Comprar el pan en la era del coronavirus
La aventura de salir de casa e ir a una tienda en una ciudad rara y vac¨ªa
Bajo a comprar el pan y, de las varias panader¨ªas de mi barrio, elijo ¨Cperd¨®nenme- la m¨¢s lejana. El cielo es una l¨¢mina gris y abstracta. No hace fr¨ªo; tampoco calor. Camino por el bulevar de Sainz de Baranda con mi bolsa de tela vac¨ªa en la mano. Hay una se?ora mayor que viene de frente y se aparta al cruzarse conmigo. Yo hab¨ªa pensado en apartarme tambi¨¦n. No me mir¨® al hacerse a un lado, no disimul¨®. Yo puedo estar infectado. Ella tambi¨¦n.
Se oye el ruido de unos pocos coches, de un autob¨²s algo fantasmal que pasa completamente vac¨ªo. El quiosco de peri¨®dicos est¨¢ abierto, pero no veo al vendedor, al que supongo metido dentro. Percibo algo raro en la calle pero no consigo adivinar qu¨¦ es. Hay muy poca gente pero no menos que un domingo de invierno a las nueve o las diez de la ma?ana. Se oyen algunos p¨¢jaros: esto tambi¨¦n es inusual. Pero tampoco es eso lo que llama la atenci¨®n.
En la esquina con Narv¨¢ez hay una cola extra?a que parece surgir de ninguna parte y que parece no acabar en ning¨²n sitio. Hay m¨¢s de dos metros entre cada una de las siete personas que la forman. Me fijo mejor y veo que esa cola deshilachada es la de mi panader¨ªa. Era dif¨ªcil descubrirlo porque el primero de la fila aguarda a tres metros de la puerta de la tienda. De las siete personas dos llevan mascarilla: una mujer embarazada y un se?or muy mayor. La cola ocupa media manzana, dobla la esquina y termina en el paso de peatones. Hay una chica de pelo corto que no s¨¦ si espera a cruzar la calle o a comprar el pan.
Pasa un hombre con gafas de sol, impermeable con la capucha puesta, mascarilla azul, pantalones de pl¨¢stico y botas de agua. Siento una especie de ahogo al verle. Oigo el pitido intermitente del sem¨¢foro que avisa a los ciegos de que est¨¢ verde para los peatones. Sigue circulando, de vez en cuando, alg¨²n coche, alguna moto. Un chico joven que fuma un cigarro se coloca a unos metros detr¨¢s de m¨ª.
La cola avanza r¨¢pidamente. No tengo que esperar m¨¢s que cualquier otro d¨ªa antes de que se decretara el estado de alarma. Compro el pan de siempre, me atiende la dependienta de siempre, me cobra lo de siempre. Y sin embargo, sigo sintiendo algo muy raro que no consigo identificar. Al salir de la panader¨ªa veo a un hombre que lleva guantes de pl¨¢stico saludar a un conocido que aguarda en la cola. Lo hace en voz muy alta, a m¨¢s de un metro y medio, sin tocarse. Me doy cuenta entonces de que lo que me extra?aba era que no se o¨ªa a nadie hablar. Se oye el tr¨¢fico escaso, los p¨¢jaros, el molesto chirrido de insecto del sem¨¢foro, pero no se oye ninguna conversaci¨®n. No he o¨ªdo a nadie hablar con nadie desde que sal¨ª de casa. Porque no hay nadie que camine junto a nadie. Porque no hay nadie que se siente junto a nadie. El mundo se ha vaciado de voces humanas. Me acuerdo con espanto del tipo del impermeable con capucha, la mascarilla azul y las gafas de sol. Me lo imagino avanzando a¨²n por la calle de Narv¨¢ez.
Yo, por mi parte, camino de vuelta por el paseo central de Sainz de Baranda con mi bolsa de tela llena en la mano. Me aparto al ver que se acerca un chico joven. T¨² puedes estar contaminado. Yo tambi¨¦n. Pienso en que lo ¨²nico bueno de la pesadilla es que m¨¢s pronto o m¨¢s tarde terminar¨¢. Imagino c¨®mo ser¨ªa un mundo eternamente as¨ª, hostil, venenoso, en este silencioso estado de alerta, bajo el cielo l¨ªvido y abstracto de esta ma?ana. Acelero el paso. Quiero volver a casa. En mi casa, pienso, reina a¨²n la vida de antes, con los colores de antes, la vida de verdad. Pienso que no s¨¦ cu¨¢l es la vida de verdad, si la de afuera o la de dentro, y me asusto, como la se?ora que se apartaba de m¨ª hace un cuarto de hora. Meto la llave en la cerradura del portal. Ma?ana elegir¨¦ la panader¨ªa m¨¢s cercana.
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