Georgia O¡¯Keeffe en los desiertos
Para la pintora, sola en el arte del ¨²ltimo siglo, las categor¨ªas separadas de lo figurativo y lo abstracto para ella carecen de sentido. La abstracci¨®n no niega el mundo visible: lo que hace es revelar sus formas esenciales
Georgia O¡¯Keeffe est¨¢ tan sola en el arte del ¨²ltimo siglo como lo estaba en su retiro de Nuevo M¨¦xico, donde empez¨® pasando veranos y oto?os y acab¨® qued¨¢ndose de manera permanente, habitando una casa de arquitectura tan desnuda como las osamentas que le gustaba pintar en un estudio con un ventanal desmesurado de cinco metros de largo en el que cab¨ªa entera la inmensidad del paisaje. En una foto se la ve de espaldas, desde lejos, caminando por el lomo de un cerro ¨¢rido, seguida por un perro. En otras que le hizo Alfred Stieglitz, mentor primero y luego c¨®mplice, amante clandestino que despu¨¦s fue su esposo, se la ve por otro paisaje igual de des¨¦rtico llevando a pulso un lienzo ya montado en un bastidor, con un aspecto m¨¢s de exploradora que de pintora. Georgia O¡¯Keeffe hab¨ªa vivido hasta los 12 a?os en una casa en mitad de una pradera en Minnesota, rebosante de fertilidad vegetal en los veranos y en los inviernos batida por las tormentas de nieve. Esas amplitudes que una imaginaci¨®n europea no sabe concebir las llev¨® consigo cuando fue a estudiar arte en Chicago, aventajada y muy pronto innovadora, tanteando desde muy joven las formas del cuerpo femenino y las concisas abstracciones que ya persegu¨ªan la m¨¦dula desnuda de lo real.
En los primeros a?os veinte, instalada en Nueva York, buscando en la pintura caminos semejantes a los que buscaba Stieglitz con la fotograf¨ªa, O¡¯Keeffe pintaba visiones de los rascacielos que estaban levant¨¢ndose cada vez m¨¢s numerosos y m¨¢s altos en Manhattan. Pero ni siquiera entonces su condici¨®n del espacio fue exclusivamente urbana. Los rascacielos de Georgia O¡¯Keeffe tienen una rotunda solidez de monta?as, una verticalidad de secuoyas gigantes; y por encima de ellos los cielos y las lunas llenas con sus aureolas de niebla sugieren una amplitud c¨®smica tan poderosa como la de una noche en el desierto. Garc¨ªa Lorca dec¨ªa que lo singular de Nueva York era que las obras humanas alcanzaban la escala de los fen¨®menos de la naturaleza. La Nueva York de Lorca es la de Georgia O¡¯Keeffe. Los dos vienen de una vinculaci¨®n honda con la tierra, y a los dos el espect¨¢culo urbano en su m¨¢xima potencia les produce en la misma medida maravilla y horror. Los edificios se recortan de noche contra la oscuridad como monta?as y como acantilados. Las luces de las ventanas son m¨¢s innumerables que las de las estrellas. La claridad blanca de una farola puede ser id¨¦ntica a la de la luna llena. En la curva del m¨¢stil de una farola puede haber una sugerencia de forma vegetal.
Siempre en movimiento, aunque casi siempre en itinerarios muy reglamentados, Georgia O¡¯Keeffe var¨ªa a cada momento su foco de atenci¨®n. En los veranos dejaba Manhattan con Stieglitz y se iba a las zonas de naturaleza abrumadora del norte del Estado de Nueva York, a los mismos lugares intocados que sol¨ªan pintar los paisajistas rom¨¢nticos del XIX. Pero, a diferencia de ellos, y de los impresionistas europeos, O¡¯Keeffe somete el mundo natural a una radical simplificaci¨®n. Las categor¨ªas separadas de lo figurativo y lo abstracto para ella carecen de sentido. La abstracci¨®n no niega el mundo visible: lo que hace es revelar sus formas esenciales, y por lo tanto guiar a la mirada hacia una percepci¨®n m¨¢s n¨ªtida. Una caba?a o un granero se asientan en la tierra tan definitivamente como una monta?a, o como un ¨¢rbol. En una hoja oto?al observada de muy cerca se contienen todas las l¨ªneas de ramas y de troncos desnudos y toda la variedad fant¨¢stica de colores que pueden verse en un bosque completo.
