?Me ped¨ªan que les subiese el bajo a¨²n m¨¢s?: c¨®mo Mary Quant convirti¨® la minifalda en ¨¦xito, a pesar de que ella no la invent¨®
De acto de rebeld¨ªa adolescente a declaraci¨®n pol¨ªtica y, al final, cl¨¢sico del vestir femenino. ?Qui¨¦n invent¨® realmente la minifalda?
Mary Quant no invent¨® la minifalda. No la ide¨®, no la cre¨®. Tampoco la populariz¨®. Lo que hizo Mary Quant por la minifalda fue en realidad algo mucho mejor, revolucionario incluso: darle carta de naturaleza comercial. Andr¨¦ Courr¨¨ges, que siempre reclam¨® la autor¨ªa de la prenda, desde?¨® a la dise?adora por aquella gesta empresarial, atrevida Prometeo en su apropiaci¨®n del fuego de los altos salones de la costura para incendiar el mercado de gran consumo. ?La moda es algo inherente a todos y no deber¨ªa depender ¨²nicamente de la belleza, el coste del tejido y el trabajo manual. Tiene que producirse en masa?, arengaba la brit¨¢nica.
La verdadera historia moderna del vestir empez¨® as¨ª. Del largo por encima de la rodilla hay noticias tempranas, nada escandalosas. El mism¨ªsimo Crist¨®bal Balenciaga lo introdujo en algunas versiones de su vestido saco, en 1957, enfatizando las proporciones de un volumen que hac¨ªa desaparecer el cuerpo. Yves Saint Laurent lo ensay¨®, m¨¢s promesa que otra cosa, en su primera colecci¨®n para Dior, la de los vestidos trapecio de la primavera-verano 1958 que reformulaban la L¨ªnea A de 1955. Jaleada por las revistas de la ¨¦poca, aquella silueta ligera, rejuvenecedora, que volv¨ªa a permitir el movimiento, no tard¨® en pasar a mayores, abaratada en serie por los fabricantes y comerciantes textiles que, con licencia parisi¨¦n o no, abastec¨ªan tiendas y grandes almacenes. Pero el c¨ªrculo vicioso del sistema, la transmisi¨®n clasista del estilo, permanec¨ªa inalterable.
?Lo que estaba mal entonces era que la moda solo ten¨ªa una hoja de ruta: se creaba para una minor¨ªa?, conced¨ªa Quant en 1988, en conversaci¨®n con el escritor Joel Lobenthal, autor de Radical Rags: Fashion of the Sixties. ?Lo que yo quer¨ªa era dise?ar para mujeres que ten¨ªan un trabajo y una fantas¨ªa de vida en la que esos trabajos importaban?. A la emancipaci¨®n econ¨®mica y social tambi¨¦n por la moda, he ah¨ª la cuesti¨®n. Sucedi¨® que, a partir de 1950, la juventud se revel¨® como motor de cambio sin precedentes. En Gran Breta?a, chicos y chicas de entre 16 y 22 a?os entraron en tropel en la bolsa laboral, con unos salarios que para 1960 doblaban los de los adultos. ?Sus ganancias han aumentado un 50 por ciento y su gasto discrecional real probablemente sea del 100 por 100?, constataba el soci¨®logo Mark Abrams, padre de los actuales estudios de mercado y pionero en identificar a los adolescentes como segmento demogr¨¢fico con cultura e intereses de consumo propios (?un gasto adolescente distintivo con fines adolescentes distintivos en un mundo adolescente distintivo?). Sin cargas ni responsabilidades, la muchachada derrochaba en m¨²sica, bares y ropa, mucha ropa. No cualquier ropa, claro. Desde luego no la que vend¨ªan las cadenas y almacenes donde compraban sus padres. La nacida despu¨¦s de la Segunda Guerra Mundial fue, en efecto, la primera generaci¨®n que no quiso parecerse a la de sus mayores, en especial a la hora de vestir. ?La costura es de [mujeres] mantenidas?, se burlaba Barbara Hulanicki, coet¨¢nea de Quant y fundadora de la que ser¨ªa meca estil¨ªstica seminal del Swinging London, la boutique Biba, que comenz¨® como ilustradora en distintos diarios a finales de los cincuenta copiando figurines de Par¨ªs, esnobismo dise?ado para hacer sentir inferior a cualquiera?.
