Rodr¨ªguez Rivero, en su sill¨®n
Desde joven, el autor ya ostentaba esa presencia solvente que sigue manteniendo, esa disposici¨®n observadora hacia los escritores y sus libros, y tambi¨¦n hacia el mundo del libro en s¨ª, su parte de industria y de negocio
Ahora que Manuel Rodr¨ªguez Rivero se ha despedido con tanta elegancia de estas p¨¢ginas me doy cuenta de c¨®mo voy a echarlo de menos, y de la impaciencia con que voy a esperar que siga escribiendo, aunque no solo eso, que siga transitando por el mundo o los mundos del libro como lo viene haciendo desde que lo conozco, dejando pistas como las migas de un cuento. Era el siglo pasado, los ya remotos ochenta. En esos a?os V¨ªctor Garc¨ªa de la Concha organizaba unas jornadas literarias en Verines, en Asturias, e invitaba a ellas con preferencia a escritores j¨®venes, a periodistas y cr¨ªticos, casi todos bastante desconocidos todav¨ªa, para el p¨²blico y tambi¨¦n entre nosotros mismos. Entre idas y venidas en autob¨²s por prados asturianos, entre mesas redondas y trasnoches borrosos de palabras, de alcohol y tabaco (casi nadie se sobrepone a su ¨¦poca), se iba urdiendo una nueva mundanidad literaria, cuyo rasgo principal era el modo rotundo en que se marcaba la distancia hacia el pasado inmediato, el de los veteranos y los viejos, marcados, algunos de ellos injustamente, con la sombra del franquismo, de la autarqu¨ªa cultural, de la ranciedad est¨¦tica.
En aquella atm¨®sfera de principiantes y de aficionados, Manuel Rodr¨ªguez Rivero ya ostentaba esa presencia solvente que sigue manteniendo, esa disposici¨®n observadora hacia los escritores y sus libros, y tambi¨¦n hacia el mundo del libro en s¨ª, su parte de industria y de negocio, sus entramados de editoriales, distribuidoras, libreros, cr¨ªticos, lectores. Todo el que es joven piensa que es menos joven de lo que en realidad es, y que los mayores que ¨¦l no son tan viejos como ¨¦l imagina. Rodr¨ªguez Rivero, que tiene solo unos a?os m¨¢s que yo, me parec¨ªa m¨¢s adulto de lo que yo era, con m¨¢s conocimientos y m¨¢s experiencia, aunque tambi¨¦n con una cordialidad inmediata y un sentido del humor que empez¨® a revelarse muy pronto. Ven¨ªa de una cultura universitaria antifranquista muy empapada de marxismo y psicoan¨¢lisis, y muy propensa a las consignas y a los anatemas, lo mismo en la pol¨ªtica que en la literatura. Era una cultura impermeable a cualquier apreciaci¨®n est¨¦tica no mediada por las imposiciones ideol¨®gicas, y produjo pocos talentos literarios o cr¨ªticos, pero s¨ª eficaces comisarios pol¨ªticos, y un prestigio general de la frialdad de coraz¨®n y el desd¨¦n. Rodr¨ªguez Rivero se desembaraz¨® de aquellos dogmas impulsado por su amor incondicional y ferviente a la literatura y por un esp¨ªritu instintivo de irreverencia que se alimentaba sobre todo del placer de vivir, de estar en el mundo, de viajar y leer, de hablar de libros o discos o pel¨ªculas o puros chismes con una amplitud de miras y una falta de prejuicios que aunque ahora no lo parezca son atributos fundamentales de la literatura.
