Un cuento de verano de Mar¨ªa Bastar¨®s: ¡®Lo peor que le puede pasar a una chica¡¯
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Durante el mes de julio y agosto, en ¡®Lo raro es vivir¡¯, la newsletter de S Moda, dos autoras han tomado los mandos y han escrito un relato que ped¨ªa un ¨²nico requisito: que ocurriese en verano. Este es el relato de Mar¨ªa Bastar¨®s que se envi¨® el pasado 4 de agosto).?Puedes suscribirte a nuestro bolet¨ªn sobre cultura, feminismo e intimidad, aqu¨ª)
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El aire acondicionado del coche se ha roto, as¨ª que la madre refunfu?a durante todo el trayecto hacia el colegio. La madre casi siempre tiene algo de lo que quejarse: el estado de la carretera, los coches que no reaccionan al sem¨¢foro en verde, lo lejos que est¨¢ ese colegio car¨ªsimo que ella misma eligi¨® para su hija. La chica suele guardar silencio ante sus exabruptos: sabe que son producto del estr¨¦s, de las ma?anas desbordadas, de una rutina sin tiempo para s¨ª misma.
Esta vez, sin embargo, el silencio se debe a otra cosa.
La chica empez¨® a temerse lo peor hace un par de d¨ªas. La regla deber¨ªa haberle bajado el jueves, el s¨¢bado como tarde. Trata de no pensar en ello: tal vez si disimula, si finge no tomarse en serio los avisos de su cuerpo, este se conf¨ªe y le regale un manchurr¨®n rojo en la falda del uniforme. Las chicas que ya han tenido la regla -a sus catorce a?os, son m¨¢s de un tercio-, caminan durante esos d¨ªas de un modo distinto al de las dem¨¢s: los pasos m¨¢s cortos, algo ateridas, como si el fr¨ªo las hubiera sorprendido en plena ola de calor. Comparten el terror a pasearse por el colegio mostrando sin saberlo una de esas manchas delatoras, esas manchas que indican que una ya no tiene el control de su propio cuerpo, que ha perdido en una batalla que no era consciente de estar librando. Una de esas manchas es sin duda una tragedia, lo peor que le puede pasar a una chica. Ella, sin embargo, dar¨ªa ahora lo que fuera por que la sangre le corriera muslos abajo, por que le salpicara tobillos y talones e inundara el cub¨ªculo del coche. Cuando toman la ¨²ltima curva antes de que los pabellones del colegio ocupen el horizonte, la madre repasa en voz alta todo lo que debe llevar hoy en la mochila: el s¨¢ndwich para el recreo, el permiso para la excursi¨®n de fin de curso, el ba?ador para la clase de nataci¨®n, el bonob¨²s para su regreso en transporte p¨²blico.
La chica se despide de ella con un beso fugaz, casi avergonzado. No sabe qu¨¦ har¨ªa la madre si fuera consciente de las sospechas que alberga. Fuera del coche, algo nuevo y fresco se le cuela feroz en las fosas nasales; los jazmines que flanquean la entrada al colegio han florecido durante el fin de semana y casi todos han comentado el aroma que desprenden: ya huele a vacaciones; ha dicho la directora, de noche debe ser espectacular, ha augurado el profesor de pl¨¢stica. A la chica, sin embargo, ese olor le resulta ahora insoportable, un hedor a flores que se abren, a vida que se abre paso, a abejas polinizando y criaturas nuevas gest¨¢ndose por doquier. Camina hasta el aula encorvada, la mirada baja, igual que un perro que sabe que no debi¨® comerse aquel pedazo de rodapi¨¦. Mientras se sienta en su pupitre y deja la mochila a sus pies, fantasea con una evidencia innegable, colosal, con un manantial bermell¨®n que certifique que eso que cada vez parece m¨¢s probable no es m¨¢s que una chaladura suya, un temor infundado, una falsa alarma. Ni siquiera est¨¢ segura de cu¨¢l es la clase a punto de comenzar, aunque es la misma que cualquier lunes a primera hora.
Su amiga Andrea le hace llegar una nota hecha una bola, la cuadr¨ªcula del papel convertida en un mont¨®n de l¨ªneas quebradas. ?Has tra¨ªdo el bikini? La chica asiente silenciosa, piensa en esa prenda nueva arrugada en el fondo de la mochila. Hace solo una semana, aquel bikini era el centro de sus preocupaciones. Cuando les anunciaron que durante la ola de calor las clases de gimnasia se dar¨ªan en la piscina, Andrea y ella invirtieron horas de b¨²squeda digital hasta encontrar dos trajes de ba?o perfectos. El suyo es color mostaza, con un ribete de peque?as tachuelas y una lazada al cuello. Los profesores dejaron claro que deb¨ªan llevar ba?adores deportivos, pero tienen la esperanza de que, dadas las buenas notas de ambas, sean indulgentes con su peque?a rebeli¨®n est¨¦tica. La primera hora de clase se estira en sus manos como un chicle derretido. Mira el reloj deseando que los minutos pasen, que el tiempo le traiga un alivio, una certeza que la reconcilie con su anatom¨ªa. Acostumbrada a su mano levantada, la tutora le dirige miradas interrogantes. Ella rehuye sus ojos, se concentra en el folio sobre la mesa, un folio en el que no ha llegado a escribir una sola frase. Un d¨ªa, dentro de muchos a?os, la chica escribir¨¢ una canci¨®n sobre ese momento exacto: sobre c¨®mo miraba aquel folio y envidiaba su blancura, su naturaleza a¨²n inmaculada. Al releerla le parecer¨¢ rid¨ªcula y se deshar¨¢ de ella, igual que har¨¢ con casi todo lo que escriba.
