Los ¨²ltimos testigos
Se van muriendo los que vivieron la Guerra Civil y quienes de ni?os les escuchamos debemos transmitir lo que nos contaron
Mi abuelo paterno hablaba muy poco, y se fue tan en silencio como hab¨ªa vivido, doblando la cabeza blanca hacia el pecho, sin un quejido, en la mesa del comedor. Mi abuelo materno no se callaba nunca, pero en los ¨²ltimos a?os de su vida, muerta su mujer, apenas volvi¨® a abrir la boca. En esa ¨¦poca yo llevaba ya mucho tiempo fuera de mi casa, y hab¨ªa dejado de prestarle atenci¨®n, de esa manera algo despiadada en que los j¨®venes se desinteresan de los viejos, pero toda mi ni?ez la hab¨ªa pasado escuchando las historias que contaba, que me contaba a m¨ª a solas como si fuera adulto, quiz¨¢s porque en la familia todo el mundo estaba aburrido de ellas, o porque en aquellas vidas tan dif¨ªciles que ten¨ªan sobraba poco tiempo entre el regreso agotado del trabajo y la ca¨ªda en el sue?o. Yo estaba en el campo recogiendo aceituna o ayudando en las tareas de la huerta y pon¨ªa el o¨ªdo a las cosas que se contaban entre s¨ª los hombres mayores, coet¨¢neos de mis abuelos, y tambi¨¦n los de la edad de mis padres. A una generaci¨®n le hab¨ªa tocado vivir la Guerra Civil como adultos, y tambi¨¦n ten¨ªan recuerdos muy favorables de la dictadura de Primo de Rivera, en la que contaban que hab¨ªa habido mucho trabajo en las obras p¨²blicas; la de mi padre, fue la de quienes eran ni?os en la guerra. Muchos de ellos la recordaban sin tristeza, porque hab¨ªan pasado nada menos que tres a?os sin ir a la escuela. Ese recuerdo coloreado con tonos parciales de felicidad volv¨ª al encontrarlo en cuentos y novelas de Juan Garc¨ªa Hortelano, ni?o en el Madrid asediado, y en las cosas que me cont¨® una tarde memorable la madre de mi amigo Luis Su?¨¦n, que jugaba con sus amigas a recoger trozos de metralla enfriados en la Gran V¨ªa, despu¨¦s de los bombardeos.
Debajo del silencio forzoso de la dictadura franquista hab¨ªa un rumor de voces que contaban cosas en la intimidad de la familia, en las cuadrillas y los tajos del campo. Los hombres hablaban inclinados sobre la tierra con un cigarro ensalivado y medio apagado en la boca. Unas veces yo pon¨ªa atenci¨®n y otras veces los o¨ªa de fondo, junto a los sonidos de entonces, la azada contra la tierra, la hoz segando, el caudal del agua en las acequias. Campesinos pobres destinados sin excusa a ir al frente, la guerra que contaban no ten¨ªa nada que ver con la de las pel¨ªculas americanas o los tebeos de Haza?as b¨¦licas que entonces le¨ªamos todos los ni?os. Era una guerra de pobres, unas veces cruel y otras grotesca o c¨®mica, entre el tedio, la confusi¨®n, el miedo, la picaresca, el sinsentido de que tantos hombres hubieran tenido que matarse los unos a los otros; matarse entre s¨ª y tambi¨¦n matar animales, mulos o caballos, que habr¨ªan sido de excelente ayuda en el campo en vez de acabar desventrados y con las cuatro patas tiesas hacia el cielo. Anclado en una realidad con frecuencia adversa, sometida a todos los azares del clima, un campesino es al¨¦rgico a toda forma de ¨¦pica. Dec¨ªan que al disparar siempre cerraban los ojos. No conceb¨ªan la temible abstracci¨®n colectiva de algo llamado el Enemigo. ¡°Si el que estaba enfrente yo no lo conoc¨ªa ni me hab¨ªa hecho nada, ?por qu¨¦ iba yo a matarlo?¡±.
Es la sensatez cabezona y burlesca de Sancho Panza, id¨¦ntica a la del soldado ?vejk en la Primera Guerra Mundial, y la de aquel muchacho de 17 a?os que iba para mec¨¢nico en Madrid y tambi¨¦n tuvo que ir a la fuerza a la guerra, Miguel Gila. Solo en los libros de memorias de Gila he reconocido plenamente el tono de aquellas voces perdidas, tan distintas de las de los ide¨®logos y los militantes, tan poco acogidas en los libros de Historia. Yo me march¨¦ de aquel mundo y dej¨¦ de escucharlas, y muchas de ellas se me fueron olvidando, pero otras acabaron formando parte de la memoria personal y la imaginaci¨®n, y no han dejado de alimentarme.
