Aqu¨ª y en la Conchinchina
En la segunda entrega de su serie sobre los lugares que han cambiado de nombre, la escritora Laura Ferrero recupera algunos recuerdos de infancia y se encuentra con Ginzburg, Carver y Duras
La familia es el lugar donde nombramos el mundo por primera vez. Dicen que cada casa es un mundo y cada uno de estos mundos tiene un lenguaje propio que est¨¢ cosido de voces y t¨¦rminos que se cruzan continuamente, de consignas que se repiten invariablemente en unas mismas situaciones. Pasa el tiempo y se construyen universos que, en caso de desintegraci¨®n, arrastran con ellos todos sus nombres. Lo cuenta Natalia Ginzburg en L¨¦xico familiar, un libro en el que teje sus memorias a trav¨¦s de los hilos evocad...
La familia es el lugar donde nombramos el mundo por primera vez. Dicen que cada casa es un mundo y cada uno de estos mundos tiene un lenguaje propio que est¨¢ cosido de voces y t¨¦rminos que se cruzan continuamente, de consignas que se repiten invariablemente en unas mismas situaciones. Pasa el tiempo y se construyen universos que, en caso de desintegraci¨®n, arrastran con ellos todos sus nombres. Lo cuenta Natalia Ginzburg en L¨¦xico familiar, un libro en el que teje sus memorias a trav¨¦s de los hilos evocadores del lenguaje. Expresiones como ?para vosotros todo es la casa de t¨®came roque?, ?sois unos poltronas? y adjetivos como ?borrico? eran, en su casa, una especie de trampol¨ªn hacia el pasado. Ginzburg entendi¨® muy pronto que cada vez quedar¨ªan menos personas capaces de comprender ese lenguaje ¨ªntimo y quiz¨¢s, aunque esto es de cosecha propia, para eso escribi¨® L¨¦xico familiar: para que fu¨¦ramos nosotros, los lectores, los que mantuvi¨¦ramos con vida todas aquellas palabras perdidas.
Si pienso en ese lenguaje de infancia, una palabra regresa siempre como sin¨®nimo de misterio y lejan¨ªa. Agosto de 1990, un pueblo aletargado de la comarca de La Selva, en Gerona, y los ni?os, de todas las edades, estamos desperdigados por el campo cuando, de repente, uno de los mayores desvela triunfal aquel secreto de que los reyes son los padres. Lloros, decepci¨®n e incredulidad, pero luego, en casa, llega la respuesta en forma de esa sentencia harto conocida: ?Que los reyes no son los padres lo saben aqu¨ª y en la Conchinchina. ?C¨®mo explicar¨ªas en ese caso las carrozas?, ?acaso ves por aqu¨ª alguna??. Pero no, desde luego que en casa no cab¨ªa ninguna. Pero no fue aquel argumento el que me tranquiliz¨®, sino la palabra m¨¢gica, el abracadabra que revest¨ªa de autoridad a todos aquellos argumentos: esto es as¨ª aqu¨ª y en la Conchinchina, los ni?os se van pronto a dormir aqu¨ª y en la Conchinchina, que no se se?ala con el dedo a la gente se sabe aqu¨ª y en la Conchinchina. Ese lugar m¨ªtico avalaba las grandes verdades y nos aunaba a todos bajo un mismo techo que se extend¨ªa desde aquel pueblo min¨²sculo a la Conchinchina.
La Conchinchina ha sufrido una doble desaparici¨®n, por un lado como frase hecha, porque ahora ya casi nadie se refiere a ella para nombrar lo que por fuerza es igual en todos lados, y por otro, como lugar geogr¨¢fico porque su nombre no designa ya ning¨²n lugar sobre la tierra. Pero la Conchinchina existi¨®.
Fue una colonia de la Indochina francesa. Los franceses bautizaron como La Cochinchine a aquella regi¨®n que ocupaba el delta del r¨ªo Mekong, una zona muy f¨¦rtil donde hoy se encuentra la ciudad m¨¢s poblada de Vietnam, Ho Chi Minh, que antes se llamaba Saig¨®n. El t¨¦rmino empez¨® a ser conocido a partir de 1887, en el momento en que Francia se anexion¨® el sur de Vietnam, una aventura militar a la que Espa?a tambi¨¦n se sum¨® y mand¨® tropas durante al menos cinco a?os. Todav¨ªa hoy un dato permanece oculto: nadie sabe con exactitud en qu¨¦ momento los espa?oles a?adimos una ¡°n¡± de regalo para que su pronunciaci¨®n fuera m¨¢s f¨¢cil.
