Justo el 31
El tren se detuvo y, poco antes de la medianoche, se nos anunci¨® que all¨ª se quedar¨ªa hasta que no llegaran auxilios t¨¦cnicos
Eran las 23.30 del 31 de diciembre de 1954. En el and¨¦n de una estaci¨®n secundaria, el tren se detuvo y los altoparlantes anunciaron un paro de actividades. Mi padre, opositor al Gobierno al que atribu¨ªa esas libertades sindicales, maldijo a Per¨®n, como de costumbre. Nosotros ¨ªbamos sentados a una mesa del vag¨®n comedor apropiadamente surtida de bebidas, pan dulce y garrapi?adas, donde cre¨ªamos que nada iba a impedirnos brindar, abrazarnos y, dos horas m¨¢s tarde, dormir en nuestros camarotes, unos excelentes vagones fabricados en Inglaterra, cuyos espejos ten¨ªan marcos de bronce y los sostenes de las cuchetas combinaban cintas de cuero verde oscuro con relucientes cadenas de metal.
En la estaci¨®n de Retiro, entonces el punto de partida de los trenes que llevaban a las sierras de C¨®rdoba, el camarero de nuestro vag¨®n hab¨ªa recibido una propina que nos convirti¨® ipso facto en sus pasajeros preferidos. Mi padre, un hombre de recursos moderados, ten¨ªa la debilidad de distribuir propinas suntuosas. De all¨ª su popularidad en todos los restaurantes de tercera l¨ªnea que rodeaban los tribunales donde trabajaba.
Ganado por la propina paterna, el camarero de nuestro vag¨®n, encargado de preservar el orden, no puso inconvenientes en que, varias horas antes de la medianoche, yo encendiera luces de bengala como si estuviera en el patio de mi casa y detonara aquellos petardos llamados, por su estruendo, rompeportones, que reventaban cuando se los tiraba al suelo con la suficiente energ¨ªa. Suspend¨ª esa actividad en el comedor, con el c¨¢lculo de que, terminada la cena, el festejo sonoro continuar¨ªa en los pasillos del vag¨®n dormitorio donde mandaba nuestro aliado.
Sin embargo, a veces no se cumplen ni los m¨¢s inocentes deseos infantiles. De pronto, a 10 kil¨®metros de Rosario, es decir, a la mitad del viaje entre Buenos Aires y C¨®rdoba, el tren comenz¨® a frenarse, anunciando una dificultad que nos fue confirmada por el camarero, que estaba tan sorprendido como nosotros, no s¨¦ si por falta de experiencia o simplemente para no desacreditar el servicio ferroviario. El tren se detuvo y, despu¨¦s de 10 minutos, poco antes de la medianoche del 31, se nos anunci¨® que all¨ª se quedar¨ªa hasta que no llegaran auxilios t¨¦cnicos.
Bajamos a una estaci¨®n por la que corr¨ªa un viento fr¨ªo y tormentoso, indigno del verano y m¨¢s indigno a¨²n de una noche de fiesta como esa. Mi abuela, una anciana elegant¨ªsima, llevaba zapatos de taco, un vestido negro con encajes en la blusa y un camafeo de coral al cuello. Mi padre, naturalmente, de saco, chaleco y corbata. La elegancia de mi abuela parec¨ªa all¨ª un gesto teatral, pero ella, sin inmutarse por el escenario inadecuado, plant¨® sus tacos Luis XV en el and¨¦n. Mi padre baj¨® con una botella abierta para el eventual brindis; y yo, como corresponde a la irresponsable infancia, estaba feliz porque all¨ª no pod¨ªan ponerle l¨ªmites ni a los petardos ni a las bengalas. Todos contentos, pese al viento, el fr¨ªo y la polvareda.
Llegaron las doce de la noche, brindamos con vasos de papel en medio de la ventolina que se llev¨® una toca de fieltro negro con la que mi abuela completaba su atuendo. Con infundado optimismo, pensamos que el nuevo a?o deb¨ªa traer una nueva movilidad al tren descompuesto. Pero no fue as¨ª. Yo empec¨¦ a llorar porque, adem¨¢s del polvo, ten¨ªa conjuntivitis, me supuraban los ojos y a los 10 a?os se toleran mal los inconvenientes tur¨ªsticos. Despu¨¦s de patalear un rato, mi reclamo era un solo: ¡°Quiero ir a mi camita¡±, designando con ese posesivo la del camarote que nos hab¨ªan obligado a abandonar. ¡°Quiero ir a mi camita¡±, berreaba, mientras mi padre trataba de distraerme con los ¨²ltimos petardos y rompeportones que le quedaban en los bolsillos. Pero es sabido que a una criatura empecinada no se la distrae con poca cosa. Mi canci¨®n de a?o nuevo fue: ¡°Quiero ir a mi camita¡±. Ese deseo nos lo concedi¨® la madrugada del 1 de a?o, cuando, ya iluminados por lejanos rayos de un sol veraniego pero neblinoso, los camareros nos invitaron a volver a nuestros camarotes.
Dormimos a bordo hasta las diez de la ma?ana, cuando nuestro tren lleg¨® a la ciudad de C¨®rdoba. Naturalmente, a esa hora yo estaba despierta y reclamando mi primera diversi¨®n de esas vacaciones. Para que el tiempo pasara hasta el almuerzo, alguien le sugiri¨® a mi padre que me llevara al jard¨ªn zool¨®gico de la ciudad. Yo estaba en ese estado de cansancio hipn¨®tico que provocan las trasnochadas, pero un paseo es un paseo y hay que aprovecharlo.
A mediod¨ªa nos encontramos, en el hotel Castelar, con el resto de los viajeros que llevaban nuestro mismo rumbo. All¨ª me ofrecieron un plato cuyo nombre, en italiano, me resultaba atractivo e intraducible: ¡°Mostacholi Tampieri al suco¡±. Tampieri era la marca de pastas secas que, aunque cordobesa, sonaba perfectamente italiana; y me enter¨¦ de que ¡°suco¡± indicaba lo que, hasta ese momento, yo conoc¨ªa como salsa.
O sea, que no todo fueron demoras y tiempo perdido, porque ese primero de a?o aprend¨ª algo.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.