De ¨¢rbitros y arbitrariedades
Una consecuencia de la utilizaci¨®n del VAR en el f¨²tbol es que hace fosfatina uno de los inventos m¨¢s brillantes de la civilizaci¨®n: la capacidad de generar confianza en una instituci¨®n

Era el primer d¨ªa de clase de lat¨ªn y la profesora entr¨® en materia a bocajarro explic¨¢ndonos que el latinajo ¡°Roma locuta, causa finita¡±, significa que cuando el que manda ha pronunciado su conclusi¨®n sobre cualquier asunto, no hay m¨¢s que discutir. As¨ª dej¨® claro que en clase la ¨²ltima palabra la ten¨ªa ella. De paso, aprendimos que una de las cualidades del poder es esa: tener la potestad de decir la ¨²ltima palabra, que no es una m¨¢s, sino la definitiva.
A qui¨¦n otorgamos la facultad de cerrar un asunto dice mucho sobre nuestros procesos de decisi¨®n, nuestra organizaci¨®n social y pol¨ªtica, las jerarqu¨ªas. A punto de comenzar el Mundial de Qatar 2022 y dado que en los campos de f¨²tbol la ¨²ltima palabra la tiene el VAR, vale la pena detenerse a pensar qu¨¦ dice esto sobre nosotros.
El VAR ha incorporado el f¨²tbol al llamado por Shoshana Zuboff capitalismo de la vigilancia: en la liga espa?ola, entre 15 y 22 c¨¢maras observan todo lo que sucede en el campo. Se cumplen asimismo los requisitos de la tiran¨ªa de la transparencia descrita por Byung-Chul Han: todo ocurre en una sala oscura, en pantallas custodiadas bajo siete llaves a las que casi nadie tiene acceso. La transparencia dicta su sentencia desde la opacidad.
Se ha impuesto el VAR porque en el mundo del f¨²tbol, como en Sillicon Valley, piensan que la tecnolog¨ªa abolir¨¢ nuestros errores humanos. Pero las pol¨¦micas arbitrales son las de siempre. Aun as¨ª nadie desiste, si acaso se echan en brazos de nuevos refinamientos tecnol¨®gicos que mejorar¨¢n los actuales. Todo esto dice mucho, no del f¨²tbol, sino sobre nuestra necesidad de confiar en que alguien con capacidades superiores nos salve de nuestra propensi¨®n al error.
Durante siglos la ¨²ltima palabra la tuvieron los monarcas absolutos, apoyados en un imaginario acceso a Dios, que algo de su omnisciencia les prestar¨ªa. Los papas ten¨ªan el don de la infalibilidad, lo que hac¨ªa materialmente imposible que se equivocaran cuando hablaban ex cathedra. Pod¨ªamos confiar en ellos a la espera del juicio final ¡ªla ultim¨ªsima palabra¡ª.
Pero Dios muri¨® sin impartir la justicia definitiva y los sistemas judiciales modernos se conformaron con establecer un modesto sistema de recursos que no funciona ya sobre la premisa de la infalibilidad, sino de la convenci¨®n. Lo describi¨® a la perfecci¨®n el juez Robert H. Jackson, que tras representar a EE UU en los juicios de N¨²remberg, ejerci¨® en el Tribunal Supremo. De su sentencia en el caso Brown contra Allen en 1953, se hizo c¨¦lebre esta reflexi¨®n sobre los jueces del Supremo: ¡°No tenemos la ¨²ltima palabra porque seamos infalibles, sino que somos infalibles porque tenemos la ¨²ltima palabra¡±. Que es como decir: siempre nos equivocaremos, pero podemos repartir con equidad y seg¨²n reglas acordadas, las consecuencias de los errores. Para ello hemos aceptado atribuir a ciertas instituciones y personas esa ¨²ltima palabra. Por cierto, en lat¨ªn llamaban arbiter al juez, y de ah¨ª procede nuestra palabra ¨¢rbitro, as¨ª como arbitrariedad, porque la voluntad del juez tendr¨¢ siempre algo de caprichosa.
De esa aceptaci¨®n convencional disfrutaban los ¨¢rbitros de campo: se equivocaban como los jueces, pero acept¨¢bamos que su palabra era la ¨²ltima, porque alguien ha de tenerla. Ahora son esclavos tiranizados por las im¨¢genes, aturullados ante la precariedad de sus imperdonables limitaciones: solo un par de ojos despu¨¦s de todo. En teor¨ªa, el ¨¢rbitro de campo sigue diciendo la ¨²ltima palabra y puede obedecer o no al VAR. En la pr¨¢ctica, despojado de la convenci¨®n por la que le conced¨ªamos autoridad, y atrapado en la fantas¨ªa de un mundo sin errores, resbala sobre arenas movedizas.
El poder de la ¨²ltima palabra no es, en el caso del VAR, una convenci¨®n, sino fruto de una pretendida infalibilidad. No es un gran relato, pues no lo confundimos con Dios o con el Papa (al menos de momento), pero es la perfecta encarnaci¨®n de un peque?o relato posmoderno: el que asegura que la tecnolog¨ªa nos salvar¨¢, que no podemos creer ni confiar en nadie salvo en ella, pues viene a acabar con las limitaciones humanas.
El VAR es un gran ejemplo de esa confianza ciega que nuestro Zeitgeist deposita en la tecnolog¨ªa, por eso trasciende el ¨¢mbito de la competici¨®n deportiva. Dada la popularidad del f¨²tbol, ese petit r¨¦cit de la tecnolog¨ªa redentora, que nos hace fantasear con recuperar el control, puede estar jug¨¢ndose su ¨¦xito o su fracaso en los campos de f¨²tbol.
Si un d¨ªa hubiera que acordar hasta d¨®nde permitimos que la tecnolog¨ªa dirija nuestras vidas, algo que deber¨ªamos hacer pronto, lo que millones de aficionados hayan visto tendr¨¢ un peso espec¨ªfico. Y lo que yo veo en el campo de f¨²tbol no es que la tecnolog¨ªa supla nuestras debilidades humanas, sino que desnuda de forma radical nuestras carencias (ese escueto par de ojos), y hace fosfatina uno de los inventos m¨¢s brillantes de la civilizaci¨®n: la capacidad de generar confianza en una instituci¨®n, no por infalible, sino porque act¨²a de acuerdo a normas convencionales iguales para todos, aceptadas por todos.
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