El f¨²tbol, el campo del amor masculino
El f¨²tbol es una muestra suprema de algo que tambi¨¦n suele caracterizar a cierta masculinidad heterosexual: un tipo peculiar de homoerotismo
Como tantas otras im¨¢genes de nuestro tiempo, esta arroja poco asombro en quien la contempla: cuerpos vestidos con la camiseta del equipo de f¨²tbol nacional. El Gobierno colombiano hizo un llamado para que sus adherentes se sumaran a las marchas del pasado 1 de mayo, d¨ªa del trabajo, y apoyar as¨ª sus reformas, tan controvertidas y disputadas. Y all¨ª estaba, entre las banderas, los carteles, y las estelas de movimientos sociales, la imagen; muchas de esas camisetas a la vista. Parece ser el signo de un fervor compartido. Porque las mismas camisetas han figurado en las movilizaciones de los segmentos tradicionales, reacios opositores al Gobierno, a sus propuestas y medidas. Cuando del bipartidismo feroz que jalona a Colombia y sus fuerzas pol¨ªticas, un sentido de nacionalismo parece confluir en este objeto del estilo. Si hay patriotismo futbol¨ªstico, ¨Dsi la selecci¨®n nacional tiene algo que demostrar en la cancha¨D los representantes pol¨ªticos de los frentes m¨¢s opuestos, las personas de las castas sociales m¨¢s variadas coincidir¨¢n en el uso de esta prenda de vestir. No son habituales semejantes consensos en este pa¨ªs.
?Qu¨¦ es el f¨²tbol en cierto mundo masculino? ?Cu¨¢les son sus s¨ªmbolos y qu¨¦ nos dicen? Grandes se?ores de la literatura y el periodismo narrativo han dedicado sus plumas febriles al f¨²tbol, lo s¨¦. Viv¨ª en Buenos Aires y med¨ª algo del alcance que puede tener este frenes¨ª. Ador¨¦ la columna de la inmensa Leila Guerriero donde se enlazaba el triunfo de la selecci¨®n de Argentina con las caminatas apacibles de su padre por el campo. El adorado escritor Paul Auster ten¨ªa, por ejemplo, un fervor importante por el b¨¦isbol de su pa¨ªs. Como una mujer que ama a los hombres, puedo encontrar en esos gustos, aparentemente comunes, pedestres, cierto encanto.
Para explicar su penetrante atractivo, el cr¨ªtico cultural Guy Trebay argumentaba que la moda es una esfera que, como el deporte, est¨¢ ampliamente poblada por personas de aspectos impresionantes haciendo cosas que son legibles sin la ayuda de las palabras. Somos, dice, una cultura cuyo inter¨¦s en la imaginer¨ªa es definitivo. El f¨²tbol, en este caso, ha producido tambi¨¦n eso mismo: iconos, imaginarios, escenas memorables.
Desde el a?o pasado, est¨¢n disponibles en Netflix varios documentales sobre grandes figuras futbol¨ªsticas. Con el de David Beckham, mi mirada fue deleitada. Conmueve la f¨¢bula del tenaz muchacho de clase trabajadora que, bajo el insistente apremio y entusiasmo del padre, alcanza a vestir el uniforme y jugar para la cancha de su equipo amado. Toda esa gloria, esas historias bellas de ascensos impensados, de sue?os enormes que se concretan. Como ese otro precioso documento, The Last Dance, el retrato de Michael Jordan, luminaria incomparable, los Chicago Bulls, la d¨¦cada de los noventa, esa l¨²dica, las dimensiones ingentes de las celebridades del momento, el espect¨¢culo. Im¨¢genes de cuerpos deslumbrantes haciendo cosas que no necesitan mucha explicaci¨®n. El embrujo, puedo verlo.
En la historia de Beckham, adem¨¢s, el uso sin precedentes de su belleza, su amor largo con otra estrella. Aturde y descompone el matoneo truculento del que fue objeto. Las violencias a las que fue sometido Beckham, escupido, repudiado, se?alado, condenado. Todo por los sentimientos volubles y alterados que levanta el f¨²tbol en quienes lo tienen por algo importante. En el documental sobre otro icono de similar talante, Figo, hay escenas como en las de Beckham de latas y botellas lanzadas a su cuerpo mientras intentan jugar, apabullantes abucheos, insultos en la calle, agresi¨®n que parece venir de un pozo oscuro y visceral.
