Un mes de terror sin tregua en el Catatumbo: ¡°Mis hijas se est¨¢n muriendo, me estoy volviendo loca¡±
Una familia queda en medio del fuego cruzado entre los dos grupos ilegales que se disputan la zona. Hab¨ªan regresado una semana antes, tras un mes de huida, y han vuelto a abandonar el campo con un duelo en el alma y sin esperanza en el futuro
Do?a Blanca Parada (Tib¨², 49 a?os) se aferra al f¨¦retro blanco como si a¨²n pudiera sostener el cuerpo de la menor de sus hijas. La rodean una decena de familiares. Todos llegaron desplazados hasta C¨²cuta, una ciudad fronteriza en el noreste de Colombia, viviendo de refugio en refugio, con la vida en un morral y un par de bolsas. Su hija Johanna Qui?ones (Puerto Concha, Venezuela, 18 a?os) es una de las 64 v¨ªctimas mortales de la renovada guerra en la regi¨®n rural aleda?a, conocida como el Catatumbo. Cay¨® herida el viernes 14 de febrero, con dos balas del fuego cruzado entre guerrilleros del ELN y miembros de la disidencia conocida como Frente 33, que tras una semana de tregua se citaron para enfrentarse a tiros en una carretera que conduce del municipio de Tib¨² a El Tarra. La casa de los Qui?ones, en la vereda Villa del R¨ªo, qued¨® justo en medio de las casi tres horas de combate, entre la vivienda y una escuela infantil.
Llevaban apenas una semana de vuelta en la casa de paredes y techos de madera. Antes, durante un mes, estuvieron desplazados: hombres del Ej¨¦rcito de Liberaci¨®n Nacional (ELN) ordenaron desocupar toda la vereda en la madrugada del 16 de enero. Cuando iniciaron los disparos, sobre las nueve de la ma?ana, do?a Blanca preparaba el desayuno para sus hijos y nietos. Johanna estaba en una de las habitaciones con sus tres sobrinos peque?os, de dos, tres y cinco a?os. Alejandra, su hermana de 25, la acompa?aba. Se lanzaron al piso, se arrastraron, buscaron a los m¨¢s peque?os y los protegieron, envolvi¨¦ndolos en posici¨®n fetal. Y lograron custodiarlos, pero no a s¨ª mismas. A ambas las alcanzaron las balas.
Los dos disparos que recibi¨® Johanna atravesaron las tablas de madera de la cocina y la impactaron en la cabeza. Casi al mismo instante, Alejandra sinti¨® un fogonazo entre la pierna y la cadera. Ambas gritaron pidiendo auxilio, con los ni?os sobre su pecho, pero las balas no pararon. Do?a Blanca se arrastr¨® por el suelo para intentar socorrerlas e intent¨® frenar la sangre que ya hac¨ªa un charco bajo sus cuerpos. Cuando los disparos se acallaron, casi tres horas despu¨¦s, y una tanqueta del Ej¨¦rcito se asom¨® por la vereda, los combatientes hab¨ªan huido monte adentro.
Blanca se lanz¨® a la v¨ªa, en el camino del blindado, sin miedo a ser arrollada. Necesitaba que sus s¨²plicas fueran escuchadas. ¡°Los militares me gritaron que si estaba loca, que c¨®mo se me ocurr¨ªa atravesarme as¨ª. ¡®S¨ª, estoy loca¡¯, les dije. ¡®Mis hijas se est¨¢n muriendo y me estoy volviendo loca¡±, recuerda, sentada sobre una silla pl¨¢stica en el parque abandonado del refugio de desplazados La Mechita, en Tib¨². Apenas han pasado cinco horas desde que su vida cambi¨® para siempre.