Lo que yo quer¨ªa era dise?ar para mujeres que ten¨ªan un trabajo y una fantas¨ªa de vida en la que esos trabajos importaban.
A trav¨¦s del programa Youth Commission, el Gobierno laborista tom¨® adem¨¢s la iniciativa de expandir los horizontes de la juventud de las islas con una pol¨ªtica de ayudas econ¨®micas que desbord¨® las facultades y escuelas de arte de estudiantes de extracci¨®n humilde. El grado de moda en el Royal College of Art ¨Cel primero en impartirse en la Universidad de Londres, desarrollado en 1948 por Madge Garland, periodista e impulsora del London Fashion Group, antecedente del British Fashion Council¨C, lo pet¨®. ?Se nos formaba para observar, explorar y disfrutar del trabajo. Sent¨ªamos que al acabar pod¨ªamos hacer cualquier cosa, sin restricciones?, recordaba la dise?adora Sally Tuffin, mitad del d¨²o Foale And Tuffin, otra de las etiquetas a considerar en el devenir no solo de la minifalda, sino del giro en la indumentaria de los primeros sesenta comandado por mujeres. Zandra Rhodes, Moya Bowler, Janice Wainwright, Bill Gibb y Ossie Clark tambi¨¦n fueron alumnos. A Quant, sus padres no la dejaron estudiar dise?o, pero la beca que consigui¨® para cursar dibujo en el Goldsmiths College tuvo el mismo efecto.
Hija de maestros de escuela, descendientes de mineros galeses recolocados en el extrarradio de la capital en busca de mejor vida, Barbara Mary Quant ejemplific¨® ella misma la jovial algarada interclase del momento. En la escuela de arte conoci¨® al que ser¨ªa su socio y marido, Alexander Plunket Greene, que menudo pedigr¨ª: nieto del legendario bar¨ªtono irland¨¦s Henry Plunket Greene y la arist¨®crata brit¨¢nica Gwendoline Maud Parry, hijo del corredor de motos, m¨²sico de jazz y escritor Richard Plunket Greene, joyita de los bohemios Bright Young Things cuyas andanzas llenaron las p¨¢ginas de los tabloides londinenses en los a?os veinte (¨ªntimo de la familia, el escritor Evelyn Waugh se inspir¨® en ¨¦l y sus hermanos, David y Olivia, para componer los personajes de Los cuerpos viles y Retorno a Brideshead). Todav¨ªa de novios llegaron a Chelsea, que en 1955, en los albores del youthquake, tampoco era ya un barrio cualquiera, hervidero de m¨²sicos, artistas, cineastas y cachorros de sociedad haci¨¦ndose los beatniks en caf¨¦s (los espresso-bares) y tiendas de ropa. En noviembre abrieron un restaurante, Alexander¡¯s, y una boutique, Bazaar, en el edificio que Plunket Greene y su amigo Archie McNair, abogado reconvertido en fot¨®grafo, hab¨ªan adquirido en King¡¯s Road. El bistr¨® fue un fracaso; la tienda, un ¨¦xito que cambiar¨ªa irremediablemente el modelo de comercio y eso que hoy llamamos experiencia de compra.
Desde que Courr¨¨ges la pusiera en un brete se?al¨¢ndola como agente comercial, que no creativo, Quant no se cans¨® de repetir que la minifalda no fue m¨¢s que el resultado de su tiempo. De las mujeres de su tiempo. ?Yo pensaba que mis faldas eran cortas, pero las chicas que ven¨ªan a la tienda me ped¨ªan que les subiera el bajo a¨²n m¨¢s?, contaba. La continua fiesta de maniqu¨ªes del escaparate, el rock atronando en el equipo de m¨²sica, la bebida gratis y un horario de venta extendido hasta la noche hicieron el resto. Para el caso, hay pruebas que cuestionan la reclamaci¨®n del franc¨¦s: el modista lanz¨® oficialmente la prenda para la moda en su colecci¨®n de alta costura presentada en abril de 1964, pero el Victoria & Albert de Londres conserva un minivestido de la l¨ªnea de difusi¨®n de la brit¨¢nica, la m¨¢s econ¨®mica Ginger Group, fechado aquel a?o. El museo londinense, que atesora el mayor archivo de la dise?adora, posee adem¨¢s evidencias de que en Bazaar ya se despachaban faldas y vestidos suspendidos justo encima de las rodillas en 1958. En sus casas, las compradoras los acortaban m¨¢s y m¨¢s. ?Resulta complicado encontrar originales de los primeros sesenta sin alterar?, afirma Nigel Bamforth, conservador del V&A que trabaj¨® para la marca como director de producci¨®n durante casi dos d¨¦cadas. ?Las creaciones de Mary fueron decisivas para la introducci¨®n de la minifalda en el mercado de masas. Se sal¨ªan de la norma y para las chicas significaban que no ten¨ªan que parecerse a sus madres?, remata.
