Ray Bradbury: el futuro era un arma cargada de poes¨ªa
Se conmemora el centenario del nacimiento de Ray Bradbury, poeta del futuro, menos interesado en predecirlo que en advertirnos de sus consecuencias

Verano de 1963. La revista Playboy publica en sus ediciones de julio y agosto las dos entregas de su panel sobre las tendencias que marcar¨ªan el futuro con el orweliano t¨ªtulo 1984 & beyond. Es el resultado de un encuentro con 12 de los m¨¢s reputados escritores de ciencia ficci¨®n. Hombres ¡°cuyos sue?os y pesadillas han demostrado ser prof¨¦ticos¡±. Entre ellos Isaac Asimov, Arthur C. Clarke y Ray Bradbury. La revista del conejito no era nueva para Bradbury. Hefner le hab¨ªa pagado 400 d¨®lares por publicar por partes en 1954 una historia de bomberos que queman libros, Fahrenheit 451, que acabar¨ªa formando, con 1984 y Un mundo feliz, la sant¨ªsima trinidad de las distop¨ªas futuristas.
El tono del debate es muy alejado del de la novela. El optimismo inunda sus predicciones. Vuelos interplanetarios y estaciones espaciales para habitar la Luna en los 70. Venus Y Marte en los 80. Robots que realizan los trabajos m¨¢s pesados y permiten semanas de cuatro d¨ªas laborables y vacaciones pagadas de tres meses en las que La Luna ser¨ªa un destino m¨¢s econ¨®mico que Australia. Sustancias qu¨ªmicas capaces de potenciar nuestras capacidades cerebrales y ¡°expandir¡± nuestras posibilidades.Y por supuesto, vida eterna.

M¨¢s de 35 a?os despu¨¦s del horizonte fijado, ninguno de sus augurios se ha cumplido. El videoartista Gerard Byrne present¨® en la Tate Gallery de Londres una instalaci¨®n que reconstru¨ªa el encuentro. La obra jugaba con la extra?a sensaci¨®n de ver a 12 hombres blancos de mediana edad hacer err¨®neas conjeturas sobre un futuro que para nosotros ya es pasado. La experiencia quiere reflexionar sobre nuestra visi¨®n del futuro y sobre nuestra obsesi¨®n por adivinarlo justificando que ya otros lo consiguieron. Por eso en este centenario del nacimiento de Ray Bradbury (1920-2012) leeremos repetidamente que Fahrenheit 451 anticip¨® la llegada de las pantallas planas, que las conchas que utilizaba la mujer de Montag se parecen a los airpods que Apple presentar¨ªa 65 a?os despu¨¦s o que una universidad japonesa acaba de presentar un prototipo que se asemeja al sabueso mec¨¢nico de la novela.
Como escuchamos de forma recurrente que Julio Verne predijo el submarino, Wells, la bomba at¨®mica; Orwell, la cibervigilancia; y Gibbson, el ciberespacio (aunque cualquiera que haya le¨ªdo al patriarca del ciberpunk sabe que poco tiene que ver su concepto con el actual desarrollo de las redes). Arqueolog¨ªa del futuro para convencernos de que es posible preverlo. El deseo de conocer el porvenir es tan antiguo como el hombre. Como explica Yuval Noah Harari, lo que nos diferencia a los homo sapiens del resto de hom¨ªnidos es nuestra capacidad de creer en cosas que solo existen en nuestra imaginaci¨®n. Un potencial que nos permite creer en religiones, naciones o en ese abstracto concepto que llamamos futuro. Un futuro que hasta finales del siglo XVIII era poco m¨¢s que un inevitable destino, como el que esperaba a Tebas y Edipo, pero que se convirti¨® en la promesa de un mundo mejor al calor de la Revoluci¨®n Francesa y vivi¨® su m¨¢ximo esplendor en los albores del siglo XX, que empez¨® con la utop¨ªa futurista y termin¨® sumido en la nostalgia como explicaba Svetlana Boym en El futuro de la nostalgia.
