro de la Universidad de Costa Rica, y mediante esos reconocimientos honor¨ªficos siento que se me otorga la ciudadan¨ªa cultural de este pa¨ªs en el que en tantos sentidos me reconozco, y que, tantos a?os despu¨¦s, sigue siendo la rareza que descubr¨ª en 1964, porque la democracia sigue arraigada sobre las bases firmes puestas d¨¦cadas atr¨¢s, lo mismo que sus instituciones.
El pa¨ªs ha cambiado mucho tras medio siglo, claro est¨¢. San Jos¨¦, la tranquila ciudad provinciana asentada en el valle central y cercada por monta?as de tarjeta postal, que pod¨ªa recorrerse en escasa media hora de oeste a este, desde San Pedro de Montes de Oca hasta Escaz¨², entonces una aldea pintoresca, se ha trocado ahora en una urbe ca¨®tica de tr¨¢fico infernal, donde cada d¨ªa surgen nuevas torres de edificios, nuevas urbanizaciones, nuevos centros comerciales, y donde crecen tambi¨¦n las desigualdades sociales, con todo su cortejo de males.
Pero los emigrados no han dejado de fluir, y m¨¢s bien el n¨²mero de quienes llegan desde Nicaragua se multiplica, empujados por razones econ¨®micas, en busca de trabajo, y tambi¨¦n por los vientos del exilio, periodistas, dirigentes sindicales y gremiales, l¨ªderes de oposici¨®n, sacerdotes, activistas de derechos humanos, profesores universitarios, dirigentes estudiantiles, profesionales, empresarios.
Es la otra Nicaragua, que crece cada d¨ªa en Costa Rica, miles que, como yo, cuando llegu¨¦ aqu¨ª hace m¨¢s de medio siglo, aprenden en este pa¨ªs la lecci¨®n diaria de la libertad y la democracia, que tan ¨²til nos ser¨¢ en el futuro.