?Fue la chelsea girl quien estableci¨® que esta segunda mitad del siglo XX pertenece a la juventud. J¨®venes con ideas propias. Comprometidos. Sin prejuicios. Ellos representan el nuevo talante de la actual Gran Breta?a, un esp¨ªritu sin [diferencia de] clases?, expon¨ªa la dise?adora en Quant by Quant, precoz autobiograf¨ªa publicada en 1966. Entonces rondaba los 36 y, con la l¨ªnea cosm¨¦tica reci¨¦n lanzada, ya lo hab¨ªa hecho todo. Propietaria de tres tiendas (a la de King¡¯s Road le siguieron una en Knightbridge y otra en New Bond Street), con dos ventajosos contratos de licencias para producir y vender sus colecciones a bajo precio en Estados Unidos, su volumen de negocio se aproximaba a los 20 millones de euros (casi 200 millones al cambio actual, seg¨²n la inflaci¨®n acumulada), una barbaridad para la ¨¦poca que, a mayor provecho de las arcas de su pa¨ªs, le vali¨® la Orden del Imperio Brit¨¢nico. Un a?o despu¨¦s, la revista Time titulaba en portada: ?La minifalda est¨¢ aqu¨ª para quedarse?, haciendo notar que ?desde su aparici¨®n tres a?os atr¨¢s en peque?as y poco convencionales boutiques y oscuras discotecas, ha llegado a los campus, las oficinas, las avenidas y cualquier lugar que la juventud elija para mostrar desafiante sus colores?. Pero, sorpresa, quien aparec¨ªa en la cubierta junto a dos modelos minifalderas era el dise?ador estadounidense Rudi Gernreich.
El de los hombres intentando capitalizar el origen de la minifalda es un cap¨ªtulo a considerar en esta historia. Am¨¦n de Courr¨¨ges, en Par¨ªs el visionario Pierre Cardin lanzaba su l¨ªnea Cosmocorps el mismo a?o de gracia de 1964, que inclu¨ªa la primera versi¨®n del sucinto Target dress, el minivestido blanco de la diana roja, amarilla y negra (aunque el rey de las licencias nunca entr¨® al trapo de la pol¨¦mica concepci¨®n). Pero es que en Londres, John Bates se colgaba tambi¨¦n la medalla, defendido por la muy influyente Marit Allen, la editora de moda de Vogue que firmaba la secci¨®n Young Idea. Bajo el nombre comercial de Jean Varon, en 1960 sus vestidos mini de sencillas l¨ªneas geom¨¦tricas eran superventas en Wallis, popular cadena minorista con licencia para copiar aquellos modelos de Chanel y Dior denostados por las nuevas generaciones. Y luego estaba la ya-ya skirt, falda de vuelo con nombre de twist elevada hasta 15 cm sobre la rodilla, a lucir con canc¨¢n, atribuida al an¨®nimo jefe de ventas de una tienda de Oxford Street y que incluso cruz¨® el Atl¨¢ntico en el verano de 1960. ?Esto es m¨¢s que un brindis al sol. Esta moda pone de manifiesto que las mujeres buscan un estado matriarcal, en su deseo de subyugar a los hombres?, se le¨ªa en los tabloides.
Por supuesto: antes de significar emancipaci¨®n, la minifalda pasaba por mero reclamo er¨®tico, seg¨²n manifestaban los escurridos atuendos de las hero¨ªnas de c¨®mic y pel¨ªculas y series de ciencia-ficci¨®n de los cincuenta. ?La pin-up con minifalda de la intelligentsia?, describ¨ªa The Washigton Post a Gloria Steinem tras aquel reportaje de la revista Life de 1965, en el que la activista glosaba los in y outs de la naciente cultura pop. Otra prueba de que la mirada dominante, eminentemente masculina, sobre la prenda era todav¨ªa exterior.
