El p¨¢nico al ¨¦bola vac¨ªa el hospital de la zona m¨¢s afectada de Sierra Leona
El centro sanitario de Kenema deber¨ªa estar lleno de pacientes. Pero es en un edificio fantasma
Es como si estuviera programado en alg¨²n engranaje oculto de la Torre del Reloj que preside la entrada a Kenema. Todos los d¨ªas, sobre las seis de la tarde, el cielo se resquebraja y cae un tremendo aguacero. Los baches que adornan la larga carretera que divide en dos mitades a esta ciudad se convierten en charcos traicioneros y la gente, que solo unos minutos antes ocupaba todo el escenario, desaparece como por arte de magia en cualquier improvisado refugio. A esperar que escampe.
Con sus 200.000 habitantes, este cruce de caminos, anta?o a rebosar de traficantes de diamantes y buscadores de oro, languidece hoy entre el p¨¢nico al ¨¦bola, que se extiende, invisible e implacable, como una letal mancha de aceite, y la cuarentena a la que la ciudad ha sido sometida por el Gobierno y que la ha dejado aislada del resto de Sierra Leona. Como si el virus ya fuera poco castigo, Kenema, uno de los principales y m¨¢s activos focos de la peor epidemia de ¨¦bola que haya existido jam¨¢s, se ha convertido en la capital del pa¨ªs de Prohibido Tocarse y, como cada d¨ªa a partir de las seis de la tarde, hace lo que puede para resistir hasta que escampe.
El epicentro del terremoto invisible que sacude a Kenema es el hospital. All¨ª, un enorme cartel con la imagen del doctor Umar Khan recibe a los visitantes. Debajo de su rostro, la palabra ¡°h¨¦roe¡±, en letras bien grandes. Khan trabajaba en este centro y era el mayor especialista en lasa, una fiebre hemorr¨¢gica muy activa en esta zona. Cuando irrumpi¨® el virus del ?bola, todas las miradas se volvieron sobre ¨¦l y, lejos de achicarse, se puso manos a la obra, liderando la respuesta nacional frente a esta nueva amenaza. Pero no estaban preparados y no sab¨ªan c¨®mo hacerlo. Al principio fueron un pu?ado de casos, pero en pocos d¨ªas eran 20, luego 30. El personal, cada vez m¨¢s cansado, sometido a m¨¢s presi¨®n, cometi¨® errores. Y empezaron a caer. Enfermeras, m¨¦dicos, una veintena en total, y luego el propio Khan. En apenas una semana, el ¨¦bola se llev¨® por delante a quien m¨¢s esfuerzos hab¨ªa hecho por combatirlo.
El mensaje era claro y potente. La enfermedad era tan real como letal. Ya no cab¨ªa ninguna duda. Y el hospital de Kenema empez¨® a sufrir el estigma. Hoy, sus pabellones est¨¢n casi vac¨ªos. De todos los servicios solo est¨¢n activos Maternidad y Pediatr¨ªa. Y a medio gas. En plena ¨¦poca de lluvias, deber¨ªa haber decenas de enfermos de malaria. Pero no est¨¢n. Ni ellos ni buena parte del personal. Han desaparecido. Nadie quiere ni acercarse por all¨ª. El centro de aislamiento para el ¨¦bola montado en el patio genera miedo y rechazo. Muchos enfermos mueren en sus casas, atendidos por sus familiares porque les da p¨¢nico el hospital, lo que no hace sino extender a¨²n m¨¢s la epidemia. Quienes merodean entre los pl¨¢sticos blancos que hacen las veces de improvisadas paredes est¨¢n all¨ª porque no tienen m¨¢s remedio. O porque decidieron jug¨¢rsela. Nancy Djoko es la enfermera jefe. ¡°Hemos visto morir a nuestras compa?eras sin poder hacer nada, claro que tenemos miedo¡±, dice, ¡°pero aqu¨ª estaremos para lo que Dios quiera¡±.
