Retrato del escritor como un amigo
Richard Ford y Natalia Ginzburg firmaron sendos textos que se dan la mano, dos semblanzas excepcionales de dos grandes escritores del siglo XX: Raymond Carver y Cesare Pavese
Hay libros que uno adopta como si fueran amigos hu¨¦rfanos. Ellos nacen, crecen, se reproducen, crean otros libros u otras referencias, y as¨ª pasan a ser nuevos para cualquiera que los lea. Pero cuando los descubres son libros singulares que no necesitan nada de ti, ir¨¢n volando por las estanter¨ªas y llegar¨¢n a las manos de gente que, muy probablemente, los querr¨¢ igual que tu, o a¨²n m¨¢s, y har¨¢n de ellos una mejor lectura, un regocijo mayor, pues leer es regocijarse, como cuando te sientes contento del hijo (o del nieto) que, c¨®mo no, te sali¨® sabio.
En esa adopci¨®n del libro hay, por supuesto, una apropiaci¨®n indebida, en la que yo he incurrido muchas veces. De manera muy destacada, con estos dos de cuya adopci¨®n voy a hacer propaganda. Son Flores en las grietas (Anagrama), de Richard Ford, y Las peque?as virtudes (Acantilado), de Natalia Ginzburg. Los dos tienen sendos textos que se dan la mano y que realmente son los que me han llevado a recomendarlos, a regalarlos y a apreciarlos. Son los retratos realmente excepcionales, de belleza impar cada uno de ellos, de dos grandes escritores del siglo XX. Ford retrata el alma de Raymond Carver y Ginzburg llora, con palabras de admirable concisi¨®n, a su amigo Cesare Pavese. En este caso, solo la emoci¨®n el¨ªptica de Natalia Ginzburg te lleva a la identidad de Pavese; ni la ciudad en la que vivi¨® (Tur¨ªn) ni su nombre propio aparecen en las p¨¢ginas del texto, que titula, tambi¨¦n el¨ªpticamente, Retrato de un amigo.
Hall¨¦ esta cr¨®nica casual, como si fuera de la presente grieta: ¡°A menudo, un mal momento en el mundo es un buen momento para el arte¡±
Ambos libros est¨¢n acompa?ados por otros textos sobre arte, ciudades, otras literaturas, pero esos dos textos brillan como cuadros peque?os en un enorme museo de obras desiguales (?aquella luz de Luis Fern¨¢ndez, representando una vela sola, en un espacio diminuto!), pero debidas a la misma mano maestra. Flores en las grietas, por ejemplo, responde a la escritura exigente, absorbente, veloz, como de periodista en ruta, de Richard Ford. Donde quiera que amanezca tu mirada sobre el libro siempre hay, por prolongar su propia met¨¢fora, una flor en cualquier grieta. Por ejemplo, para refrescar la memoria de mis numerosos subrayados, esta ma?ana de ya muy prolongado confinamiento, hall¨¦ esta cr¨®nica casual, como si fuera de la presente grieta: ¡°A menudo, un mal momento en el mundo es un buen momento para el arte¡±. Lo dice en un contexto que le da sentido a su libro, como espacio de variadas lecturas. Ese texto se titula Qu¨¦ escribimos, por qu¨¦ lo escribimos y a qui¨¦n le importa. En ¨¦l Ford viaja por sus propias lecturas, gratas o desabridas (convendr¨ªa subrayar, a mi parecer, su desd¨¦n por Bret Easton Ellis, cuyo American Psycho le merece este juicio: ¡°Un libro que la gente quer¨ªa m¨¢s condenar y eliminar que leer pero que desapareci¨® r¨¢pidamente no porque se lo eliminara sino porque la cultura lo trat¨® por fin como un libro y no como un crimen de guerra¡±).
Donde el libro alcanza ese lugar de las flores, sin otra grieta que la misteriosa raz¨®n por la que en un momento determinado los dos se enemistaron, es en su larga descripci¨®n de sus a?os de fraternidad con Raymond Carver, El buen Raymond, como lo llama desde el t¨ªtulo. Carver pas¨® a la historia por esa escritura desconchada, como si fuera un v¨®mito de claroscuros que remit¨ªa a un hombre al que hab¨ªa que tratar con pinzas. ¡°Le encantaba¡±, dice Ford, que se le recordara por esa ¡°¨¦poca desharrapada¡±, pero no es ese Carver el que prevaleci¨® siempre ante su amigo.
Se conocieron cuando la suerte del buen Raymond estaba pasando ¡°de no tan buena a muy buena¡±, pero de ambas suertes hubo en los a?os siguientes (desde 1977). En su escritura flotaba siempre ¡°una densa sensaci¨®n de lo nefasto¡±, y acaso si no existieran retratos como este esa ser¨ªa, para los que solo lo hemos le¨ªdo, el aroma roto tanto de su vida como de su escritura. Fue, dice Ford, ¡°un amigo generoso¡±, que (enorme gesto en el oficio de ambos) lo recomend¨® a editores y a amigos. ¡°Nunca (¡) le o¨ª una palabra de envidia por la buena fortuna ajena, desmerecer la gloria de nadie ni traicionar los sinceros esfuerzos propios o ajenos¡±. El buen Raymond.
Por recuerdos as¨ª he recomendado, y regalado, ese libro muchas veces desde que lo le¨ª. Y por algo parecido, pero a¨²n m¨¢s hondo, como si fuera una caricia adusta de un coraz¨®n dolorido, regal¨¦ y recomend¨¦ ese hermos¨ªsimo Las peque?as virtudes. Para llegar a esa flor civil, tan esencial, de tanta ternura sin empalago, hay que ir hasta la p¨¢gina 25 y detenerse. Detenerse a fondo, como si uno llegara a una ciudad ins¨®lita, llena de ins¨®litos recuerdos luminosos sobre una frente sombr¨ªa, la huella de un hombre que se ha suicidado. El viaje que hace Natalia Ginzburg empieza as¨ª: ¡°La ciudad que amaba nuestro amigo sigue siendo la misma¡±. Es la lectura que sigue la que explica por qu¨¦ aquel hombre, solitario, sobrio, modesto, generoso, desinteresado, traz¨® una l¨ªnea en el suelo de su pueblo hasta el lugar, un hotel, en el que ¡°quiso morir como un forastero¡±. Imagin¨® su muerte, la describi¨® incluso.
Leer ahora ese texto de Natalia Ginzburg es como dar un abrazo a todos esos amigos a los que hemos perdido por el camino y en los que vimos, quiz¨¢, el aire que dej¨® tras de s¨ª aquel hombre descrito por su amiga desde el herido silencio de la desgracia. El buen Cesare.
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