Mientras uno de sus compa?eros responde sin mucho tino a una pregunta de la tutora, esta se pasea entre las filas echando un vistazo a los apuntes de los alumnos. Frena junto al pupitre de la chica con una mueca de disgusto, levanta el folio en blanco y menea la cabeza. ?En qu¨¦ est¨¢is pensando hoy? Luego vuelve a su puesto y la se?ala con el dedo. Sal a la pizarra y analiza la frase que voy a dictar. La chica camina despacio hasta la pizarra, tan despacio que la tutora acaba golpeando la mesa con el anillo, toc toc toc, como hace cada vez que est¨¢ perdiendo la paciencia. La frase dice Ille dolet vere qui sine teste dolet ¨CSiente verdadero dolor el que lo sufre sin testigos. Quien se ve obligado a sufrir su miseria en secreto sufre mucho m¨¢s que quien puede compartir su problema con sus semejantes¨C.
La chica no entiende lo que significa la oraci¨®n, y es mejor, porque si lo entendiera podr¨ªa derrumbarse all¨ª mismo, ante toda la clase, y llorar con la cabeza oculta entre las rodillas. Lo ¨²nico que tiene que hacer es localizar los verbos e indicar su declinaci¨®n, pero cuando mira la pizarra la frase no parece compuesta por palabras sino por dibujos, un mont¨®n de garabatos dispuestos al azar. Se le ocurre que su vista le est¨¢ gastando una broma de mal gusto, que todo eso de lo que se cre¨ªa due?a puede alzarse ahora en su contra. Primero el vientre, ahora los ojos: poco a poco todo su cuerpo confabulado para torturarla. El silencio de la chica se hace denso, se suspende entre el calor y los murmullos de sus compa?eros. Se queda as¨ª, sin moverse o articular palabra, hasta que pierde la noci¨®n del tiempo; hasta que su mano sujetando la tiza le parece un objeto extra?o, un p¨¢jaro de carne y cal, una aparici¨®n alien¨ªgena. Desde que sospecha lo que sospecha le suceden ese tipo de cosas: se observa y se resulta desconocida, incomprensible; ha perdido la capacidad de reconocerse en su piel. La voz de la profesora la saca del trance. Vuelve a tu sitio, ordena, y el tono es tan g¨¦lido que parece que, por un instante, el calor pegajoso del aula cede unos grados.
Andrea exige ver su bikini antes de que se lo ponga. Es la leche, exclama, y lo levanta con las manos ante los rostros asombrados del resto de chicas. No os van a dejar llevar eso, augura una, tienen que ser ba?adores deportivos, y relame la ¨²ltima palabra, deportivos, como si fuera un caramelo del que le apenara deshacerse. El calor en la piscina cubierta es a¨²n mayor que en el aula, un calor h¨²medo que se agarra a los p¨¢rpados y detr¨¢s de las rodillas. La chica se sumerge en el agua antes que nadie, sin esperar el permiso del profesor de gimnasia. Le gustar¨ªa que el bikini reci¨¦n estrenado estuviera hecho de plomo y la condujera sin pausa hasta el fondo, que aplastara su cuerpo contra los azulejos brillantes y le concediera un respiro, que la transportara a un estado de inconsciencia en el que nada de lo que sucede dentro de su vientre tuviera la menor importancia. Intenta contener la respiraci¨®n, cuenta los segundos, cuatro, seis, diez, hasta que la voz del profesor le llega opacada por un muro de agua y cloro. Sal ahora mismo de la piscina, exige, ?cu¨¢ndo os he dicho que entr¨¦is?, y ella sube las escalerillas met¨¢licas ante las miradas atentas del resto de la clase.
La bronca, si va dirigida a un tercero, siempre supone entretenimiento. Es entonces cuando el profesor ve el bikini; la boca se le hace inmensa y las cejas le trepan hasta el nacimiento del pelo, como si en lugar de un bikini contemplara un cintur¨®n de dinamita. ?Qu¨¦ llevas puesto? -berrea-, ?Ba?adores deportivos! De-por-ti-vos. Los ojos de la chica se topan con los de Andrea, que se esconde entre la multitud con su versi¨®n esmeralda del delito: el mismo bikini en un color que, seg¨²n afirm¨® al elegirlo, ir¨ªa genial con su pelo cobrizo.
Los nervios hacen que a la chica le duela la tripa; sus rodillas le parecen de pronto de aire, insuficientes para mantenerla en pie. Escucha las risas de sus compa?eros, ahogadas pero generales, crueles dadas las circunstancias. Vuelve al vestuario y ponte un ba?ador. Si no has tra¨ªdo, te quedas ah¨ª hasta el final de la hora. La chica adelanta un paso hacia el vestuario, resignada, y en ese instante se da cuenta: el l¨ªquido rojo que se desliza desde su entrepierna, que llega ya a la parte interior de las rodillas, un par de gotas avezadas que le bajan por el empeine derecho. El profesor se percata un segundo despu¨¦s, se agita y da palmadas, hist¨¦rico, para acelerar la marcha de la chica hacia el vestuario; vamos vamos, que nadie la mire; si tuviera una manta a mano probablemente se la echar¨ªa por encima, como quien tapa a un cad¨¢ver al borde de la carretera. Toda la clase r¨ªe ahora a carcajadas: se?alan eso que sale de ella, la mancha en la braga del bikini, la sangre ba?ando el suelo en torno a sus pies. La chica r¨ªe con ellos, r¨ªe con estruendo, m¨¢s que ninguno: r¨ªe hasta la extenuaci¨®n mirando ese reguero rojo que, hasta hace pocos d¨ªas, le parec¨ªa lo peor que le puede pasar a una chica.
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