Los especialistas de M¨¦dicos sin Fronteras y de la OMS confirman la evidencia. No se est¨¢n respetando las medidas m¨ªnimas de seguridad y hay una alarmante falta de personal. Un c¨ªrculo vicioso. A m¨¢s muertes, menos personal y m¨¢s presi¨®n sobre los que quedan, lo que genera nuevos descuidos y m¨¢s muertes a¨²n. ¡°La seguridad en estas epidemias la proporciona un 50% las instalaciones adecuadas y un 50% el factor humano¡±, dice un logista de la OMS. Por ello, se trabaja a toda prisa para cerrar las instalaciones y abrir un nuevo centro de aislamiento en el antiguo bloque posoperatorio. Eso, si consiguen convencer a los obreros, electricistas y carpinteros de que no huyan, presionados por sus familias. ¡°Mi mujer me ha dicho que dejo este trabajo o ya no duerme conmigo¡±, asegura Ismael, un joven trabajador, ¡°pero yo quiero terminar lo que he empezado¡±. Otros se han ido ya, asustados por la cercan¨ªa del ¨¦bola.
En Bolo, a pocos kil¨®metros del centro de la ciudad, abundan los barrancos y las palmeras. Campos de arroz se extienden a un lado y otro de las pistas de tierra. El paisaje es hermoso, tan diferente del bullicio y el ruido de Kenema. All¨ª, el sanador tradicional Obay Masana, uno de los m¨¢s conocidos de los alrededores, se sienta con parsimonia en la puerta de su humilde casa construida con ladrillos de barro. ¡°Contra este mal no podemos hacer nada¡±, dice, ¡°desde que empez¨® esta epidemia cuando llega alg¨²n paciente lo mando directamente al hospital a hacerse la prueba. Si no tiene el mal, entonces lo trato¡±.
La medicina tradicional tiene una enorme importancia en Sierra Leona. Es una estructura de salud paralela a la oficial, con la que convive. Muchas personas acuden primero al sanador antes que a un centro de salud y conf¨ªan en su experiencia y en su conocimiento de las plantas. Masana muestra, orgulloso, sus pomadas y sus infusiones hechas a base de hierbas que recoge en el bosque o cultiva en una peque?a huerta. ¡°Nuestra tarea es alejar al demonio o reconfortar a los esp¨ªritus, pero el ¨¦bola no est¨¢ a nuestro alcance¡±, culmina.
Y como si el virus fuera poca tragedia, el mi¨¦rcoles pasado el Gobierno decidi¨® cerrar a cal y canto todas las carreteras que rodean a la ciudad. El cord¨®n sanitario, que afecta a toda la Provincia Oriental, supone, de facto, que ning¨²n veh¨ªculo puede entrar o salir de la ciudad salvo que sea personal sanitario o de ONG o fuerzas de seguridad del Estado y militares. La ¨²nica excepci¨®n pasa por conseguir un permiso especial del jefe de la Polic¨ªa. Kenema, al igual que la vecina Kailahun, ha quedado aislada del resto del pa¨ªs. La medida ha generado una enorme inquietud. Los comerciantes, los que quedan porque los libaneses ya han puesto pies en polvorosa hace semanas, se preguntan qu¨¦ har¨¢n ahora. Los transportistas se preparan para un largo calvario. Y la poblaci¨®n en general teme que empiecen a subir los precios y que haya desabastecimiento. ¡°Aqu¨ª vivimos al d¨ªa¡±, explica una vendedora de frutas muy enfadada, ¡°si no vendemos no comemos¡±.
La medida gubernamental ha venido acompa?ada de un importante despliegue del Ej¨¦rcito, que cada vez se hace m¨¢s presente en Kenema. ¡°Para garantizar que se cumplen las medidas adoptadas, en especial la restricci¨®n de movimientos¡±, aseguran desde el Gobierno. En realidad, parece que se est¨¢n viendo venir lo que todos temen, que la carest¨ªa y el desabastecimiento se transformen en ira y la ira en violencia. Kenema entierra a sus muertos envueltos en bolsas negras impermeables de pl¨¢stico a un ritmo de cinco o seis cada d¨ªa y nadie sabe, en realidad, hasta d¨®nde puede llegar esto. Como si el Ensayo sobre la ceguera de Saramago hubiera dado el salto a la realidad, como si hubieran sido encerrados en una prisi¨®n de la que nadie puede entrar ni salir, los habitantes de este cruce de caminos se enfrentan a sus propios miedos. ¡°Don¡¯t touch¡± es la expresi¨®n m¨¢s repetida. No tocar.
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