La lluvia sucede en el pasado
Ahora que la aceleraci¨®n del cambio clim¨¢tico est¨¢ arruinando el espejismo de una abundancia ilimitada es necesario aprender la lecci¨®n de la mesura, de los l¨ªmites, de los dones comunes
Aunque me esfuerzo no logro acordarme de la ¨²ltima vez que vi llover, o que o¨ª la lluvia sin verla desde el interior protegido de mi casa. Durante a?os mi dormitorio tuvo un techo inclinado y una claraboya, y cuando llov¨ªa en mitad de la noche me despertaba en la oscuridad un rumor cercano que un poco antes hab¨ªa empezado a filtrarse en el sue?o. Algunas veces el recuerdo de la lluvia nocturna ten¨ªa por la ma?ana la vaguedad de un sue?o que se volv¨ªa real cuando al abrir la claraboya entraba en el dormitorio una corriente de aire fresco oliendo a tierra empapada. De todo esto hace mucho tiempo. La melancol¨ªa del soneto de Borges que acaba con una invocaci¨®n piadosa de su padre ahora cobra para nosotros una exactitud de titular: ¡°La lluvia es una cosa/ que sin duda sucede en el pasado¡±. Del pasado vienen, como im¨¢genes de postales, escenas de ciudades bajo la lluvia, de arboledas espesas en que al sonido copioso de las gotas se mezclaba el del viento o la brisa en las hojas. Algunas veces, sorprendido por la lluvia en una ciudad extranjera, he tenido la sensaci¨®n de que en realidad hab¨ªa viajado a ella no para ver sus monumentos ni los cuadros de sus museos sino para contemplar la lluvia a?orada, para empaparme de ella con los cinco sentidos, olerla y tocarla en mi cara alzada y en las palmas de mis manos, degustarla como una bebida vigorizadora. En mitad de las ruinas de los foros, las lluvias s¨²bitas de la primavera romana. En las noches de verano de Nueva York, en las que el aire caliente adquiere un espesor de sauna, gotas de tormenta gruesas como uvas han estallado sobre el pavimento y sobre las copas de los ¨¢rboles sacudidas por un vendaval que despejaba la atm¨®sfera con los ¨²ltimos coletazos de un hurac¨¢n del Caribe.
De joven quise irme a pa¨ªses donde hubiera una libertad que aqu¨ª no exist¨ªa. Con el paso de los a?os he tenido el impulso hacia un exilio no pol¨ªtico pero s¨ª clim¨¢tico. Llegando a Portugal, casi antes de cruzar la frontera, el paisaje ya se va suavizando y reverdeciendo, y en el horizonte se adivina una brumosa anchura atl¨¢ntica. He ido hacia el aeropuerto atravesando la aridez color de calavera de las periferias de Madrid y unas horas m¨¢s tarde ya estaba respirando la brisa h¨²meda de la desembocadura del Tajo en Lisboa, que deja un olor a mar en la ropa tendida a secar en los balcones, y luego en los armarios en los que se la guarda. En el Retiro y en el Bot¨¢nico de Madrid se nota mucho el esfuerzo por mantener regadas las plantas, la amenaza de una polvorienta sequedad que est¨¢ siempre acechando. En el Bot¨¢nico de Lisboa, m¨¢s tupido todav¨ªa porque est¨¢ en una ladera que complica y profundiza las perspectivas, a uno le parece que est¨¢ sumergi¨¦ndose en los bosques sucesivos de varios continentes, en espesuras asi¨¢ticas de bamb¨², en manglares de Luisiana, bajo palmeras verticales de los mares del Sur.
Quiz¨¢s a quienes nos criamos en tierras de secano se nos ha quedado una propensi¨®n gen¨¦tica a la a?oranza de la lluvia, una respuesta de felicidad instant¨¢nea al sonido del agua, en un arroyo o en una acequia, agua que fluye generosa en una penumbra vegetal, o permanece inm¨®vil como un espejo al fondo de un pozo. Cada noche mi padre, despu¨¦s de echar el pienso a los animales y antes de subir a acostarse, se asomaba al corral a mirar el cielo, queriendo encontrar signos de una lluvia posible, que pocas veces llegaba cuando m¨¢s falta hac¨ªa, ni con la abundancia necesaria. La falta de agua era uno de los rasgos de la injusticia invariable del mundo. Cuando ca¨ªa mansa y copiosa, mi padre se la quedaba mirando extasiado, desde el cobertizo donde nos proteg¨ªamos de ella en la huerta: ¡°Es lo mismo que si estuvieran cayendo billetes verdes¡±, dec¨ªa siempre ¡ªaquellos billetes anchos y crujientes de mil pesetas, de entonces, con su verdor vegetal de una riqueza so?ada¡ª.