Pero los avances tecnol¨®gicos en los textos de Bradbury (como en los de Huxley, Orwell o antes Zamiatin) son poco m¨¢s que un McGuffin hitchcockiano. C¨®mo ¨¦l mismo afirm¨® en repetidas ocasiones, no trataba de predecir el futuro, sino de prevenirnos de ¨¦l. Una Casandra contempor¨¢nea cuyas advertencias ignoramos como los troyanos hicieron con el aviso de su princesa sobre aquel majestuoso caballo de madera. Nuestra fascinaci¨®n por la t¨¦cnica del futuro parece proporcional a nuestra capacidad de obviar los avisos sobre su impacto, nadie quiere escuchar a Casandra.
Por eso, a Bradbury le interesa m¨¢s la ficci¨®n que la ciencia, m¨¢s la poes¨ªa que la tecnolog¨ªa. Por eso sus historias del futuro aplican a todos los presentes. Sus ¡°deleitables terrores¡± hac¨ªan preguntarse a Jorge Luis Borges en el pr¨®logo a la primera edici¨®n espa?ola de Cr¨®nicas Marcianas ¡°?qu¨¦ ha hecho este hombre para que episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad? ?C¨®mo pueden tocarme estas fantas¨ªas, y de una manera tan ¨ªntima?¡± Y es que Bradbury fue un poeta del futuro, como aquel al que escrib¨ªa Luis Cernuda. Sus artilugios no eran los cohetes ni las pantallas planas sino la alegor¨ªa y el s¨ªmbolo y es en esa curiosidad por lo real que permanece debajo de la ficci¨®n donde se encontraban el porte?o y el de Illinois, creyentes, por encima de todo, en el poder de las historias.
Bradbury, que no hab¨ªa ido a la universidad, se hab¨ªa formado con ellas. Leyendo durante horas en esas bibliotecas que ¨¦l, como Borges, adoraba. En una de ellas, con una m¨¢quina de escribir alquilada, escribi¨® uno de los m¨¢s bellos alegatos sobre el valor de esas historias: Fahrenheit 451. ¡°Era un placer quemar¡±, dif¨ªcil escapar de la poderosa imagen de los libros ardiendo. M¨¢s dif¨ªcil a¨²n en 1953, cuando el libro fue publicado, solo 20 a?os despu¨¦s de que la NSDB, la federaci¨®n nazi de estudiantes, hiciera arder las obras de jud¨ªos, marxistas y pacifistas en la Plaza de la ?pera de Berl¨ªn y en otras 21 ciudades universitarias en el punto ¨¢lgido de la ?Acci¨®n contra el esp¨ªritu antialem¨¢n? que empez¨® quemando libros y termin¨® quemando personas como escribi¨® Heinrich Heine.
No eran nuevas estas piras en la literatura -el barbero y el cura ya quemaron los libros del Quijote-, ni la manipulaci¨®n de los textos -Winston Smith reescribe los libros de historia en 1984-, ni el desprecio a las ficciones, en Par¨ªs, siglo XX de Julio Verne, las librer¨ªas no saben qui¨¦nes son V¨ªctor Hugo y Balzac y solo tienen ¡°libros t¨¦cnicos y poes¨ªa cient¨ªfica¡±, pero Bradbury a?adi¨® su visi¨®n humanista con ese esperanzador final de los hombres-libro y la supervivencia de las historias. Porque lo que aterraba a Bradbury no eran los bomberos, sino que su tarea fuera innecesaria: ¡°Porque no hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe¡±, escribi¨® en 1993 en Fuego Brillante como prefacio de una nueva edici¨®n de su m¨¢s conocida novela.
Unos a?os antes, en 1985, Neil Postman escrib¨ªa Divertirse hasta morir en el que planteaba que era Huxley y no Orwell el que hab¨ªa acertado con su visi¨®n dist¨®pica. Una sociedad en la que, como tem¨ªa Bradbury, no es necesario censurar libros porque nadie est¨¢ interesado en leerlos, no es preciso privarnos de informaci¨®n porque hay tant¨ªsima que es irrelevante, no hace falta un gran hermano porque todos estamos viendo Gran Hermano. Postman describ¨ªa el efecto a posteriori de esas advertencias que Huxley o Bradbury hicieron a priori. El efecto adormecedor de las grandes revoluciones culturales del siglo XX, la mayor¨ªa de las cuales se enchufaban a la pared: la radio, el televisor y finalmente el ordenador. El ocio hab¨ªa sustituido a la religi¨®n como opio del pueblo.