El cubismo de Picasso o de Braque (no el de Juan Gris, por cierto) diseca las formas de las cosas: con su amor por lo concreto, su atenci¨®n a los ritmos y los patrones formales de la naturaleza, su descaro en el uso del color, Georgia O¡¯Keeffe abre un camino para la pintura por el que transita ella sola. Su itinerario de aprendizaje y descubrimiento la lleva de Manhattan al lago George de los veranos y luego a su territorio definitivo, en la vida y en la pintura, las soledades agrestes de Nuevo M¨¦xico, primero en viajes de ida y vuelta, luego en una residencia invariable. En las fotos, seg¨²n pasan los a?os, la cara y toda la presencia f¨ªsica de Georgia O¡¯Keeffe son cada vez m¨¢s como de pionera gastada por la intemperie, de anacoreta retirada en el desierto. Alfred Stieglitz segu¨ªa en Nueva York, donde pasaban juntos los inviernos. Con el tiempo su relaci¨®n apasionada se fue volviendo casi exclusivamente epistolar. Desde antes de conocerse se hab¨ªan escrito cartas de una belleza y una vehemencia de las que dan indicios las fotos que Stieglitz hizo de ella, de su cuerpo entero desnudo, sus manos, su cara, cada palmo de su piel.
La influencia de Georgia O¡¯Keeffe empieza a notarse no al mirar sus cuadros en el Thyssen, sino al salir del museo y observar con otros ojos las cosas
Stieglitz, que era 23 a?os mayor que ella, muri¨® en sus brazos en Nueva York, en 1946. Poco despu¨¦s O¡¯Keeffe se instal¨® definitivamente en Nuevo M¨¦xico. Las noches de verano le gustaba dormir en el tejado de su casa de adobe en medio del desierto. Buscaba la manera de abarcar todo aquel espacio en los confines de un lienzo. En cuanto abr¨ªa los ojos ya estaba estudiando los colores del amanecer con el prop¨®sito no menos desatinado de apresarlos mediante la pintura. Su ambici¨®n de lo m¨¢ximo se correspond¨ªa con la de resaltar las cosas en apariencia menores que el ojo distra¨ªdo no distingue bien: una sola hoja de un bosque, una concha, la corola abierta de una flor, sus pliegues secretos y sus simetr¨ªas, la elegancia suprema de esa especie de p¨¦talo ¨²nico de una cala, enroscado en torno al asta amarilla que tiene el bello nombre de esp¨¢dice. Pintaba los duros vol¨²menes minerales de los cerros y de las osamentas peladas y las formas fugaces de las nubes, las corrientes de agua, las hojas y las flores, tan fascinada por sus diferencias como por sus semejanzas. En la vejez se aficion¨® a viajar en avi¨®n y le entusiasmaba el grado de abstracci¨®n que adquir¨ªan las cosas vistas desde arriba: la sinuosidad de una carretera era muy semejante a la de un r¨ªo; los brazos de un delta en una desembocadura se abr¨ªan como las ramas de ¨¢rbol; al subir por encima de las nubes la llanura blanca se extend¨ªa hacia un horizonte remoto como las praderas nevadas de su ni?ez. Pero el verdadero efecto, la influencia de Georgia O¡¯Keeffe, empieza a notarse no al mirar sus cuadros en el Thyssen, sino al salir del museo y observar con otros ojos las cosas.
¡®Georgia O¡¯Keeffe¡¯. Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. Hasta el 8 de agosto.
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