Una tercera sombra
Las vidas de la escritora Alice Sebold, v¨ªctima de una violaci¨®n, y de Anthony Broadwater, condenado injustamente por ello, quedaron marcadas por el verdadero culpable, cuyo nombre nunca se ha llegado a conocer
Alice Sebold iba por la calle una ma?ana de 1981 y al levantar los ojos hacia alguien que parec¨ªa estar habl¨¢ndole se encontr¨® cara a cara con el hombre que la hab¨ªa violado hac¨ªa cinco meses. Pens¨® que ese hombre la interpelaba, que se estaba burlando cruelmente de ella. Luego se supo que hab¨ªa reconocido a alguien que caminaba detr¨¢s de Sebold y lo saludaba. A media ma?ana, a la luz del d¨ªa, Alice Sebold reviv¨ªa todo el p¨¢nico y la humillaci¨®n de una noche de cinco meses atr¨¢s, un mal sue?o del que no pod¨ªa despertar porque lo estaba teniendo a cada momento con los ojos abiertos. Fue de inmediato a la Polic¨ªa, que detuvo poco despu¨¦s al sospechoso, un hombre negro de 20 a?os, sin antecedentes. En una rueda de reconocimiento, Sebold, muy nerviosa, se equivoc¨® al identificarlo entre los cinco varones negros de edad y aspecto semejante a los que miraba desde el otro lado de un cristal, y que parec¨ªan estar mir¨¢ndola a ella, aunque no la vieran. El acusado fue a juicio y lo condenaron a 20 a?os. A Sebold esa condena no le alivi¨® el sufrimiento de la violaci¨®n, pero le concedi¨® al menos la sensaci¨®n apaciguadora de que se hab¨ªa hecho justicia. En esa ¨¦poca estaba estudiando escritura creativa en la universidad de Syracuse, y entre sus profesores ten¨ªa a Tobias Wolff y a la poeta Tess Gallagher. Ellos la animaron a contar por escrito lo que hab¨ªa vivido. Pero las cosas tardan en llegar a escribirse. Alice Sebold ten¨ªa 18 a?os en 1981. Tard¨® 18 a?os m¨¢s en publicar una memoria de aquellos hechos, Lucky [Afortunada, en la edici¨®n en espa?o], en esa tradici¨®n americana a la vez sobria y reveladora de la autobiograf¨ªa. Casi de la noche a la ma?ana el libro la convirti¨® en una celebridad, no sin la ayuda de una de esas entrevistas providenciales en el programa de Oprah Wimfrey. A?os m¨¢s tarde, al testimonio de no ficci¨®n sigui¨® una novela, The Lovely Bones [Desde mi cielo, en la edici¨®n en espa?ol], en la que trataba con inflexiones de relato fant¨¢stico los mismos temas de la crueldad s¨²bita y la inocencia irreparablemente vulnerada.
Yo trat¨¦ ocasionalmente, en los a?os noventa, en Madrid y en Virginia, al padre de Alice Sebold, el profesor Russell P. Sebold, experto eminente en un campo tan poco frecuentado como la literatura espa?ola del siglo XVIII, en particular la figura y la obra de Jos¨¦ Cadalso. Era un hombre absorto y amable, con los ojos muy claros y las gafas ca¨ªdas hacia el filo de la nariz. Ahora reconozco esos ojos en las fotos de Alice Sebold que vuelven a publicarse. Una vez me dijo, como de pasada, que su hija hab¨ªa escrito un best seller.
Afortunada se public¨® en medio mundo y vendi¨® millones de ejemplares. Alice Sebold hab¨ªa hecho algo a lo que por entonces no se atrev¨ªan muchas mujeres, a contar alto y claro todo el espanto de una violaci¨®n, el hecho infame en s¨ª y las a?adiduras y las consecuencias, la frecuente falta de humanidad en los interrogatorios de la polic¨ªa, la conciencia de ser sospechosa a los ojos de muchos, la culpa y la verg¨¹enza ¨ªntimas, la dificultad de recomponer una vida trastornada. Volv¨ªa a la residencia universitaria a trav¨¦s de un parque, a medianoche, en mayo, el ¨²ltimo d¨ªa del curso, y escuch¨® unos pasos que se le acercaban por la espalda. Apresur¨® el paso y una mano la agarr¨® por el pelo, y luego la arrastr¨® y la tir¨® haciendo que su cr¨¢neo golpeara contra el suelo.
