Odio los audios
Los mensajes de voz tienen infinitas ventajas, especialmente para el emisor, que aligera su tarea de resumir el mensaje, pero se la complica al receptor, entreg¨¢ndole un material en bruto que requiere de una suerte de decodificaci¨®n
Ocurrieron dos cosas. La primera, que el otro d¨ªa le ped¨ª a un amigo que me mandara una nota de voz para detallarme un tema de trabajo y me respondi¨® con un lac¨®nico ¡°odio los audios¡±. Me fij¨¦, entonces, en que en la informaci¨®n de su perfil de WhatsApp aparec¨ªa la palabra ¡°audios¡± al lado de una se?al de prohibici¨®n. La segunda: pocos d¨ªas despu¨¦s recib¨ª una nota de voz de 9 minutos y 24 segundos de alguien a quien apenas conoc¨ªa, un audio de esos que, dada su extensi¨®n, son apodados simp¨¢ticamente como podcasts. A lo largo de los ag¨®nicos 9 minutos y 24 segundos, el emisor me ofrec¨ªa un encargo de trabajo en el que se colaban varias digresiones ¡ª¡±como te iba diciendo¡±, ¡°ay, perdona que se me ha ido el santo al cielo¡±¡ª, largu¨ªsimos y repetidos instantes de ¡°mmmm¡ bueno¡ pues¡±, risas, el ruido de la nevera al abrirse, de donde sac¨® una jarra de agua, l¨ªquido que posteriormente verti¨® en un vaso, un estornudo con la consiguiente disculpa ¡ª¡±perd¨®n, es que el aire acondicionado¡±¡ª y el ruido de sonarse los mocos, por el que no obtuve ninguna disculpa m¨¢s. Todo esto, claro, me llev¨® de vuelta a mi buen amigo, que zanj¨® mi necesidad de un audio r¨¢pido con una posterior llamada en la que me cont¨®, en un par de minutos y sin ruido de nevera, aquello que no precisaba, efectivamente, de una nota de voz. Aquello que precisaba de eso que com¨²nmente llamamos conversaci¨®n.
Los mensajes de voz tienen infinitas ventajas, especialmente de cara al emisor, que aligera su tarea de resumir el mensaje, pero se la complica al receptor entreg¨¢ndole un material en bruto que requiere en algunos casos de una suerte de decodificaci¨®n, de casi un desocultamiento, que dir¨ªa Martin Heidegger. Es, sobre todo, c¨®modo, porque no requiere de mayor esfuerzo que el de deslizar la pesta?a de grabar y dejarse llevar por la m¨ªstica del momento y la divagaci¨®n. Despu¨¦s, existen dos opciones: el que inmediatamente le da al icono de enviar o el que, antes de hacerlo, revisa su propio audio. Y aqu¨ª caben infinitas posibilidades ante el resultado: el que se r¨ªe de sus propios chistes al escucharlos de nuevo, el que analiza hasta el ¨²ltimo suspiro y entonaci¨®n... Narcisismo, inseguridad, ganas de mejorar la dicci¨®n, cualquier opci¨®n es v¨¢lida para esclarecer las misteriosas razones que nos llevan a escuchar nuestros audios en bucle.
Como ocurre con el mensaje de texto, el audio es una interposici¨®n de distancia, pero en el caso del primero, se respeta m¨¢s al receptor puesto que el sentido del mensaje se desentra?a de una manera m¨¢s directa y menos costosa para el destinatario. Porque ?c¨®mo responder a un audio en el que se cuelan estornudos y mocos?, ?por d¨®nde empezar, por qu¨¦ parte? No soy yo mucho de utilizar la expresi¨®n ¡°menos es m¨¢s¡± ¡ªporque m¨¢s siempre fue m¨¢s, de toda la vida¡ª, pero en el tema de los audios me inclino por su uso. Porque es necesario aqu¨ª abordar ese otro aspecto de las notas de voz: su duraci¨®n. Suponiendo que mandar un audio sea una utilizaci¨®n unilateral del tiempo de los otros, hay que diferenciar entre usos y abusos, y de ning¨²n modo es lo mismo transmitir un mensaje en 30 segundos que hacer un podcast. Pero: ?existe una cifra que regule la extensi¨®n tolerable de un mensaje de voz? En realidad, no. Todo depende de la buena voluntad y de la predisposici¨®n del destinatario, de lo que est¨¦ dispuesto a aguantar al otro lado o de la velocidad a la que reproduzca el mensaje.
Hablar en diferido sin esperar respuesta no es una conversaci¨®n. Es, por decirlo de alguna manera, una conversaci¨®n a la carta, en standby, que no sustituye tampoco esa otra pr¨¢ctica en desuso: la llamada telef¨®nica. Si pudi¨¦ramos llamarnos, ?verdad? Pero ahora tampoco podemos hacerlo. Lleg¨® el fin de esa ¨¦poca en que llam¨¢bamos sin miedo, sin acordarlo, sin que medie esa pregunta de ¡°cu¨¢ndo te va bien que te llame¡± o sin que al descolgar, el destinatario, alarmado, pregunte si ha ocurrido algo o a qu¨¦ se debe la llamada. No en vano argumentamos que las llamadas son invasivas porque exigen de respuesta inmediata. Y quiz¨¢s lo sean, pero uno tiene la posibilidad de no atender, incluso de deslizar el dedo sobre el bot¨®n rojo y colgar. Siempre pens¨¦ que una pareja no acababa realmente despu¨¦s de una mudanza, sino cuando alguno de los dos profer¨ªa aquella pregunta: cu¨¢ndo puedo llamarte. La pregunta por la idoneidad de la llamada certifica la muerte de cualquier proceso que antes estuviera un poco vivo. Ocurre parecido con nuestras conversaciones aplazadas, esas llamadas que no son espont¨¢neas, sino convenidas en una franja horaria que nos encaje, que sea bienvenida.
A?os atr¨¢s, en un aeropuerto, me fij¨¦ en una camiseta que llevaba el siguiente mensaje: la vida es una conversaci¨®n, haz que sea una que merezca la pena. Nunca he sabido a qui¨¦n pertenece la cita, pero trato de recordarla a menudo ahora que nuestras charlas, tan fragmentarias y tan a la espera de la idoneidad, se asemejan m¨¢s a un incesante e ininterrumpido mon¨®logo que a una conversaci¨®n.
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