Una conspiraci¨®n en el ¡°Para ti¡±
Las redes y los medios digitales est¨¢n tan rotos que no es necesario sumergirse de forma deliberada en una espiral de teor¨ªas desquiciadas, solo entrar a internet
Estamos perdiendo muchas horas siguiendo el caso Kate Middleton, dej¨¢ndonos llevar por la fiebre de miles de extra?os en un contagio colectivo de los que ocurren de vez en cuando, primero en broma, luego en serio, en internet. El ciclo siempre comienza con una duda leg¨ªtima. Es razonable cuestionarse si la princesa de Gales est¨¢ bien, igual que lo fue preguntarse por la seguridad de las vacunas de la covid-19 o el suicidio de Epstein en prisi¨®n, pero la cosa se complica cuando los intereses se mezclan y con ellos, verdad y mentira.
De las conspiraciones nos atrae que aportan sentido a una vida cada vez m¨¢s compleja. Como escribe Noel Ceballos en El pensamiento conspiranoico (Arpa, 2021), hay que elegir entre ¡°caos narrativo u orden conspiranoico¡±. Ciertas falsedades llevan siglos con nosotros, pero la capacidad de extenderlas a millones de personas en segundos solo porque nos ha animado un tal TruePrincess65 es relativamente reciente. Cada teor¨ªa aprende de las anteriores. La b¨²squeda de Kate enra¨ªza en el arquetipo digital de la mujer joven desaparecida, desde la youtuber Marina Joyce a Britney Spears. La idea del doble ¡ªes decir, que muchos poderosos est¨¢n muertos y son sustituidos por actores que tambi¨¦n reemplazan a los protagonistas de grandes crisis¡ª se populariz¨® tras el tiroteo del instituto de Parkland, cuando sus v¨ªctimas tuvieron que negar una acusaci¨®n nacida en foros y asumida por la derecha trumpista.
Creo, sin embargo, que algo especial ocurre con el #kategate.
Las redes sociales y los medios digitales est¨¢n tan rotos que no es necesario sumergirse de forma deliberada en una espiral de teor¨ªas desquiciadas, solo entrar a internet. Lo que tanto se critic¨® en YouTube (que al dejar pasar un v¨ªdeo tras otro de forma autom¨¢tica el algoritmo derivaba a contenidos potencialmente radicalizadores) es ahora la norma en X o TikTok, donde se accede por defecto a la pesta?a ¡°para ti¡±, donde las m¨¢quinas seleccionan aquello que consideran que puede mantenernos atentos durante m¨¢s tiempo. Y nada engancha m¨¢s que el juego de los detectives de internet, con su flujo dopamin¨¦rgico de novedades constantes y la promesa incumplida de resolver un misterio. Ya no es necesario entrar en el canal conspiranoico de Telegram de Rafapal para leer que Kate, su suegro, Obama y el Papa est¨¢n bajo tierra. Tampoco que oscuros intereses contraten a Cambridge Analytica para hacer desconfiar a los brit¨¢nicos de las instituciones v¨ªa Facebook y llegar al Brexit.
Ninguna de las dos redes es moderada de forma seria. Ambas animan a los usuarios a monetizar sus contenidos, algo dif¨ªcil, pero posible, m¨¢s a¨²n si se mantiene una relaci¨®n distante con la verdad. El resultado son cuentas an¨®nimas pero verificadas mintiendo por dinero (en X) o usuarios con rostro intentando generar un pelotazo a toda costa (en TikTok). La opacidad de las plataformas hace dif¨ªcil medir el verdadero volumen e impacto de la tendencia. Para empeorarlo, ciertos medios digitales recogen de forma acr¨ªtica los mensajes inventados m¨¢s populares bajo la excusa de su viralidad, legitim¨¢ndolos y llev¨¢ndolos a la primera p¨¢gina de Google y su herramienta de agregaci¨®n Discover. En esta etapa de la historia de la desinformaci¨®n, arrojar unos pocos d¨®lares y confiar en la naturaleza humana y en una mala gesti¨®n de ciertas redes y medios est¨¢ siendo suficiente para minar a los poderes establecidos, que tampoco est¨¢n haciendo mucho por comunicar la verdad.
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