En su relato, el violador, el condenado, era una sombra que desaparec¨ªa esposado tres una puerta, despu¨¦s de la sentencia, igual que hab¨ªa desaparecido despu¨¦s de la violaci¨®n. Nuestro sentido de la justicia exige un culpable cierto y un castigo. Ese hombre que hab¨ªa surgido una noche en la oscuridad a la espalda de Sebold, y aparecido de repente una ma?ana en la plena luz del d¨ªa, regresaba a su anonimato una vez condenado. En Estados Unidos el sistema penitenciario es de una crueldad vengativa inaudita, sin comparaci¨®n posible en ning¨²n pa¨ªs civilizado. Cualquier idea de reinserci¨®n queda abolida por la brutalidad b¨ªblica del ojo por ojo y diente por diente. El condenado se llamaba, se llama, Anthony Broadwater, y cumpli¨® 16 a?os de c¨¢rcel. Podr¨ªa haber solicitado antes la libertad provisional bajo palabra, a condici¨®n de reconocer su culpa y someterse a tratamientos para delincuentes sexuales. Pero Broadwater sostuvo siempre su inocencia. Afirmaba su propia dignidad al precio de ser excluido de los beneficios penitenciarios que le corresponder¨ªan como criminal arrepentido. Al salir a la calle no termin¨® el castigo: la gravedad de los antecedentes penales lo condenaba al aislamiento social y a trabajos precarios y siempre mal pagados. Viv¨ªa con el miedo a que lo acusaran de otra violaci¨®n.
Todo esto lo sabemos ahora porque hace dos a?os, tras una lucha legal extenuadora, y con la ayuda de procedimientos cient¨ªficos m¨¢s rigurosos, Anthony Broadwater consigui¨® que se reconociera su inocencia y se anulara formalmente la condena. Un tribunal del Estado de Nueva York reconoci¨® que Alice Sebold se hab¨ªa equivocado en su identificaci¨®n, y que el proceso contra Broadwater fue chapucero y tramposo, tal como pod¨ªa esperarse cuando un acusado es un var¨®n negro sin recursos acusado de violar a una mujer blanca.
No hay nada que no sea irreparable. Dos vidas igual de inocentes quedaron igualmente trastornadas. Los a?os del ¨¦xito literario de Alice Sebold fueron los del infierno de Anthony Broadwater por esas c¨¢rceles inhumanas en las que el estigma del delito sexual a?ad¨ªa al castigo la infamia y el acoso de los otros presos. Cuando se certific¨® su inocencia, 40 a?os despu¨¦s de aquella noche de mayo, Alice Sebold public¨® una declaraci¨®n estremecedora, en la que reconoc¨ªa la parte de responsabilidad que le correspond¨ªa en la desgracia de un hombre sin culpa: ¡°Tendr¨¦ que seguir luchando con el papel que cumpl¨ª sin saberlo en un sistema que envi¨® a un inocente a la c¨¢rcel¡ Una vez m¨¢s, un joven hombre negro tratado brutalmente por un sistema legal defectuoso¡±.
Alice Sebold tiene ahora 60 a?os. Anthony Broadwater, 62. Sobre sus dos vidas del todo extra?as entre s¨ª y a la vez unidas sin remedio, Rachel Aviv ha escrito un largo reportaje en The New Yorker, una muestra de esa forma suprema de literatura que puede ser el periodismo. En las fotos, Broadwater tiene una expresi¨®n de mucha m¨¢s serenidad que Sebold. Hace apenas dos meses el estado de Nueva York le concedi¨® una indemnizaci¨®n de cinco millones y medio de d¨®lares. En un retrato de Elinor Carucci, Sebold mira de frente con un aire contenido de alarma y un gesto en los labios pintados de rojo que no llega a ser una sonrisa. ¡°No s¨¦ a d¨®nde me lleva todo esto, salvo a la pena, al silencio y a la verg¨¹enza¡±, dice. Pero su condici¨®n de v¨ªctima que con 18 a?os tuvo el coraje de ir a la polic¨ªa a denunciar la violaci¨®n que acababa de sufrir no queda vulnerada ni desmentida por el error que cometi¨® despu¨¦s, aun cuando sospechaba en el fondo que pod¨ªa estar equivoc¨¢ndose. Fue c¨®mplice involuntaria de un sistema de met¨®dica injusticia que a trav¨¦s de ella se ceb¨® en un inocente. Ahora los dos est¨¢n unidos por la misma desgracia. Cada uno va a ser para siempre la sombra del otro, y los dos saben que entre ellos, como al acecho, hay una tercera sombra, la del ¨²nico culpable verdadero, el violador que no tiene nombre y nunca pag¨® por su delito, y que quiz¨¢s anda todav¨ªa por ah¨ª, rondando de noche, en los malos sue?os compartidos de los dos.
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