Los peligros de exacerbar la naci¨®n
Resulta tentador pensar que el riesgo de los feroces nacionalismos qued¨® atr¨¢s pero conviene que en el siglo XXI no nos desentendi¨¦semos de lo que nos ense?¨® el mundo de ayer al venirse abajo
¡°Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revoluci¨®n y el hambre, la inflaci¨®n y el terror, las epidemias y la emigraci¨®n; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideolog¨ªas de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea¡±. Quien expresaba tan amargas reflexiones era el escritor vien¨¦s Stefan Zweig. Lo hac¨ªa en sus magn¨ªficas memorias El mundo de ayer, escritas al final de su vida ¡ªse suicidar¨ªa en Brasil en 1942¡ª y con las que intentaba dar cuenta de la debacle de una Europa que hab¨ªa quedado literalmente arrasada por dos guerras mundiales y por los totalitarismos emergidos entre ellas.
Que Zweig se?alara al nacionalismo como la peor de las pestes que cay¨® sobre el viejo continente no era casual. La masacre de dimensiones inauditas que hab¨ªa sido la Primera Guerra Mundial hab¨ªa obligado a las sociedades europeas a hacer frente a unas cantidades de muerte y dolor, tanto a nivel individual como colectivo, in¨¦ditas en conflictos b¨¦licos anteriores. En consecuencia, uno de los imperativos esenciales a los que se enfrentaban los gobiernos a partir de 1914 era el de la producci¨®n de alguna suerte de sentido para el radical sinsentido de la lucha. Fue el historiador de origen alem¨¢n George L. Mosse quien, a este respecto, aludi¨® por primera vez al ¡°mito de la experiencia de guerra¡±, un t¨¦rmino con el que pretend¨ªa explicar c¨®mo el encuentro masivo con la muerte vivido en las trincheras se hab¨ªa transformado en una lucha por la defensa del principio de la nacio?n. Gracias a ello, el deceso parec¨ªa adquirir el significado del servicio y la feliz entrega de la propia vida en aras de la gloria y la defensa de la patria. No obstante, para que esta conversi¨®n m¨ªtica del significado del fallecimiento surtiese efecto, hac¨ªa falta que, previamente, la naci¨®n hubiese adquirido un cierto halo de sacralizaci¨®n. Solo as¨ª, concibi¨¦ndola como depositaria ancestral y esencial de la identidad, la muerte por ella pod¨ªa transmutarse en algo heroico y necesario.
Los fascismos que comenzaron a te?ir de negro a Europa tras la llegada de Mussolini al poder en 1922 extremaron la sacralizaci¨®n de la naci¨®n. Pocos ejemplos han sido m¨¢s terror¨ªficamente elocuentes sobre la da?ina potencia del nacionalismo convertido en acto de fe que los totalitarismos fascistas, los cuales inundaron la ret¨®rica pol¨ªtica de mitos, gestas y discurso ¨¦pico; colmaron el espacio p¨²blico de s¨ªmbolos, consignas y emblemas; y movilizaron a sus poblaciones a trav¨¦s de una ritualidad que, como nos dej¨® ver la cineasta Leni Riefenstahl en El triunfo de la voluntad, encuadr¨® a media Europa en torno a la defensa y exaltaci¨®n de sus propias naciones. Consecuentemente, y como si de viejas guerras de religi¨®n se tratara, en la Segunda Guerra Mundial se luch¨® por un Reich milenario, as¨ª como por una Italia que cre¨ªa representar el esp¨ªritu de la antigua Roma. Apenas tres a?os antes, el bando franquista ya hab¨ªa pretendido eliminar a la anti-Espa?a en nombre de una ¨²nica e incontestable Espa?a.