La Mechita es el refugio de desplazados m¨¢s grande de Tib¨², creado por la Alcald¨ªa para enfrentar una crisis humanitaria que suma por lo menos 50.000 personas arrojadas de sus viviendas a la fuerza. Es un predio privado, con un sal¨®n abierto en la mitad y espacio para albergar unas 250 personas, en el que se han llegado a amontonar 100 m¨¢s. Para mantener un m¨ªnimo de cohesi¨®n y vida comunitaria, quienes all¨ª se refugian se dividen por veredas, y as¨ª tambi¨¦n se distribuyen las labores de cocina, vigilancia y limpieza. Antes de que el lugar fuera un refugio, era el sal¨®n donde se llevaban a cabo los di¨¢logos entre las disidencias del Estado Mayor Central, al mando de Andrey Avenda?o, y el Gobierno. ¡°Centro de conversaciones para la Paz Total¡±, se lee en una de las paredes del lugar. ¡°Eso ha hecho que tambi¨¦n nos estigmaticen, porque el ELN nos se?ala de ser afines al EMC de las FARC, solo por estar aqu¨ª¡±, dice una lideresa del lugar.
Do?a Blanca mantiene la mirada clavada en el suelo y, de vez en cuando, susurra oraciones por sus hijas. Johanna y Alejandra han sido trasladadas en ambulancia hasta C¨²cuta, a unas tres horas de camino. ¡°No las quisieron llevar en helic¨®ptero¡±, dice con resignaci¨®n. Se las llevaron por carretera, m¨¢s de 126 kil¨®metros azarosos con las balas enclavadas en el cuerpo. Despu¨¦s del enfrentamiento, Blanca y su familia volvieron a ser desplazados. Se volvieron a echar al hombro las maletas con las que hab¨ªan retornado, regresaron al mismo refugio que abandonaron con esperanza, porque el conflicto hab¨ªa cedido. Eran ella, sus hijos Mar¨ªa y Jos¨¦ Miguel, sus cu?ados Junior y Javier, sus cuatro nietos peque?os. Apenas tienen un colch¨®n para los nueve, y el dolor y la incertidumbre por Johanna y Alejandra.
Se apaga el d¨ªa y Blanca agarra el celular a la espera de alguna llamada. Espera novedades desde el hospital Erasmo Meoz. Son las siete de la noche de un viernes, lo que en otros lados o en otros tiempos es sin¨®nimo de descanso, de fiesta, de reuni¨®n familiar. Camina por el refugio en c¨ªrculos. Se niega a recibir bocado. Cuando a Michelle, de 5 a?os, le preguntan por su mam¨¢, responde tajante: ¡°La mataron¡±. Alejandra est¨¢ en una unidad de cuidados intensivos en la capital, pero la ¨²ltima vez que los ni?os la vieron estaba tendida en el piso. ¡°Fueron ellos¡±, dice la peque?a cuando ve a la polic¨ªa militar que custodia con fusiles el refugio. ¡°Como los guerrilleros estaban tambi¨¦n de uniforme, cree que son los mismos¡±, explica su abuela. Michelle se levanta y se va a jugar.
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Ha pasado un mes desde que la guerra incendi¨® el Catatumbo. No hay una salida ni una tregua a la vista. La violencia, por tanto tiempo latente o apenas perceptible, estall¨® el 16 de enero, cuando la ¨²ltima guerrilla en armas del pa¨ªs atac¨® a los grupos de disidentes de las extintas FARC, as¨ª como a algunos firmantes del acuerdo de paz de 2016, que en su momento gener¨® tantas esperanzas en el pa¨ªs y en los catatumberos. Desde entonces, los muertos se cuentan por decenas. Hasta el 18 de febrero, el Ministerio de Defensa ten¨ªa reportes de 63 fallecidos: 33 en Tib¨², 21 en Teorama, seis en El Tarra, uno en San Calixto, otro en Hacar¨ª y uno m¨¢s en Oca?a. La situaci¨®n ha sido calificada, casi de manera un¨¢nime, como la peor crisis humanitaria de las ¨²ltimas d¨¦cadas en Colombia.
El comandante del Ej¨¦rcito, el general Luis Emilio Cardozo dijo el 24 de enero que esperaba ¡°en una o dos semanas¡± tener el control de los puntos m¨¢s cr¨ªticos. El ministro de Defensa saliente, Iv¨¢n Vel¨¢squez, dijo en ese momento que no se permitir¨ªa ning¨²n plan de retorno en tanto no se pudieran garantizar las condiciones de seguridad. Un mes despu¨¦s, eso sigue sin ocurrir. Y el hambre apremia en los refugios. La lideresa de La Mechita, dice con reserva que ¡°el Gobierno no entiende que la gente retorna por necesidad¡±. ¡°A uno nadie le va a responder si se le pierde una gallina, un cerdo, un cultivo. Ac¨¢ estamos resguardados, pero necesitamos trabajar¡±. Lo dice mientras explica que varios de los desplazados en Tib¨², pernoctan en ese lugar, pero vuelven a las veredas en guerra a trabajar durante el d¨ªa.
