?Solo cada cuatro a?os?
Gran parte de los debates que ha suscitado el 15-M han puesto de manifiesto las paradojas de la soberan¨ªa popular. Las elecciones son, sin embargo, el instrumento fundamental del autogobierno, el m¨¢s igualitario
La democracia es un sistema pol¨ªtico que inflama nuestras expectativas; nos hace creer en cosas tan irrenunciables e imposibles como que una sociedad libre se gobierna por s¨ª misma, que son id¨¦nticos los que gobiernan y los gobernados. Este ideal de autodeterminaci¨®n forma parte de las ficciones ¨²tiles para la democracia, lo que no significa que sea un ideal del que debamos prescindir, pero que tampoco refleja un hecho cierto o un derecho literalmente exigible. Es, como tantas propiedades por las que definimos una democracia, un horizonte, un principio cr¨ªtico o normativo, o sea, como siempre, algo m¨¢s complejo de lo que pudiera dar a entender su mera formulaci¨®n.
Buena parte de los debates que ha suscitado el movimiento del 15-M han puesto de manifiesto las paradojas de la soberan¨ªa popular. Se trata de una tensi¨®n que atormenta desde sus inicios a las teor¨ªas de la democracia. Por un lado, el ideal de una democracia plena (para muchos, pensada sobre el modelo de una democracia directa), el deseo de participaci¨®n, la exigencia de una ratificaci¨®n popular de las decisiones, que la representaci¨®n refleje con la mayor precisi¨®n posible a lo representado, mandatos m¨¢s r¨ªgidos por parte de los electores, reivindicaci¨®n de que los representantes cumplan lo que prometen¡ Desde esta aspiraci¨®n, votar parece muy poco.
Estas pretensiones no son nuevas y frente a ellas hay posiciones m¨¢s realistas que sostienen, con distintos matices, que la mayor democracia a la que podemos aspirar es una oligarqu¨ªa competitiva. Al mismo tiempo, no es f¨¢cil adivinar c¨®mo puede ser una democracia sin organismos que intervienen en las decisiones pol¨ªticas y que no hemos elegido o solo de manera muy indirecta (como los jueces, las autoridades independientes o determinados organismos internacionales). Por otro lado, la experiencia nos ense?a que la democracia no est¨¢ hecha siempre por dem¨®cratas, sino por jacobinos y f¨¦rreos aparatos, defendida por leyes de excepci¨®n y sostenida por una opini¨®n p¨²blica que detesta a los partidos, pero especialmente a aquellos que no est¨¢n unidos, es decir, en los que hay cr¨ªtica y libertad de expresi¨®n.
Para comprender la inocencia de las primeras formulaciones de la autodeterminaci¨®n democr¨¢tica hay que tener en cuenta que la democracia representativa surgi¨® en un momento en el que era pensable la armon¨ªa de intereses y valores en la sociedad. La democracia moderna se concibe con anterioridad a los grandes conflictos sociales de la era contempor¨¢nea y al actual pluralismo pol¨ªtico. De ah¨ª el antipartidismo de los fundadores de la democracia inglesa y americana, que ha tenido su continuidad en las democracias org¨¢nicas del XX y en los actuales populismos (o en la generalizada aversi¨®n hacia los partidos). Supuesta la posibilidad y la conveniencia de que todos quieran vivir bajo las mismas leyes, los partidos eran entendidos como facciones, artificios que romp¨ªan la unidad natural de las sociedades. Incluso la idea misma de oposici¨®n carec¨ªa de sentido. Si el autogobierno del pueblo es literal, si coinciden los que gobiernan con los gobernados, no existe derecho de oposici¨®n. La idea de que la gente pueda oponerse a un gobierno elegido mayoritariamente tard¨® en abrirse paso.
?C¨®mo definimos el ideal de autodeterminaci¨®n en sociedades grandes, complejas y con preferencias heterog¨¦neas, en las que no parece posible evitar que, al menos algunos y durante alg¨²n tiempo, vivan bajo leyes que no les gustan? La soluci¨®n a este dilema ha sido la idea de representaci¨®n, condensaci¨®n institucional de una experiencia que nuestra ret¨®rica tiende a ocultar: que la democracia es un sistema representativo significa que los ciudadanos no gobiernan, que es inevitable ser gobernados por otros. No hay elecciones todos los d¨ªas y en lo que elegimos hay cosas que nos gustan menos, los mandatos son vagos, los electores dejamos ciertos m¨¢rgenes de maniobra a los elegidos, la exigencia de unanimidad (en la que se realizar¨ªan los deseos de todos) es imposible y bloquea...