Resulta tentador pensar que el peligro de los nacionalismos exacerbados qued¨® atr¨¢s y que las democracias occidentales han abrazado, a cambio, un patriotismo flexible, plural y en continua transformaci¨®n para que podamos caber todas. Sin embargo, las naciones son dioses ¨²tiles, como record¨® el historiador Jos¨¦ ?lvarez Junco en uno de sus libros, y su omn¨ªvoro ensalzamiento, igual que las consecuencias que tiene extremarlas, siguen contando con desafortunados ejemplos dentro de nuestras fronteras europeas. A veces, estos son peligrosamente evidentes, como cuando miramos a pa¨ªses como la Hungr¨ªa de Viktor Orb¨¢n y el Fidesz para asistir, en este caso con efectos pol¨ªticos muy reales, a la limitaci¨®n de derechos y libertades que se llevan a cabo en nombre de la grandeza de una naci¨®n victimizada y supuestamente acechada por enemigos m¨²ltiples. Otras veces, se nos cuela a trav¨¦s de un lenguaje heroico y grandilocuente ¡ªel lenguaje, ese ars¨¦nico que va envenenando poco a poco a las poblaciones, tal y como supo ver el ling¨¹ista Victor Klemperer en la Alemania de los a?os 30¡ª que, instalado en nuestro escenario pol¨ªtico, nos habla constantemente, como hace Vox, de lucha y de defensa de una Espa?a incombustible sobre la que sobrevolar¨ªa la amenaza de su destrucci¨®n. En otras ocasiones, la naci¨®n exaltada se filtra en forma de estatua, como la que inaugur¨® en Madrid el pasado mes de noviembre su alcalde, Jos¨¦ Luis Mart¨ªnez-Almeida, en honor de la Legi¨®n. En la presentaci¨®n de la escultura, colocada en el madrile?o Paseo de la Castellana, pudieron escucharse loas a su fundador, el general Mill¨¢n-Astray, y se dieron vivas a una Espa?a que, de hacer caso a lo que pensaba de ella el homenajeado general, tendr¨ªa mucho de autoritaria, nada de liberal y una dosis tan elevada de violencia como la que llev¨® al propio Mill¨¢n-Astray a apoyar activamente el golpe del 18 de julio de 1936, cuyo fracaso dio lugar al estallido de la guerra civil y a la larga dictadura franquista. Incluso, hay naci¨®n exacerbada y esencializada en forma de ejemplar democracia n¨®rdica, porque cuando pa¨ªses como Dinamarca idean leyes antigueto para evitar que en ciertos barrios se concentre un excesivo perfil de poblaci¨®n aludiendo, para ello, al ¡°origen no occidental¡±, dentro del cual se incluye a nacidos y nacidas en la propia Dinamarca, se est¨¢ pensando que la identidad no es algo en continua negociaci¨®n y reconstrucci¨®n, sino una esencia que preexiste y que ha de ser siempre salvaguardada. No se trata solo de una discusi¨®n identitaria, sino de c¨®mo el nacionalismo puede tener efectos sobre una Europa que, en algunos de sus pa¨ªses, experimenta ya una deriva claramente xen¨®foba. Finalmente, ni siquiera la violencia y la guerra son cosas del pasado. Ah¨ª est¨¢ Rusia, izando la bandera en las escuelas, hablando de amor a la patria, modificando el curriculum escolar para nacionalizar sin fisuras y planeando incluir clases y contenidos b¨¦licos para contar con una poblaci¨®n preparada, una vez m¨¢s, para dar su vida por la naci¨®n. ¡°No hay miedo a morir por la madre patria¡±, se exhibe como consigna incluida en los manuales para el profesorado destinado a inculcar este nacionalismo extremo, una especie de Pro patria mori romano o de aquel ?Viva la muerte! que gritaba el legionario fundador al que recientemente se honraba en nuestra capital.
Tambi¨¦n de patrias hablaba Stefan Zweig; en concreto, de aquella que hab¨ªa elegido su coraz¨®n y que hab¨ªa perdido sin remedio: la ilustrada Europa, suicidada al perder la raz¨®n y asistir al ¡°m¨¢s enfervorecido triunfo de la brutalidad¡±, tal y como ¨¦l mismo escrib¨ªa. La historia no se repite porque las circunstancias y los contextos siempre cambian, pero s¨ª nos muestra que las consecuencias que tienen los nacionalismos cuando se esencializan y se exacerban no suelen traer nada bueno. Estar¨ªa bien, por tanto, que en este siglo XXI no desentendi¨¦semos lo que, a base de destrucci¨®n, nos ense?¨® el mundo de ayer al venirse abajo.
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