Un centro de gravedad
Siempre que paseamos por Grand Street paramos a saludar a los viejos conocidos y tomamos una Coronita.
Hace dos a?os, una amiga le habl¨® a otra amiga de la existencia de un sitio de m¨²sica latina: ?Hay un lugar puertorrique?o en Brooklyn dif¨ªcil de describir, no es exactamente una discoteca, pero la m¨²sica es buena y la cerveza es barata. Es un local muy peque?o con gente muy variopinta, ten¨¦is que ir, es una experiencia?. Tardar¨ªa mucho tiempo en pisarlo, porque en los meses helados de invierno solo le encontraba pegas: estaba muy lejos de donde viv¨ªa, los cambios de l¨ªnea de metro por la noche eran eternos e insufribles y coger un taxi quedaba descartado por el precio.
El n¨²mero 244 de Grand Street en Williamsburg es el hogar del Caribbean Social Club, uno de los ¨²ltimos clubes sociales puertorrique?os que sobreviven en Nueva York. Todo el mundo que lo ha pisado lo conoce como To?ita¡¯s, el apodo de su carism¨¢tica fundadora y propietaria, Mar¨ªa Antonia Cay. A sus m¨¢s de 80 a?os, To?ita es, como el t¨ªtulo de aquella canci¨®n de Franco Battiato, un centro de gravedad permanente. A su alrededor orbitan toda clase de hispanohablantes para los que es una figura materna en una ciudad que puede llegar a resultar muy hostil. Siempre vestida con telas sedosas de colores llamativos, perfectamente maquillada y con las u?as pintadas, es famosa tambi¨¦n por los enormes anillos que adornan sus dedos, inmortalizados en fotos por cualquiera que los haya visto.
Abri¨® el club en 1973, cuando Williamsburg todav¨ªa estaba lejos de convertirse en la zona hipster y gentrificada que es hoy, y era un enclave puertorrique?o conocido como Los Sures. Desde entonces, cada domingo To?ita cocina grandes cantidades de comida que regala a quien se preste a pasar por su establecimiento. Est¨¢ siempre tras la barra atendiendo y explicando an¨¦cdotas. Antes de la pandemia, los fines de semana el diminuto local se llenaba de cientos de personas apretujadas al ritmo de canciones de reguet¨®n, salsa y bachata. Los temas se escogen pagando en una versi¨®n modernizada de una jukebox, y hay que dar codazos para llegar a la barra donde la propia To?ita sirve Coronitas a tres d¨®lares, un precio descaradamente bajo en Nueva York.
En To?ita¡¯s conviven muchas realidades simult¨¢neas: j¨®venes sudando y cantando canciones de Bad Bunny, ancianos jugando al parch¨ªs en las mesas del club y vecinos latinos dispuestos a dar clases de baile al que las quiera recibir. No faltan nunca la presencia de H¨¦ctor, El chino ¨Cla mano derecha de To?ita y hombre para todo del Caribbean¨C, ni la del puertorrique?o entra?able que se presenta como El gato. En el mundo de antes de las restricciones, To?ita echaba religiosamente a todo el mundo a las cuatro de la madrugada, y ninguna s¨²plica val¨ªa para impedir que cerrara y se fuera a dormir. Una de las ¨²ltimas noches que fuimos, hubo un apag¨®n y la jukebox digital se estrope¨®. Durante unos minutos la gente sigui¨® coreando, pero pronto cundi¨® el p¨¢nico ante la falta de m¨²sica. Pese a las decenas de millennials que est¨¢bamos por all¨ª, tuvo que ser la propia To?ita la que arreglara el mando de la m¨¢quina y restableciera la normalidad: volvi¨® a sonar Daddy Yankee.
Durante todos estos meses, To?ita ha mantenido sus puertas (y las del jard¨ªn comunitario de la acera de enfrente) abiertas para quien quisiera comer algo o simplemente charlar un rato. No se puede volver atr¨¢s despu¨¦s de una noche en el Caribbean Social Club porque no hay ning¨²n sitio parecido en el mundo. Cuando el pasado verano empezamos a buscar piso con la amiga a la que hab¨ªan hablado sobre el lugar hace ya tiempo, decidimos que para compensar mi reticencia inicial nuestra nueva casa ten¨ªa que estar ubicada estrat¨¦gicamente cerca de To?ita¡¯s. Siempre que paseamos por Grand Street, paramos a saludar a los viejos conocidos y nos tomamos una Coronita. Cuando alguien nuevo llega a la ciudad, le hablamos de To?ita¡¯s para pasar el testigo. Tambi¨¦n mueren los lugares donde fuimos felices, dec¨ªa Julio Ram¨®n Ribeyro. Por suerte, algunos sobreviven.
Leticia Vila-Sanju¨¢n es editora y vive deseando que alg¨²n d¨ªa su vida se parezca a una novela.
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