De entrada, si en las sociedades complejas los ciudadanos no gobiernan ¡ªno gobiernan todo, ni continuamente, ni todos los detalles¡ª es porque hay una dimensi¨®n de delegaci¨®n: los Gobiernos deben ser capaces de gobernar. Si los Gobiernos ¨²nicamente hicieran aquello a lo que est¨¢n autorizados expresamente por las elecciones, esto supondr¨ªa muchas limitaciones a la hora de gobernar. Cualquier liderazgo tiene costes inevitables en t¨¦rminos de autorizaci¨®n democr¨¢tica, distanciamientos exigidos por la adopci¨®n de decisiones (especialmente de algunas, que solemos llamar ¡°impopulares¡±). O justificamos democr¨¢ticamente esa ¡°distancia¡± o no tenemos argumentos para oponernos al populismo plebiscitario, que cuenta, a derecha e izquierda, con impecables defensores.
La noci¨®n de autogobierno no es incoherente ni impracticable salvo que se formule de una manera d¨¦bil: una democracia no es un r¨¦gimen en el que se hace lo que todos queremos sino un r¨¦gimen en el que las decisiones individuales tienen alguna influencia en la decisi¨®n colectiva final. La democracia es el sistema que mejor refleja las preferencias individuales, nada m¨¢s y nada menos.
Toleramos que otros nos gobiernen porque es posible la alternancia, que es el procedimiento que permite realizar el ideal de autogobierno en sociedades complejas. Aunque estemos gobernados por otros, podemos estar gobernado por otros diferentes si as¨ª lo queremos. Como dice Bernard Manin, la libertad democr¨¢tica no consiste en obedecerse ¨²nicamente a uno mismo, sino en obedecer a alguien en cuyo lugar puede encontrarse uno ma?ana. Por eso las elecciones son el instrumento fundamental del autogobierno. En ellas se trata de elegir a quien gobierna por mandato del pueblo. Entre todos los instrumentos de participaci¨®n pol¨ªtica, las elecciones son el m¨¢s igualitario. Aunque la participaci¨®n electoral no sea perfecta, son un mecanismo pol¨ªtico m¨¢s importante que cualquier otro procedimiento de participaci¨®n, que privilegian frecuentemente a quienes tienen m¨¢s recursos para participar.
En virtud de las elecciones, quienes tienen el poder se enfrentan a la posibilidad de ser expulsados de ¨¦l mediante unos procedimientos establecidos; quien est¨¢ en el Gobierno se ve obligado a anticipar esa amenaza. En ese momento se visualiza que la pol¨ªtica nos introduce en un mundo en el que hay que responder y dar cuentas, que el poder no es absoluto porque est¨¢ obligado a revalidar, que la pol¨ªtica no da m¨¢s que oportunidades a plazos.
Por supuesto que las elecciones, siendo muy importantes, no deber¨ªan ser idealizadas como si la democracia no tuviera ninguna otra exigencia. Pero gracias a esa instituci¨®n se mantiene viva y se reitera la promesa de autodeterminaci¨®n democr¨¢tica. Al final va a resultar que algo tan corriente y poco extraordinario, que nos sabe a poco y que apenas interesa a una mitad de la poblaci¨®n, es lo que mejor refleja el ideal de autogobierno y nos protege frente a la apropiaci¨®n del nosotros por cualquier mayor¨ªa triunfante.
Nuestra condici¨®n pol¨ªtica es algo que nos permite a los seres humanos hacer un gran n¨²mero de cosas pero que plantea no pocas limitaciones. Ahora bien, ser conscientes de los l¨ªmites es fundamental para poder empujar esos l¨ªmites todo cuanto se pueda; as¨ª no criticaremos a la democracia por no proporcionar lo que no debemos esperar de ella y estaremos a salvo de los llamamientos demag¨®gicos que prometen lo que no se puede prometer.
Habr¨¢ quien considere que esta disquisici¨®n es poco ilusionante y que arroja un jarro de agua fr¨ªa sobre nuestras mejores expectativas en relaci¨®n con la calidad de la democracia. Pero estoy convencido de que la experiencia pol¨ªtica incluye una cierta desmitificaci¨®n de la democracia, lo que no nos impide ni apreciarla, ni defenderla ni abandonar el trabajo por mejorarla. M¨¢s bien al contrario: son las expectativas desmesuradas lo que m¨¢s puede cegarnos frente a las reformas posibles. La cuesti¨®n es distinguir qu¨¦ insatisfacciones corresponden a defectos que deben corregirse y cu¨¢les son consecuencia de la limitaci¨®n de la condici¨®n humana y de nuestras formas de organizarnos. Saber en qu¨¦, c¨®mo y cu¨¢ndo no existen alternativas es fundamental para desenmascarar a quienes apelan interesadamente a que no hay alternativas cuando puede y debe haberlas.
Daniel Innerarity es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa, investigador en la Universidad del Pa¨ªs Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democr¨¢tica.
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