No necesitamos prescriptores que nos den instrucciones, sino lectores que nos sugieran pistas hacia lo inesperado
El conocimiento y la experiencia empez¨® a adquirirlos Rodr¨ªguez Rivero desde que era muy joven, y por eso a algunos nos parec¨ªa ya algo mayor. Me lo imagino de ni?o como un gafotas lector de novelas de aventuras, y en la universidad como uno de aquellos memoriones que llevaban, llev¨¢bamos, libros y revistas bajo el brazo, y que en un cierto momento quedamos deslumbrados por un horizonte de posibilidades literarias que se dilat¨® de golpe ante nosotros con el final de la dictadura, aunque ¨¦l hab¨ªa sido uno de aquellos pioneros que estaban al tanto de lo que aparec¨ªa en Europa, en Am¨¦rica Latina, en Estados Unidos, y tardaba mucho en llegar aqu¨ª. Esa actitud de b¨²squeda, de avizoramiento de lo nuevo, no ha dejado de mantenerla nunca, y le ha sido tan ¨²til en su trabajo de cr¨ªtico como en el de editor y consejero y asesor de editores. Cuando volv¨ª a verlo, despu¨¦s de aquel encuentro en Asturias, fue en un despacho desbordado de libros y papeles en Alfaguara, en el antiguo edificio que hab¨ªa sido de Aguilar en la calle Juan Bravo, en una ¨¦poca en la que las editoriales a¨²n ten¨ªan las oficinas en calles transitables de las ciudades, y no en periferias de aridez corporativa. Rodr¨ªguez Rivero dirig¨ªa Alfaguara al alim¨®n con Luis Su?¨¦n, que compart¨ªa con ¨¦l la idea del oficio como una militancia por la literatura, heredada del ejemplo de Jaime Salinas, maestro de los dos. Rodr¨ªguez Rivero y Su?¨¦n impulsaron algo que ya estaba sucediendo, para sorpresa de todos, que fue el encuentro inusitado entre la nueva literatura espa?ola y el p¨²blico lector, que se ampli¨® de golpe con la plena efervescencia de la democracia. Esa multiplicaci¨®n de los lectores despert¨® tambi¨¦n intereses empresariales que pon¨ªan la cuenta de resultados por encima de las consideraciones literarias, y que sustitu¨ªan el tono casero y algo menestral de los antiguos editores por los extra?os lenguajes del marketing y el management y la crudeza del rendimiento inmediato.
Rodr¨ªguez Rivero dej¨® de ser editor, pero continu¨® ejerciendo de otro modo ese mismo oficio, asesorando, dise?ando colecciones, sugiriendo t¨ªtulos que descubr¨ªa en su omnisciencia lectora, que inclu¨ªa viajes por su cuenta a las ferias de Londres o de Frankfurt, por las que se paseaba como se pasea ahora por la Feria de Madrid, con algo de Sherlock Holmes y Doctor Watson de los enigmas del comercio del libro, como un Inspector General de la Literatura en viaje de inc¨®gnito. Tiene tantos libros que una vez se le derrumb¨® en casa toda una pared de estanter¨ªas y estuvo a punto de sepultarlo, lo cual habr¨ªa sido una muerte meritoria en acto de servicio. Cuando est¨¢ en Nueva York frecuenta las librer¨ªas casi con tanto fervor como ciertos establecimientos de comida r¨¢pida a los que tiene particular afici¨®n. Como le interesa todo, lo mismo un comic de Tarz¨¢n que una novela de Maigret o una edici¨®n cr¨ªtica de Finnegan¡¯s Wake, y como su erudici¨®n est¨¢ siempre aligerada de humorismo, sus observaciones son igual de valiosas para lectores inquietos, para editores en busca de t¨ªtulos, para escritores que buscan dilatar el ¨¢mbito de su sensibilidad literaria. La palabra ¡°prescriptor¡± tiene una resonancia impositiva que me la vuelve antip¨¢tica: pero hacen falta personas con conocimiento y gusto avezado que nos orienten en nuestras inclinaciones lectoras, y que no sean mercenarias ni c¨ªnicas ni quieran imponernos el gato por liebre de un catecismo ideol¨®gico disfrazado de literatura. Luego cada cual elige o encuentra aquello que m¨¢s le gusta y que le colma. No necesitamos prescriptores que nos den instrucciones y nos dicten consignas, sino lectores como nosotros que nos sugieran pistas hacia lo inesperado y lo desconocido. Queremos seguir como en el sendero de un cuento el rastro de las lecturas de Rodr¨ªguez Rivero.
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