Muere M¨¢ximo Cajal, diplom¨¢tico afable, recto y pesimista
Sobrevivi¨® al asalto de la Embajada espa?ola en Guatemala en 1980. Arriesg¨® su carrera al defender en un libro la devoluci¨®n de Ceuta y Melilla a Marruecos
Muri¨® anoche, sin sentir, como todos querr¨ªamos.
Fue amigo, afable, recto como un huso y pesimista. Los que le quisimos fuimos incondicionales suyos; los que le odiaron fueron implacables en su enemistad. Una enemistad que naci¨®, como tantas cosas en este pa¨ªs nuestro, de la furia medi¨¢tica, originada en este caso en el asalto a la Embajada de Espa?a en Guatemala, de cuyas asesinas intenciones se libr¨® por arrojo personal pero con gran tristeza al ver que mor¨ªan los dem¨¢s all¨ª encerrados. La acusaci¨®n rastrera que en aquella ocasi¨®n pretend¨ªa involucrarlo en maquiav¨¦licos planes comunistas le persigui¨® hasta el fin de su vida. Pero muy mal no lo debi¨® de hacer a juzgar por su trayectoria profesional en la diplomacia. Hasta hubo un momento en que pudo ser ministro de Asuntos Exteriores y lo venci¨® la franqueza con la que dijo en un libro publicado justo antes de las elecciones que auparon a Rodr¨ªguez Zapatero a La Moncloa, que Ceuta y Melilla deb¨ªan ser devueltas a Marruecos por justicia hist¨®rica y para que tuvi¨¦ramos la fiesta en paz. ?l sab¨ªa lo que le iba a costar.
Maestro de la sorna, M¨¢ximo Cajal (Madrid, 1935) hizo de todo en la vida diplom¨¢tica, desde ser int¨¦rprete entre De Gaulle y Franco hasta ten¨¦rselas tiesas con los estadounidenses en las negociaciones para la renovaci¨®n de los acuerdos Madrid-Washington (no sin que la brigada medi¨¢tica, ignorando deliberadamente que defend¨ªa los intereses espa?oles, lo acusara de seguir los dictados de Mosc¨²). Todo lo recordaba con una sonrisa de medio lado, hasta el detalle de dimitir como embajador en Par¨ªs cuando Aznar, reci¨¦n ganadas las elecciones, le hizo un feo p¨²blico en su primera visita a Francia; un feo a su propio embajador.
Jubilado ya, iba en autob¨²s a los sitios hasta cuando ya estaba hecho unos zorros y contemplaba con fascinaci¨®n la risa algo desgarrada y las ocurrencias de Bea, su mujer. Hac¨ªa d¨¦cadas que hab¨ªa torcido su carrera para seguirla a todos lados y para convencerla de que hiciera ella lo propio. Fue una batalla de voluntades y amores espl¨¦ndida de ver. Una batalla entre el pesimismo y las campanillas.
Desprovistos de su mirada de amable tolerancia, los amigos hemos quedado empobrecidos en este p¨¢ramo que va quedando.
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