El agua era un prodigio imprevisible. Ca¨ªa del cielo o brotaba del interior oscuro de la tierra, de la roca muy dura, como en un milagro b¨ªblico, de pozos y manantiales que se reg¨ªan por sus propias leyes secretas. El agua era una divinidad cruel que pod¨ªa bendecir el esfuerzo del trabajo igual que pod¨ªa aniquilarlo. Hab¨ªa fuentes muy celebradas por la limpidez y la pureza de sus aguas, en parajes arbolados, frescos en verano, donde la gente guardaba turno para llenar los c¨¢ntaros. El agua para el riego y para el consumo y la higiene se administraba seg¨²n t¨¦cnicas transmitidas al menos desde los tiempos de la antigua Mesopotamia, perfeccionadas en la Andaluc¨ªa musulmana, tan eficientes en su simplicidad como el dise?o de los c¨¢ntaros en los que se llevaba a las casas antes de la llegada del agua corriente, que en mi provincia atrasada solo se generaliz¨® hacia finales de los a?os sesenta. Fue por entonces cuando yo vi por primera vez una piscina. Su azul lujoso de cloro me sorprendi¨® tanto como la desenvoltura de la gente ociosa que nadaba ¨¢gilmente en ella y luego se tumbaba a tomar el sol, en vez de protegerse de ¨¦l, como hac¨ªamos nosotros. Ese azul de las piscinas pronto iba a sustituir al verde turbio de las albercas de las huertas, con sus espesores de ovas en las que se mimetizaban los lomos de las ranas y sobre los que volaban las lib¨¦lulas con un zumbido de temblor en las alas.
En poco tiempo desapareci¨® aquella econom¨ªa severa del agua, y tambi¨¦n la reverencia hacia ella. La variedad de los cultivos de secano ¡ªcereal, olivar, vi?a¡ª dio paso a extensiones de olivos de riego que exig¨ªan cantidades masivas de fertilizantes y pesticidas qu¨ªmicos. En los solares de las huertas abandonadas se construyeron chalets ilegales con piscinas y praderas de c¨¦sped, que exig¨ªan mucha m¨¢s agua que el cultivo perdido de las hortalizas y los frutales. Los acu¨ªferos se fueron agotando, y se extingui¨® el caudal de aquellas fuentes c¨¦lebres a las que la gente peregrinaba como a modestos santuarios paganos.
Nadie que haya conocido la dureza de la vida de antes quiere volver a ella. Pero hay una lecci¨®n de entonces que s¨ª es necesario aprender, ahora que la aceleraci¨®n del cambio clim¨¢tico est¨¢ arruinando en todas partes el espejismo de una abundancia ilimitada. Es la lecci¨®n inmemorial de la mesura, de la conciencia de los l¨ªmites, de la gratitud hacia los dones comunes, los esenciales, los que no se pueden recobrar si se pierden, ni quedar sometidas al capricho ni a la codicia, ni a la compraventa: el agua y el aire, las que durante demasiados a?os hemos dejado malbaratar y envenenar, por la rapacidad de unos cuantos y la negligencia de casi todos. Un vaso de agua, ¡°un vidrio de agua fresca¡±, como dice Cervantes, es ya un lujo muy dif¨ªcilmente accesible para una parte grande de la humanidad, y lo ser¨¢ m¨¢s cada a?o t¨®rrido que pase. Hasta en las llanuras f¨¦rtiles del Po, en las que parece que no hay fronteras seguras entre el agua y la tierra, reina ahora la sequ¨ªa. Ya nos cuesta imaginar una lluvia que ocurra en el presente, no en la memoria ni en los sue?os. Hemos vivido el salto atolondrado de la penuria al despilfarro, y no sabemos si hay ya tiempo ni forma de alcanzar el t¨¦rmino medio de la sensatez que haga habitable el porvenir.
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