Como tantos de ustedes, caballeros, que sentir¨¢n fr¨ªa indiferencia hacia la espectacularidad deslumbrante de la moda, he sido igualmente intocada por las fiebres del f¨²tbol. Se llega a este mundo como una incauta visitante. Y como una mujer que tambi¨¦n mira intensamente a los hombres, debo permitirme la siguiente claridad: el f¨²tbol parece ser uno de los grandes lugares donde s¨ª se permiten intensos sentimientos masculinos. Se trata de un mundo que despierta apegos feroces, inmensas alegr¨ªas, penas atroces. Imposible no sentir una conmoci¨®n gustosa al ver a Buenos Aires, colmada de su gente, tras un triunfo largamente anhelado. La comunidad, la fiesta.
Ser hombre es algo que tambi¨¦n se aprende. Y en las reglas, prescripciones, c¨®digos de conducta, gestos y actitudes que, se ense?an, pueden constituir al var¨®n verdadero, el que clasifica para los inventarios de una masculinidad dominante, el sentimentalismo no es exactamente uno de los marcadores deseables. Los sentimientos pertenecen al inconsecuente mundillo de las mujeres. Si se piensa, lo masculino se ha basado con mucha frecuencia en negar aquello que se percibe como femenino, es decir, inferior, deleznable. No se llora. No se es ni?a. No se teme. No se muestra duda ante s¨ª mismo. No se es d¨¦bil. Y, sin embargo, en el f¨²tbol, incontables varones aparecen llorando sin pudor, se conmueven entre ellos; gritan, se tocan (se tocan bastante, de hecho); se dejan derramar, p¨²blicamente, sin compostura, las m¨¢s alteradas pasiones.
Mi teor¨ªa es que el f¨²tbol es una muestra suprema de algo que tambi¨¦n suele caracterizar a cierta masculinidad heterosexual: un tipo peculiar de homoerotismo. Respingan, s¨ª. Perm¨ªtanme una distinci¨®n fundamental. Si bien el t¨¦rmino homoerotismo remite a la posibilidad de pasi¨®n sexual, mi mirada lo trata m¨¢s en torno al sentimiento amoroso. Podr¨ªa ser m¨¢s adecuado el concepto de homofilia. Amor a los iguales. Porque en el fondo es eso: el amor como una forma de identificarse con el otro, de verlo como igual y, por ende, de ser conmovido y afectado por ¨¦l. El f¨²tbol es lugar para arrebatos febriles, emociones ¨¢lgidas y despliegues emocionales porque, en el fondo, los hombres sienten amor hacia los que se mueven en las canchas que miran. Es una curiosa contradicci¨®n. Especialmente si se mira en el mundo de la heterosexualidad.
?Qu¨¦ pasa cuando tantos hombres aprenden a repudiar lo femenino, a extirparlo de s¨ª mismos, pero dicen sentirse atra¨ªdos y a amar a las mujeres? Es la tragedia del amor heterosexual en el marco de la misoginia. Esa aversi¨®n por lo femenino no siempre es consciente. As¨ª como se aprende a que ciertas cosas son verazmente viriles, as¨ª tambi¨¦n la cultura de la misoginia ense?a a los hombres a ver a las mujeres como una alteridad, un ser ajeno, otro, distinto. Como dec¨ªa la escritora Vivian Gornick a prop¨®sito del escritor de tierno coraz¨®n Richard Ford, ¡°las mujeres no le recuerdan a s¨ª mismo¡±.
Por eso hablo de homoerotismo. Por eso se puede hablar de homofilia pero en clave masculina. Porque los hombres son ense?ados a amarse entre ellos mismos. No necesariamente porque se deseen en el plano sexual, pero s¨ª porque son ense?ados a identificarse sobre todo con otros hombres. ?No es eso el amor al final, identificarse lo suficiente con el otro como para verse reflejado en su presencia? Eso tambi¨¦n es el f¨²tbol para m¨ª. Un gran panorama de hombres identific¨¢ndose entre ellos mismos, permiti¨¦ndose, por ende, modos tan expresivos. El futbolista es el rockstar, claro, el deporte es l¨²dica, es el resquicio del hero¨ªsmo. Y el verdadero amor es algo que niega muchas veces la misoginia: admirar al otro, contemplarlo con asombro y reconocimiento, considerarlo, verlo como igual. All¨ª late una de las grandes contrariedades de la heterosexualidad. Un segmento noticioso y deportivo lo puede confirmar: cualquier medio d¨ªa, pueden transmitirse m¨¢s de 15 minutos de tomas visuales de cuerpos masculinos, que preparan, entrenan, que hacen declaraciones seriec¨ªsimas. Y all¨ª, embelesada, identificada, la mirada masculina.
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