El enfrentamiento qued¨® registrado en un video que grab¨® uno de los combatientes. A Mar¨ªa Qui?ones, una de las hermanas de Alejandra y Johanna, le llega el clip al celular. ¡°Son tan descarados que se graban y lo difunden¡±, dice con dolor. El video lo reproduce una y otra vez. Se rotan el tel¨¦fono entre ellos en silencio, y se?alan, con el dedo sobre la pantalla, la imagen de su casa, que se alcanza a ver entre las balas.
El presidente Petro calific¨® las acciones del ELN como cr¨ªmenes de guerra, y orden¨® suspender la mesa de paz con la guerrilla, que ya estaba congelada desde mayo de 2024. La situaci¨®n, adem¨¢s, lo llev¨® a declarar la conmoci¨®n interior y a emitir decretos destinados a proteger a la poblaci¨®n. Es tambi¨¦n uno de los golpes m¨¢s graves que ha sufrido su pol¨ªtica de paz total, con la que esperaba llegar a un acuerdo que desmovilizara a la guerrilla durante su mandato y que ahora se antoja imposible.
Jes¨²s Gabriel S¨¢nchez, p¨¢rroco en Tib¨² y delegado de la comisi¨®n de paz de la Iglesia cat¨®lica, habla desde su oficina, que tiene una vista privilegiada hacia un costado del parque central. ¡°Ah¨ª mataron a un se?or ayer a esta misma hora¡±, se?ala con el dedo. Y reconoce, sin tapujos, que ning¨²n grupo armado tiene verdadera voluntad de paz. ¡°Como Iglesia lo sabemos. Es algo real. A ellos no les interesa entregar las armas ni reincorporarse a la vida civil porque ese mundo ilegal es un negocio, y ha sido su estilo de vida¡±. No por ello, argumenta, deja de apoyar los procesos de paz: ¡°Valen la pena porque al menos ayudan a menguar o disminuir la intensidad del conflicto¡±. Termina la entrevista y se dirige a una vereda, donde intentar¨¢ mediar con un guerrillero para lograr la liberaci¨®n de una persona secuestrada. Despu¨¦s celebrar¨¢ una misa.
Tib¨², el municipio m¨¢s poblado del Catatumbo, permanece militarizado desde el 24 de enero, cuando, tras una semana sangrienta, el Ej¨¦rcito logr¨® desplegarse en la zona. Aun as¨ª, a plena luz del d¨ªa se siguen cometiendo homicidios en el parque, la avenida principal y la plaza de mercado. La tensi¨®n se percibe en la forma en que los habitantes miran a los extra?os. La mayor¨ªa de motos, camiones, carros y viviendas llevan banderas blancas improvisadas. Algunas son retazos de bolsas pl¨¢sticas colgadas con palos de escoba. Como medida de autoprotecci¨®n, la gente evita exponerse en sitios p¨²blicos. En esa primera semana del conflicto, llegaron 4.500 desplazados a un casco urbano que alberga poco m¨¢s de 22.000 personas. Son tantos que ya ninguna entidad sigue contando cu¨¢ntos son.
Jaime Botero, presidente de la asociaci¨®n de juntas de acci¨®n comunal de Tib¨², es una de las principales fuentes de informaci¨®n sobre los ataques armados en la zona rural. L¨ªder de estas organizaciones campesinas de base, abre su celular sin cautela y muestra los grupos de WhatsApp donde llegan mensajes reenviados del ELN, listados con nombres, apellidos y fotos de las personas a quienes los grupos van amenazando de muerte. ¡°En Catatumbo es m¨¢s f¨¢cil conseguir una cita con un grupo armado, que con el Gobierno¡±, afirma.
