Lo que no puede comprenderse
Ante el ¨²ltimo libro de Antony Beevor, me doy cuenta de que sab¨ªa en realidad mucho menos de lo que imaginaba sobre la Revoluci¨®n Rusa, en parte por simple falta de informaci¨®n, pero sobre todo por la dimensi¨®n del horror
No hay ¡°imaginaciones desbordantes¡±. La imaginaci¨®n tiene l¨ªmites mucho m¨¢s severos de lo que parece. El f¨ªsico Richard Feynman dec¨ªa que es mucho m¨¢s valioso imaginar lo que existe que imaginar lo que no existe. El m¨¦todo cient¨ªfico permite imaginar lo mesurable y concreto con bastante precisi¨®n, pero m¨¢s all¨¢ de esas certezas, que sin embargo nunca despejan la penumbra de lo indeterminado, delante de la imaginaci¨®n se extiende una gran oscuridad que es la de los extremos de la naturaleza humana y la de los l¨ªmites de nuestra capacidad de comprender. El aficionado a la historia acepta que hay hechos del pasado que pueden conocerse de una manera razonable, y otros de los que nunca vamos a tener una informaci¨®n suficiente, y tambi¨¦n muchos otros de los que no ha quedado rastro documental ni material. Pero incluso lo que damos por conocido, lo que sucedi¨® no hace demasiado tiempo, se revela lleno de incertidumbres y de espacios en blanco cuando queremos mirarlo con cierto detalle: entonces nos abruma la amplitud de todo lo que ignor¨¢bamos, y nuestro amor por el conocimiento hist¨®rico se fortalece, al mismo tiempo que apreciamos sus limitaciones.
Las opiniones son baratas y f¨¢ciles, surgen con falsa brillantez en el chispazo de una ocurrencia. Los hechos, los datos, los detalles requieren una b¨²squeda ardua llena de paciencia, adiestrada en la disciplina de la investigaci¨®n. El historiador va componiendo el dise?o de un rompecabezas, las teselas insuficientes de un mosaico en el que ya otros trabajaron antes que ¨¦l, y que sin duda seguir¨¢n completando sus continuadores, y a veces corrigiendo, porque se trata de una tarea que no acaba nunca. Para el historiador, la imaginaci¨®n, anclada en los hechos, es un instrumento de trabajo, porque le permite establecer hip¨®tesis fundadas sobre la forma completa de un paisaje temporal que es siempre fragmentario; y tambi¨¦n porque hace falta un esfuerzo de la imaginaci¨®n para intentar comprender las vidas que habitan en el relato hist¨®rico, para ponerse tentativamente en el lugar de quienes protagonizaron o sufrieron o presenciaron los hechos. Pero siempre habr¨¢ un punto m¨¢s all¨¢ del cual ni el conocimiento ni la imaginaci¨®n pueden aventurarse; y hasta habr¨¢ algo de usurpaci¨®n en la seguridad con que alguien que no ha vivido ciertas cosas extremas pretenda revivirlas, o fingir que las siente, que las comprende del todo.
