El imperdonable pecado de la Iglesia
No es el celibato ni las creencias, sino la estructura de poder la que fomenta el encubrimiento de los abusos sexuales
Los esc¨¢ndalos de abusos sexuales en el seno de la Iglesia cat¨®lica han rescatado el debate sobre el celibato obligatorio de los sacerdotes. Es f¨¢cil y simple establecer el v¨ªnculo: un cura con sus pulsiones sexuales reprimidas es un pederasta en potencia. Es una ecuaci¨®n, en efecto, simplona y carente de base porque no hay datos que demuestren que el abuso sexual en los establecimientos religiosos sean m¨¢s frecuentes proporcionalmente que en otros estamentos. Es verdad que los casos conmocionan con mayor intensidad porque indigna que aquellos en los que la gente confi¨® la educaci¨®n moral de sus hijos les traicionen de tal manera y perviertan a su vez sus propias convicciones.
Lo que llama a esc¨¢ndalo, adem¨¢s de los abusos en s¨ª, es la omert¨¢ que tradicionalmente ha impuesto el clero a los abusos. El silencio c¨®mplice de la Iglesia cat¨®lica es su gran tacha, el imperdonable pecado que debe resolver de manera inmediata si pretende sobrevivir a largo plazo. De las dificultades para atajar el problema hablan las modestas iniciativas de la jerarqu¨ªa cat¨®lica para conseguirlo. Porque el prop¨®sito de la enmienda exige a esta instituci¨®n una reforma profunda de sus estructuras de la que saldr¨ªa muy mal parada justamente esa jerarqu¨ªa eclesi¨¢stica.
Todo abuso sexual es un abuso de poder. Y de poder la Iglesia cat¨®lica sabe demasiado. Tras veinte siglos de existencia, esta instituci¨®n se ha erigido en autoridad moral, judicial e incluso pol¨ªtica de millones de personas. Ha establecido una estructura piramidal cuyo ¡°emperador¡± es infalible, una estramb¨®tica potestad de la que participan, en cierta medida, todos sus virreyes. Nuncios, cardenales, arzobispos y obispos, que suelen vivir en palacetes, citan a Dios muy a menudo, como si este hablara por sus bocas. La maquinaria es mis¨®gina, dogm¨¢tica, desigual e injusta. Relega a las mujeres a papeles de servidumbre y siempre secundarios bajo la excusa inapelable de principios teol¨®gicos. La connivencia con el poder civil es extremo hasta el punto de disfrutar en muchos pa¨ªses de privilegios sociales y econ¨®micos que no obtiene ninguna otra organizaci¨®n religiosa o humanitaria. Es una estructura, en definitiva, que fomenta ese encubrimiento sistem¨¢tico que tanto da?o ha hecho a sus v¨ªctimas.
La autoridad moral de esta instituci¨®n est¨¢ en entredicho. El problema no tiene nada que ver con la religi¨®n y las creencias. Es resultado de una obra muy humana y muy imperfecta que se adapta extremadamente mal a las democracias contempor¨¢neas y a los valores ¨¦ticos, pol¨ªticos y jur¨ªdicos de las sociedades modernas.
El Papa Francisco, que ha resultado ser un pont¨ªfice con mucha labia y no tanta resoluci¨®n, ha convocado a Roma para febrero pr¨®ximo a la c¨²pula eclesial para hablar de los abusos. Acudir¨¢n 113 arzobispos o cardenales con sus vistosos h¨¢bitos. Es de suponer que, como ocurre en los c¨®nclaves, una legi¨®n de monjas se encargar¨¢ de atender las necesidades m¨¢s b¨¢sicas de estos jerarcas. Y ser¨¢ inevitable sospechar que con tal formato la reuni¨®n ser¨¢ un brindis al sol; un caro espect¨¢culo sabroso para los medios y escaso en resultados.
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