Dice que la situaci¨®n le recuerda a la guerra que se vivi¨® en Catatumbo hace 20 a?os, cuando los paramilitares llegaron a tomarse la regi¨®n ¡ªrica en coca, cebolla y petr¨®leo¡ª tambi¨¦n con listados en la mano. ¡°La modalidad es casi la misma, solo que ahora estos grupos tienen una legitimidad pol¨ªtica a la que nadie ha sabido hacerle frente¡±, cuenta. Desde que el conflicto se recrudeci¨®, los guerrilleros han asesinado a 14 l¨ªderes comunales como Botero y, al menos, 20 m¨¢s se han desplazado. ¡°Me dejaron solo, pero no los juzgo. Se fueron para proteger su vida. De pronto yo deber¨ªa hacer lo mismo¡±, dice con tono de resignaci¨®n y la mirada baja.
Las ayudas humanitarias han menguado, y los desplazados miran con desconfianza a las instituciones. ¡°Antes llegaban mercados grandes, ahora llegan sobras y cosas rotas¡±, cuenta una lideresa del refugio La Mechita. Frente a la parroquia principal, Silvia Arocoshimana, lideresa ind¨ªgena Bari de la Asociaci¨®n de Madres por el Catatumbo, explica que su organizaci¨®n se encarga de atender a algunos de los m¨¢s vulnerables: mujeres y ni?os. Saca del bolsillo una hoja de papel arrugada con los nombres de mujeres confinadas en sus resguardos desde hace un mes. ¡°No tienen ni toallas higi¨¦nicas¡±, asegura. ¡°Est¨¢n usando hojas de pl¨¢tano o los pa?ales de sus propios hijos para gestionar la regla¡±.
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La noche del 14 de febrero en Tib¨² fue ruidosa y violenta. Despu¨¦s del enfrentamiento en el que Johanna y Alejandra resultaron heridas, una veintena de militares y polic¨ªas llegaron en la noche para custodiar la zona comercial y hacer cumplir el toque de queda decretado por la Alcald¨ªa a las diez de la noche. Dos horas despu¨¦s, casi a la medianoche, dos artefactos explosivos sacudieron el cuartel militar, sede de un batall¨®n de ingenieros, estremeciendo al pueblo. Nadie sabe si fueron ¡°ensayos¡± del Ej¨¦rcito o un ataque, pero todos coinciden en que cada noche hay estallidos de ese tipo. ¡°A uno ya no le asusta que explote algo; lo que verdaderamente da miedo es escuchar las balas¡±, dice do?a Blanca, mientras se prepara para viajar a C¨²cuta a ver a sus hijas.
Mientras viajaba, en la ma?ana del s¨¢bado, Johanna falleci¨® debido a la gravedad de sus heridas. Blanca solo lo supo varias horas despu¨¦s, cuando lleg¨® al hospital de C¨²cuta. Su familia no se lo dijo antes para evitarle una reca¨ªda. Estaba sola. El resto de la familia segu¨ªa en Tib¨², en el refugio. All¨ª recibieron la noticia casi de madrugada. Buscaron fotos de Johanna y suplicaron ayuda para viajar al hospital. Esperaban encontrar all¨ª otro refugio, uno que los acogiera al menos mientras asist¨ªan a los actos f¨²nebres. Johanna fue herida protegiendo a los ni?os. Su familia solo desea rodearla, como ella lo hizo con los peque?os.
Javier B¨¢ez, el esposo de Alejandra, arranc¨® en su moto hacia Villa del R¨ªo para recoger la poca ropa que pod¨ªan llevarse de la casa. ¡°El piso est¨¢ lleno de sangre. Las balas se ven en las paredes. Lo dejamos todo abandonado, solo traje la ropa de los ni?os¡±, dice al regresar, con los ojos encharcados y un peque?o morral verde en la espalda. Hab¨ªa vuelto a la vereda para trabajar en un cultivo de arroz y as¨ª reunir dinero para pagar los 400.000 pesos (100 d¨®lares) que deb¨ªan de dos meses de arriendo en la vivienda donde muri¨® su cu?ada. Pero su segundo desplazamiento en un mes ocurri¨® en silencio, sin despedidas y con una incertidumbre profunda. ¡°Nos toc¨® volver a perderlo todo, hasta el campo que nos daba de comer¡±. Alejandra, su esposa, sobrevivi¨® al ataque sin enterarse de la suerte de su hermana. Su familia no se lo ha dicho para evitarle una deca¨ªda m¨¢s.