?Y te tienes que ir tan largo?
En un mundo que le rinde culto a la opulencia, lo exclusivo solo puede ser la sencillez de una silla de anea que da asiento a un ni?o habi¨¦ndoselo dado antes a su madre, y antes de eso a su abuelo, y antes a su bisabuela y antes, incluso, a su tatarabuela
Antes de cada viaje recib¨ªa siempre la misma llamada, y en esa llamada se repet¨ªa siempre la misma frase: ¡°?Y te tienes que ir tan largo?¡±. Normalmente, ven¨ªa precedida por el destino al que iba ¡ªTailandia, Estados Unidos¡ª, y yo respond¨ªa entre risas ¡°abuela, no te preocupes¡±, pero por dentro pensaba que s¨ª, que claro que ten¨ªa que irme tan largo. Ten¨ªa que conocer algo m¨¢s que las paredes encaladas de mi pueblo, algo m¨¢s que la C3 de Cercan¨ªas, algo m¨¢s que el cocido los domingos y el arroz con duz cuando se acercaba Semana Santa.
Los billetes no me los pagaba yo, que ganaba poco m¨¢s de 1.000 euros y ni siquiera pod¨ªa permitirme un piso que no fuera compartido. Viajaba por trabajo: durante varios a?os, fui redactora de estilo de vida en una revista de moda. Entre mis funciones estaban la de hacer listas de libros que no me hab¨ªa le¨ªdo, pero que recomendaba no perderse a las lectoras; compendios de series que no hab¨ªa visto, pero eran imprescindibles o viajar mucho m¨¢s de lo que mi bolsillo me permit¨ªa. Asist¨ªa a presentaciones de marcas pijas, probaba hoteles y restaurantes de lujo y consum¨ªa productos de firmas en las que ni ahorrando las dobles de todo el a?o pod¨ªa comprar.
Al volver de esos viajes ten¨ªa que escribir sobre lo maravilloso que era un hotel o lo exquisito que estaba el nuevo plato de un restaurante de alto copete, pero la realidad es que muchos de ellos me parec¨ªan un enga?abobos. Al visitar esos sitios a veces pensaba que a los pobres se les niegan muchas cosas y una de ellas es la belleza, pero otras volv¨ªa convencida de que los ricos no solo eran m¨¢s horteras que una perdiz con las ligas rojas, sino tambi¨¦n idiotas por invertir esos dinerales en bienes y servicios cuya ¨²nica funci¨®n era la de recordarles que, en efecto, eran ricos.
Cuando dej¨¦ de trabajar en la revista dej¨¦ tambi¨¦n de ser una turista de clase, de dormir en hoteles de seis estrellas ¡ªexisten¡ª y de viajar varias veces al a?o. Cuando muri¨® mi abuela, dej¨¦ de recibir llamadas antes de coger aviones. Mi abuelo, por su parte, dej¨® de hablar de cualquier cosa que no fuera ella, su Mar¨ªa. Una de las ¨²ltimas veces que lo visit¨¦, mi hijo de un a?ito se sent¨® en una de las sillas de anea del corral y ¨¦l me cont¨® que ah¨ª era donde se sentaba mi abuela, y que a su vez fue donde se sentaba ¡°la hermana¡±, una t¨ªa de mi abuelo que por lo visto llevaba pa?uelo en la cabeza hasta para dormir.
Intentando calcular los a?os que deb¨ªa tener aquella silla, pensaba en la pregunta de mi abuela y en que no, claro que no ten¨ªa que irme tan largo: todo lo que necesitaba saber estaba cerca de ella. Estaba, incluso, en ella. Ni siquiera para rozar de soslayo el lujo ten¨ªa que visitar, incr¨¦dula y a veces inc¨®moda, hoteles y restaurantes caros. Porque en un mundo que le rinde culto a la opulencia, lo exclusivo solo puede ser la sencillez de una silla de anea que da asiento a un ni?o habi¨¦ndoselo dado antes a su madre, y antes de eso a su abuelo, y antes a su bisabuela y antes, incluso, a su tatarabuela. En una realidad en la que todo es r¨¢pido, caduco y cambiante, el lujo no puede ser otra cosa que permanecer.
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