Lector carnal
Da la impresi¨®n a veces de que confundimos la novedad con la tragedia, las posibilidades con las obligaciones. Leo con divertido asombro la pol¨¦mica suscitada en Estados Unidos a ra¨ªz de un art¨ªculo de Kevin Kelly publicado en The New York Times Magazine, y contestado m¨¢s tarde por el novelista John Updike en una conferencia que reprodujo el ¨²ltimo Babelia.
El art¨ªculo de Kelly proclamaba el advenimiento de una nueva era en la que, gracias a los buscadores de Internet y la digitalizaci¨®n de las bibliotecas, la cultura humana podr¨ªa ?volver a creer en lo imposible? y tener al fin a su alcance ?la tan anunciada gran biblioteca de todo el saber?. M¨¢s all¨¢ de la triste evidencia de que la mitad desfavorecida del planeta contempla la conexi¨®n a Internet como un lujo igual de inalcanzable que una librer¨ªa o una biblioteca tradicional, se me ocurre que esa utop¨ªa del saber total se topar¨¢ con el sencillo obst¨¢culo de siempre: nuestra radical y fascinante finitud. Puede que muy pronto buena parte de las bibliotecas del mundo sean legibles en la Red, pero nuestro saber seguir¨¢ dependiendo de lo mismo: tiempo, silencio, paciencia. Estos condicionantes permanecen inalterados desde la ¨¦poca de los monjes estudiosos, y no veo el modo de que dejen de ser necesarios en el mundo de los discos duros.
Sin reponerse de la euforia, y tras saludar la definitiva democratizaci¨®n de la lectura, Kelly profetizaba una fragmentaci¨®n creativa de los libros digitalizados. Estos fragmentos literarios pululantes, explicaba Kelly, ?se mezclar¨¢n de nuevo en libros reordenados y estanter¨ªas virtuales?, de igual manera que hoy ?los oyentes hacen malabarismos y reordenan canciones para concebir nuevos ¨¢lbumes?, iniciativa en cadena que terminar¨ªa provocando dr¨¢sticos cambios en nuestra noci¨®n de obra y autor¨ªa. No puedo evitar sonre¨ªr ante la ingenuidad de estas observaciones: esos refritos colectivos existen al menos desde las cintas de audio regrabables y los ramilletes de fotocopias grapadas, sin que ello desatase una revoluci¨®n semi¨®tica.
Pienso que la invisibilidad de los libros digitales, la fugacidad de las descargas o la tentaci¨®n del corta y pega no son el final de nada, sino s¨®lo el principio de un camino paralelo, el descubrimiento de un nuevo ¨¢ngulo de un viejo poliedro. Pas¨® con el gram¨®fono (que iba a acabar con los conciertos), pas¨® con la radio (que, antes de recomendar libros, iba a desterrarlos del mundo), pas¨® con la tele (que a su vez iba a desbancar a la radio), pas¨® con el cine (que iba a suprimir el teatro), pas¨® con el v¨ªdeo (que iba a estrangular al cine), y un largo etc¨¦tera hasta el bostezo. Se trata de una historia de p¨¢nicos en fuga, de un carrusel de augurios en el que ahora ha vuelto a tocarle al libro asustarse un poco.
Sin embargo, en este debate sobre el futuro del libro me temo que omitimos, como casi siempre, a la parte m¨¢s importante: los lectores. Porque sencillamente, si sigue habiendo lectores que deseen leer libros impresos, los editores no encontrar¨¢n motivo para dejar de publicarlos. Son los lectores, y no el Google ni Kelly ni ning¨²n hurac¨¢n digital, quienes decidir¨¢n el destino del soporte impreso. Y, si nos atenemos al hecho probado de que la inmensa mayor¨ªa de los lectores de librer¨ªa tambi¨¦n navega por Internet, lo m¨¢s probable es que nuestro viejo y querido formato encuadernado conviva sin problemas con el despliegue flotante de la letra virtual. El libro impreso no es un instrumento limitado, y por tanto superable mediante m¨¦todos m¨¢s avanzados, sino una realidad perfecta en s¨ª misma. Una posibilidad ¨²nica en su especie que admite todos los complementos imaginables, pero no sustituciones absolutas. Lectura carnal y lectura virtual no se oponen, como no se oponen el correo electr¨®nico y la caricia, la webcam y el encuentro cuerpo a cuerpo.
Por eso quiz¨¢s Updike, que es un gran escritor, se alarm¨® en exceso ante los redundantes fervores de Kelly. Aunque, m¨¢s que aquel art¨ªculo, intuyo que a Updike le preocupa el destino de la cultura literaria, cuya indudable fragilidad ¨¦l parece vincular, ya m¨¢s discutiblemente, al auge de las nuevas tecnolog¨ªas: ?los lectores y escritores de libros se est¨¢n acercando a la condici¨®n de renegados, hoscos ermita?os que se niegan a salir a jugar bajo el sol electr¨®nico de la aldea posGutenberg?, se lamenta. Updike evoca con nostalgia sus excursiones a las viejas librer¨ªas de segunda mano de Oxford, donde era posible encontrar ?las obras completas de Santo Tom¨¢s de Aquino, ?con cubiertas de papel azul celeste!? Lo cierto es que el dise?o exquisito no s¨®lo no se acaba, sino que hoy en d¨ªa se apoya en la inform¨¢tica y se desarrolla a trav¨¦s de ella. Por lo dem¨¢s, en la respuesta de Updike hab¨ªa una llamada de atenci¨®n importante: la maravillosa estirpe de los libreros est¨¢ amenazada y precisa urgentemente cuidados especiales. Pero la crisis de las librer¨ªas, creo, tiene menos que ver con los motores de b¨²squeda que con la presi¨®n de las grandes superficies.