El t¨¦rmino empez¨® a ser conocido a partir de 1887, cuando Francia se anexion¨® el sur de Vietnam, una aventura militar a la que Espa?a tambi¨¦n se sum¨® y mand¨® tropas durante al menos cinco a?os.
En la Conchinchina ¨Caqu¨ª nos quedamos con esta versi¨®n¨C la vida transcurre a escasos cent¨ªmetros sobre el agua, que determina los d¨ªas en las orillas de ese r¨ªo poderoso, el Mekong. Arrozales, los habitantes con sus n¨®n l¨¢, sombreros c¨®nicos vietnamitas que todos tenemos en nuestro imaginario, vegetaci¨®n exuberante sobre canales e islitas. S¨¦ que aqu¨ª deber¨ªa hablar de Marguerite Duras porque en este escenario transcurri¨® su ni?ez, en la ciudad vietnamita de Sa Dec, ocupada por el ejercito franc¨¦s. Fue all¨ª donde se desarrolla parte de su novela autobiogr¨¢fica El amante, libro en el que le¨ª: ?Nunca he escrito, creyendo hacerlo, nunca he amado, creyendo amar, nunca he hecho nada salvo esperar delante de la puerta cerrada?, pero como dec¨ªa, aunque s¨¦ que deber¨ªa ahondar en esta frase que recuerdo de memoria y en Sa Dec, cuando empec¨¦ a escribir estas l¨ªneas me encontraba lejos de ah¨ª. Estaba en una tienda de pelucas oncol¨®gicas y no me acord¨¦ de nada de esto sino de mi amado Raymond Carver, al que me encuentro a menudo por los rincones de estos primeros d¨ªas de agosto.
La dependienta de la tienda escuchaba nuestra ch¨¢chara: ?quiz¨¢s ha llegado la oportunidad de tener una melena hasta la cintura?, dijo ella, y yo cog¨ª de la estanter¨ªa una que llevaba una pamela incorporada: ?la verdad es que no la acabo de ver del todo c¨®moda para estar en el sof¨¢?, sigui¨®. Se encari?¨® de una que ten¨ªa un flequillo largo y escalado y, cuando se la prob¨®, le ca¨ªan los mechones de pelo sint¨¦tico por entre los ojos. La dependienta sac¨® las tijeras: ?hay que tener cuidado con el pelo sint¨¦tico. Mejor ir cortando poco a poco porque este no crece?. Y nos vimos ah¨ª, d¨¢ndole forma a una peluca de pl¨¢stico y nos dio la risa a las tres y entonces fue cuando me vino a la cabeza una frase de Carver que trat¨¦ de recordar sin ¨¦xito.
Sospecho que Natalia Ginzburg, Marguerite Duras, y en realidad, creo que todos los que escribimos, lo hacemos para luchar contra la apisonadora del tiempo
Cada a?o se a?aden vocablos nuevos al diccionario de la RAE, pero tambi¨¦n desaparecen un n¨²mero determinado de palabras. ?ltimamente se han desechado algunas como malfaciente, palacra o electriz. No s¨¦ qui¨¦n decide qu¨¦ t¨¦rminos se encuentran ya obsoletos, listos para guardar en una maleta del altillo por los siglos de los siglos, pero sospecho que Natalia Ginzburg, Marguerite Duras, y en realidad, creo que todos los que escribimos, lo hacemos para luchar contra la apisonadora del tiempo, para evitar que desaparezcan las palabras de nuestro diccionario, que es, por otro lado, lo que hago yo intentando resucitar a la Conchinchina con estas l¨ªneas.
Al salir de la tienda, fuimos a dar un paseo y, despu¨¦s de comprarnos un par de horchatas en Sirvent, con la peluca sint¨¦tica en su cajita de terciopelo, record¨¦ por fin la frase de Carver que dice: ?Hab¨ªa una ventana iluminada, pero a demasiada altura para que pudiera verse el interior?. Por eso trataba de recordarla frente al espejo, rodeada de todas aquellas pelucas, porque la ventana estaba iluminada, aunque costara verla. En realidad, solo hab¨ªa que levantar los talones del suelo, ponerse de puntillas y ah¨ª, en equilibrio sobre el aire, se atisbaba por fin la luz.
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