Los tiempos han cambiado desde los 80 de Postman, pero no tanto. Ya no hace falta enchufar las pantallas y se pueden llevar en el bolsillo en vez de colgarlas en la pared. La primera potencia del mundo no la gobierna un actor sino un presentador de televisi¨®n que, como en la distop¨ªa de Bradbury, odia leer. En El Fuego y la Furia, el discutido retrato que Michael Wolff hizo de Donald Trump, el plan favorito del presidente es meterse en la cama a las 18:30 con una hamburguesa con queso a ver simult¨¢neamente los tres televisores de su dormitorio mientras tuitea desde su tel¨¦fono m¨®vil.
Esa tercera pantalla era el sue?o de Mildred, mujer del protagonista de Fahrenheit y encarnaci¨®n m¨¢xima de esa superficialidad que la novela critica y de la que cada vez somos m¨¢s part¨ªcipes. Las redes sociales, herederas de esos familiares desconocidos que hablaban a Mildred desde la pantalla plana, usan la personalizaci¨®n del gran hermano de Orwell para construir el mundo feliz de Huxley. Hoy no quemamos libros pero nos atrevemos a resumirlos en 280 caracteres de Twitter o una foto con filtros de Instagram. Y m¨¢s all¨¢ de eso, el data¨ªsmo imperante propone el dogma de los datos como ¨²nica y absoluta verdad. Todos convertidos en los hombres-n¨²mero del Nosotros de Zamiatin. Las personas y las historias reducidas a una ingente cantidad de datos ignorando esas ¡°variables no numerables¡± que para Deleuze y Guattari eran el ¨²ltimo reducto del diferente. Ya hablaba de datos el Capit¨¢n Beatty, perverso jefe de los bomberos pir¨®manos en Fahrenheit 451,¡±Atib¨®rralos de datos no combustibles, l¨¢nzales encima tantos ?hechos? que se sientan abrumados... Entonces tendr¨¢n la sensaci¨®n de que piensan. Tendr¨¢n la impresi¨®n de que se mueven sin moverse. Y ser¨¢n felices¡±.
A?os antes de Fahrenheit 451, Bradbury ya hab¨ªa abordado el tema de la censura y el desprecio a las historias en Usher II. En ella, William Stendahl, experto en literatura, se retira a Marte huyendo de la Tierra donde las obras literarias, cinematogr¨¢ficas y teatrales que tuvieran un tema fant¨¢stico estaban prohibidas. All¨ª construye una mansi¨®n id¨¦ntica a la de La ca¨ªda de la casa Usher de Edgar Allan Poe. Cuando todo est¨¢ listo, Stendahl invita a su nueva atracci¨®n a un grupo selecto de los responsables de la prohibici¨®n de la ficci¨®n: ¡°miembros de la Sociedad de la Represi¨®n de la Fantas¨ªa, enemigos de la fiesta de los Muertos y del d¨ªa de Guy Fawkes, cazadores de murci¨¦lagos, incendiarios de libros, portadores de antorchas; ciudadanos pac¨ªficos y limpios¡±. A mitad de la fiesta, robots dirigidos por Stendahl comienzan a asesinar a los invitados imitando los cr¨ªmenes descritos por Poe. Tal vez hoy los enemigos de estos robots defensores de la literatura ser¨ªan influencers, data¨ªstas, tertulianos televisivos, coach y directivos de marketing empe?ados en crear mensajes simples que construyen esa falsa felicidad del que cree saberlo todo. La manera de vencerlos, seguir leyendo libros, peri¨®dicos, revistas o cualquier otra cosa que nos permita seguir haci¨¦ndonos preguntas.
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