La transformaci¨®n de los instrumentos de conocimiento no implica un cambio en las virtudes de quienes aprenden. Todo lo contrario: cuanto m¨¢s potentes sean los motores de b¨²squeda y m¨¢s textos instant¨¢neos podamos acumular, mayor ser¨¢ la necesidad de avivar el sentido cr¨ªtico para distinguir lo esencial de lo superfluo, el poder anal¨ªtico para ordenar los materiales, la capacidad de selecci¨®n para descartar las redundancias. Esas son tambi¨¦n algunas de las cualidades de todo buen lector. Y hasta sospecho que hoy, con el flujo constante de Internet y los m¨®viles, los j¨®venes pasan m¨¢s tiempo en contacto con la palabra escrita que sus pares de la d¨¦cada anterior.
Ser modernos no implica arrodillarnos delante de cada progreso de la t¨¦cnica, ni tampoco la reacci¨®n sim¨¦tricamente contraria: rechazarlos como una invasi¨®n. En mi opini¨®n, ser modernos ser¨ªa m¨¢s bien contemplar los adelantos t¨¦cnicos con naturalidad, como una alternativa interesante y no como un dr¨¢stico punto sin retorno. Si nos empe?amos en ver un apocalipsis (o una redenci¨®n) todos los a?os, me temo que seguiremos delatando nuestra condici¨®n primitiva: en el fondo, a¨²n no sabemos qu¨¦ hacer con las m¨¢quinas. Y las obligamos a significar m¨¢s de lo que significan. En plena ebullici¨®n del pop y los medios de masas, Eco enfoc¨® esta nerviosa dicotom¨ªa bautizando dos bandos en un libro genial: el bando de los apocal¨ªpticos y el de los integrados. Tal vez hoy ser¨ªa m¨¢s exacto hablar de apocal¨ªpticos y redentores. Los primeros pregonan la muerte de la aut¨¦ntica cultura a manos de la f¨²til novedad; apocalipsis en cuyo temible centro, claro, ellos ser¨ªan los ¨²nicos supervivientes. Los segundos prometen, con un entusiasmo algo provinciano, que tal o cual invenci¨®n iluminar¨¢ nuestras vidas y no dejar¨¢ concepto sin revolucionar. El discreto Homero (cuya Il¨ªada conoci¨® el a?o pasado su en¨¦sima adaptaci¨®n, en forma de superproducci¨®n de Hollywood) debe de estar parti¨¦ndose de risa. Es cierto que nuestra sociedad hipermedi¨¢tica no nada precisamente en pensamiento, emoci¨®n ante la belleza y relecturas de cl¨¢sicos. Pero si nuestra cultura llega a deshumanizarse por responsabilidad propia, parece que ya hemos encontrado a qui¨¦n echarle las culpas: nuestro destino no lo rige Zeus, sino Pentium. Y, si la literatura entrase en crisis, entonces el Acrobat Reader tendr¨ªa muchas papeletas para ser acusado con el dedo. Con el dedo derecho del rat¨®n.
En cuanto al anunciad¨ªsimo final del autor, ese escurridizo personaje que llevamos matando desde hace doscientos a?os, perm¨ªtanme que mantenga un autorial escepticismo al respecto. Hace tiempo que las t¨¦cnicas digitales podr¨ªan haber acabado con la autor¨ªa en las artes visuales, si ese hubiera sido su objetivo. ?Por qu¨¦ iban a hacerlo con la literatura? Y conste que nunca hemos estado sobrados. De verdaderos autores, digo. A m¨ª me parecer¨ªa una pena que, en un mundo cada vez m¨¢s masificado, uniformado y simult¨¢neo a la hora de pensar, en nombre de la vanguardia se produjera un ataque contra la fr¨¢gil individualidad, entidad que no es intercambiable con el ego¨ªsmo ni con la burgues¨ªa rancia. Pero dudo que ocurra nada parecido.
Y tambi¨¦n dudo mucho que el individuo encuadernado corra un grave peligro. El libro impreso es la arena de la playa, la piel de cada sue?o, el chocolate de los ojos. Sus p¨¢ginas seducen al doblarse y sus m¨¢rgenes encuadran el silencio de quien lee. Apretar un buen libro tiene algo de ensalmo, de amistad, de defensa contra el miedo. Leer es un acto virtual y a la vez carnal: el libro impreso vendr¨ªa a ser el puente entre imaginaci¨®n y materia, el cuerpo de ese amor. Por eso s¨¦ que ning¨²n lector carnal querr¨¢ renunciar para siempre a esas voluptuosidades, sino como mucho alternarlas con otras clases de encuentro con la palabra. Aunque una buena pantalla, qu¨¦ duda cabe, tambi¨¦n tenga su encanto. Y su luz. Y su cosquilla.
Andr¨¦s Neuman es escritor.
Babelia
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