La generaci¨®n de los que fueron soldados se ha extinguido por completo, y es la siguiente, la de los ni?os, los que sufrieron mucho m¨¢s en la posguerra que en la guerra, los que ten¨ªan el recuerdo v¨ªvido del que llamaban ¡°el a?o del hambre¡±, 1945, la que est¨¢ apag¨¢ndose ahora. Dice Miquel Echarri en EL PA?S Semanal que en Espa?a quedan 16.000 centenarios, y que los historiadores urgen a que se recojan los testimonios de los que a¨²n est¨¢n l¨²cidos, pero ser¨¢n bastantes m¨¢s los que pasan los noventa, algunos sumidos en un silencio irreversible, como el de los ¨²ltimos a?os de mi abuelo, pero muchos otros llenos todav¨ªa de cosas que contar, el pulso de lo concreto y lo vivido, los hechos m¨ªnimos que suceden al margen y son m¨¢s reveladores que acontecimientos notorios: lo sensorial, lo chocante, lo imprevisto, lo que solo puede saber quien estuvo presente. Hasta hace poco, mi madre, que tiene 94 a?os, se recordaba de ni?a corriendo hacia un refugio con su hermano peque?o en brazos, cuando las sirenas y luego los motores de los aviones anunciaban los bombardeos franquistas sobre Ja¨¦n.
¡°Se trata de devolver a la Historia una dimensi¨®n humana fundamental: c¨®mo se vivieron los hechos, qu¨¦ percepciones exist¨ªan en la ¨¦poca, qu¨¦ impacto causaron en sus testigos indirectos o en quienes sufrieron personalmente las consecuencias¡±, le dice a Miquel Echarri el historiador ?scar Rodr¨ªguez Barreira. La generaci¨®n que ahora se extingue fue la ¨²ltima en Espa?a que vivi¨® plenamente el mundo antes de la explosi¨®n del desarrollo, la ¨²ltima que ejerci¨® los oficios inmemoriales de la agricultura y la artesan¨ªa, saberes populares muy sofisticados en los que se cimentaba su sustento y la dignidad de sus vidas. A m¨ª ahora me remuerde la conciencia por no haber escuchado y preguntado todo lo que hubiera debido. Mi abuelo paterno tambi¨¦n fue soldado en el frente, pero no contaba nada, y yo no le pregunt¨¦. Mi abuela materna hab¨ªa sido oficiala de sastrer¨ªa y hab¨ªa trabajado tambi¨¦n tejiendo cosas de esparto, que entonces era un material cotidiano, con el que se hac¨ªan cestos, esteras, espuertas, serones, capachos para almacenar la aceituna. Su marido era un narrador desbordante, un Balzac oral que invocaba lo mismo a don Manuel Aza?a y al doctor Juan Negr¨ªn que al general Primo de Rivera, con el que aseguraba haberse cruzado una noche por una calle apartada de ?beda, cuando acompa?¨® a Alfonso XIII en una visita oficial a la ciudad. Mi abuelo dec¨ªa que el general iba solo y que ¨¦l lo recoci¨® a la luz de la bombilla de una esquina. El general le dijo: ¡°Perdone, ?no habr¨¢ visto usted por aqu¨ª a Su Majestad?¡±. Dado el noctambulismo rijoso del Rey, puede que la historia no sea falsa, aunque s¨ª inveros¨ªmil. Ella, mi abuela, era m¨¢s propensa a la concisi¨®n del epigrama que al gran despliegue narrativo, a la iron¨ªa que al melodrama. Cuando ¨¦l empezaba una de sus grandes historias, ella, sentada a su lado, le daba un pellizco debajo de las faldillas. ¡°Manuel, no hables tanto¡±. Bien conoc¨ªan todos ellos el destino de algunos que hab¨ªan alzado voces temerarias o valientes, que se hab¨ªan ¡°se?alado¡± antes de la derrota. Fue morirse ella y ¨¦l quedarse en silencio.
Ahora nosotros, hijos y nietos de entonces, estamos a punto de ser otra ¨²ltima generaci¨®n, la de los que escucharon, los que pasaron la ni?ez en aquel mundo perdido. Contar con veracidad lo que uno ha vivido me parece una obligaci¨®n c¨ªvica. El pasado se inunda muy f¨¢cilmente de desconocimiento y de mentiras. Una comunidad civilizada se basa en gran medida en una conversaci¨®n entre los vivos y los muertos. Nuestra tarea es atestiguar lo que hemos visto con nuestros propios ojos, incluso cuando parezca que nadie est¨¢ interesado, y tambi¨¦n contar lo que nuestros mayores nos contaron, lo que de otro modo no habr¨ªa dejado huella en el relato de la Historia.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.