Novelas, libros de memorias, documentales, pel¨ªculas de ficci¨®n hacen posible una familiaridad que muchas veces ha tenido m¨¢s de mitolog¨ªa que de conocimiento
Un aficionado a la historia del siglo XX tiende a suponer que conoce razonablemente los tiempos de la Revoluci¨®n Rusa de 1917, de la guerra civil, de la toma del poder de los bolcheviques. Novelas, libros de memorias, documentales, pel¨ªculas de ficci¨®n hacen posible una familiaridad que muchas veces ha tenido m¨¢s de mitolog¨ªa que de conocimiento. En los cineclubes universitarios de nuestra juventud ve¨ªamos copias deficientes de El acorazado Potemkin y de Octubre, y el esplendor visual de Eisenstein nos envolv¨ªa en vendavales de fervor ¨¦pico y en el malentendido colosal de que los bolcheviques liderados por Lenin hab¨ªan derribado la autocracia zarista. Ahora leo con una especie de obstinaci¨®n sombr¨ªa Rusia: Revoluci¨®n y guerra civil, 1917-1921, el ¨²ltimo libro de Antony Beevor, y me doy cuenta de que sab¨ªa en realidad mucho menos de lo que imaginaba, en parte por simple falta de informaci¨®n, pero sobre todo porque la dimensi¨®n del horror que se abati¨® sobre el pa¨ªs en esos a?os es tan exorbitante que no hay una imaginaci¨®n que pueda abarcarlo, ni raz¨®n que pueda comprenderlo. Entre 6 y 10 millones de seres humanos calcula Beevor que murieron de muerte violenta en esos cuatro a?os, dejando aparte los muertos innumerables por el hambre y las epidemias que se abatieron sobre el antiguo imperio ruso como en un apocalipsis de peste medieval. La ortodoxia ideol¨®gica en la que muchos de nosotros nos educamos durante un cierto tiempo dictaba que la revoluci¨®n acaudillada por Lenin se volvi¨® opresiva y criminal durante los a?os de las purgas de Stalin, quien habr¨ªa pervertido con su tiran¨ªa personal un proyecto noble de emancipaci¨®n y justicia social. Pero Lenin, como recuerda Beevor, tuvo desde la toma del poder una fr¨ªa determinaci¨®n genocida que cobr¨® forma inmediata en la creaci¨®n de la Cheka, una polic¨ªa pol¨ªtica dedicada a la pr¨¢ctica planificada del terror, a la tortura y la eliminaci¨®n f¨ªsica de cualquiera a quien se designara como enemigo, adversario, simple sospechoso. Un eminente historiador espa?ol, Jos¨¦ Mar¨ªa Faraldo, ha investigado de primera mano la historia terrible de la Cheka y sus sucesivos derivados en la Uni¨®n Sovi¨¦tica y en los pa¨ªses del bloque comunista.
Pero en el libro de Beevor, como en el de Faraldo, hay momentos en que el lector advierte el choque de la conciencia del historiador con esa zona de negrura en la que el conocimiento ya no basta y la imaginaci¨®n se paraliza. A Beevor le sucede cuando cuenta los extremos de ensa?amiento a los que llegaron por igual los miembros de la polic¨ªa pol¨ªtica bolchevique y los combatientes rojos y blancos en los campos de batalla y en las retaguardias de la guerra civil. ¡°Europa no hab¨ªa visto una crueldad tan ostentosa, utilizada como arma de terror, desde las guerras de religi¨®n¡±, dice Beevor. Pero a continuaci¨®n solo tiene preguntas: ¡°?De d¨®nde vinieron los extremos de sadismo: hacer pedazos con el sable, cortar con cuchillos, quemar y hervir, arrancar las cabelleras en vivo, clavar las charreteras de los uniformes a los hombros, sacar los ojos, empapar a las v¨ªctimas en invierno para que mueran congeladas, castrar, eviscerar, amputar¡? ?Acaso la ret¨®rica del odio pol¨ªtico hab¨ªa intensificado hasta un extremo inaudito el furor de la venganza?¡±.
En Pasternak, en Marina Tsvet¨¢ieva, en Isaac Babel, en Iv¨¢n Bunin hemos podido atisbar, siempre muy desde lejos, algo del horror de aquel tiempo, del derrumbe s¨²bito de todo, de la llegada del hambre y de las epidemias, de la irrupci¨®n de un sistema pol¨ªtico dispuesto a inmolar millones en vidas humanas en nombre de una utop¨ªa milenarista de emancipaci¨®n universal. En sus despachos del Kremlin, en medio del caos de la guerra civil, Lenin y Trotski miraban mapas de Europa y esperaban que de un momento a otro estallaran otras revoluciones sovi¨¦ticas en Budapest, en Berl¨ªn, en Par¨ªs, en Varsovia. En esa atm¨®sfera de criminalidad y delirio, el jefe de la Cheka, F¨¦lix Dzerzhinski, borracho en la fiesta de fin de a?o de 1918, ofreci¨® su pistola a Lenin y a K¨¢menev y les pidi¨® que lo mataran, gritando: ¡°He derramado tanta sangre que ya no tengo derecho a seguir viviendo¡±.
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