Hoy parece imposible negar su politizaci¨®n desde el momento mismo en que gan¨® la calle, inseparable de un contexto social en el que la mujer comenzaba a ganar terreno en lo laboral y el control de su salud reproductiva; sin embargo, su incorporaci¨®n al relato de la independencia econ¨®mica, social y sexual femenina no fue tan temprano, aunque la coincidencia en el tiempo con la comercializaci¨®n de la p¨ªldora anticonceptiva ¨Cdisponible en Reino Unido desde 1961¨C ayud¨® al mito. ?Las mujeres llevaban mucho tiempo trabajando en ello, pero antes de la p¨ªldora no pod¨ªa ser posible una independencia real. Y cuando al fin sucedi¨®, qued¨® reflejada claramente en el look, en la imagen del momento, con una exuberancia casi infantil que gritaba: ¡®?Guau, m¨ªrame! ?No es maravilloso??, refer¨ªa Quant en aquella conversaci¨®n de 1988.
M¨¢s all¨¢ de prejuiciosas consideraciones morales, a la minifalda se la acus¨® en su d¨ªa lo mismo de cosificar a la mujer que de encarnar todos los males del capitalismo. Tambi¨¦n de fomentar la delgadez. El furor de las dietas se precipit¨® con ella, igual que la sobreproducci¨®n (la l¨ªnea Ginger Group ten¨ªa cerca de 200 puntos de venta solo en su pa¨ªs), impulsada por una demanda voraz que consigui¨®, por primera vez en la historia, que la ropa no estuviera pensada para durar (s¨ª, las quejas por la mala calidad de la ropa eran frecuentes). En declaraciones al Sunday Telegraph, en junio de 1966, la propia Quant asum¨ªa que tanto frenes¨ª quiz¨¢ deber¨ªa calmarse. Y promet¨ªa un oto?o de culottes. Lo que ofreci¨® a cambio fue el microshort. ?Toda vez que has experimentado la libertad en faldas cortas y zapatos de tac¨®n bajo, no quieres volver a las restricciones?, admiti¨®. ?La minifalda es para siempre?, rezaba en las pancartas esgrimidas por la autodenominada British Society for the Advancement of the Miniskirt, el comando de mujeres que se manifest¨® ante la sede de Dior como protesta por el regreso de la falda larga a la colecci¨®n oto?o-invierno 1966/67 de la casa francesa.
Nada ni nadie impidi¨® que, a finales de la d¨¦cada, la maxifalda impusiera su ley. Relegada como cualquier producto de moda al caprichoso ir y venir de las tendencias, la mini ha reaparecido en el armario femenino con mejor o peor suerte desde entonces, tubo de lycra body en los ochenta, perversamente ingenua en los noventa (los vestiditos kinderwhore del grunge), de brevedad imposible en los 2000 (aquello de ?las faldas deber¨ªan ser del tama?o de un cintur¨®n: la vida es corta, tienes que asumir riesgos? de Paris Hilton), empoderada por defecto ni hace u?o (la versi¨®n viral de Miu Miu, el pasado oto?o-invierno). Pero, ?por qu¨¦ parece ser lo ¨²nico que ha trascendido del nada desde?able legado de Quant? Ojo ah¨ª, que, botas go-g¨®, jers¨¦is ce?idos de punto (el skinny rib, resultado de comprobar sobre su cuerpo el charme peterpanesco de un su¨¦ter de ni?o), panties de nailon en colores vivos o estampados, microshorts y chubasqueros de PVC aparte, la dise?adora avanz¨® tambi¨¦n la andr¨®gina revoluci¨®n del traje de chaqueta y pantal¨®n, de mayor calado real a efectos de emancipaci¨®n para el vestir femenino. En el componente sexual impl¨ªcito de la minifalda, guinda escarchada a esa significaci¨®n de libertad, bien podr¨¢ encontrarse la respuesta. Aunque lo explica mejor ese genio comercial que, al pulsar la tecla correcta, la convirti¨® no solo en ubicua, sino tambi¨¦n en necesaria. Lo sentenci¨® ella misma: ?Un buen dise?ador es aquel que, como el editor de un peri¨®dico, se adelanta a la noticia, respirando lo que est¨¢ en el aire?.
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