Hermano escarabajo
Ahora que desaparecen los animales y plantas es cuando nos damos cuenta de que esa ausencia es aterradora
Me quedar¨¢ de este verano el recuerdo de una sabina de 900 a?os, de una huerta junto a un r¨ªo, de unos cielos desiertos, de una lib¨¦lula que casi roza mi cara con sus alas en un silencioso atardecer, de un escarabajo lento y como pensativo o apesadumbrado en un sendero de polvo. La sabina estaba en una ladera pedregosa, como en una reserva de criaturas arcaicas, cerca de otros ejemplares de la misma especie que no ten¨ªa ninguno menos de 300 a?os. La ladera daba a un paisaje de valles y montes sucesivos, en un silencio que se hac¨ªa m¨¢s profundo y m¨¢s delicado seg¨²n declinaba la tarde, como si participara de la tersura del aire y del oro suave de la luz. Se levantaba una brisa, casi viento, que hac¨ªa vibrar las copas de los ¨¢rboles y rozaba las matas de hierbas arom¨¢ticas y las de hierbas secas, la corteza de la tierra endurecida por la larga sequ¨ªa. Miraba al cielo y no hab¨ªa p¨¢jaros. Miraba el sendero pedregoso por el que ascend¨ªamos y ten¨ªa que fijarme mucho para encontrar se?ales de vida. Ve¨ªa hormigas. Ve¨ªa peque?os saltamontes despavoridos por nuestras pisadas. La ¡°primavera silenciosa¡± que denunci¨® antes que nadie Rachel Carson en los primeros a?os sesenta se ha extendido por el mundo y se ha ampliado a las otras estaciones.
Sub¨ªamos en busca de las sabinas, dejando atr¨¢s la carretera y los caminos de tierra. Muy cerca de la m¨¢s antigua de todas hab¨ªa una acequia, que daba a un pilar en el que en otro tiempo habr¨ªan zumbado los insectos y habr¨ªan bebido agua las caballer¨ªas. El agua era transparente y helada. Sumergir las manos en ella era una sensaci¨®n tan poderosa como la de tocar el tronco de una sabina. El agua helada fluyendo, la madera dura como roca, con zonas de aspereza y de suavidad, casi mineral en su consistencia y casi animal en su curvatura del lomo, en su torsi¨®n como de cuerpo humano terrenalmente vigoroso, como uno de esos cuerpos heroicos de Miguel ?ngel, anclado a la tierra con firmeza de ¨¢rbol y ascendiendo por un esfuerzo herc¨²leo de la voluntad, como sus esclavos desperez¨¢ndose en el interior de la piedra en la que no est¨¢n del todo esculpidos.
En medio de la naturaleza me asalta con mucha frecuencia la sospecha de lo irrisorio del arte, o al menos de una parte muy grande de ¨¦l. ¡°La naturaleza es una casa encantada. El arte es una casa que quiere estar encantada¡±. En momentos as¨ª me acuerdo de esas palabras en una carta de Emily Dickinson. Qu¨¦ arte, qu¨¦ literatura, qu¨¦ poes¨ªa, puede estar a la altura de estas sabinas y de este paisaje al mismo tiempo arrebatador y desolado, qu¨¦ m¨²sica hay que sea digna del rumor cambiante del viento en las copas, o del puro silencio en el que no suenan m¨¢s que nuestros pasos y en alg¨²n momento nuestras respiraciones fatigadas, nuestro ascender esforzado en el que durante largos trechos no hay ninguna necesidad de palabras. Har¨ªa falta un artista chino o japon¨¦s para dibujar con brochazos negros y trazos sutiles de tinta las siluetas de las sabinas. Har¨ªa falta un sentido tao¨ªsta o budista de la contemplaci¨®n para expresar este paisaje en unos cuantos versos lapidarios. Quiz¨¢s hay una m¨¦dula oriental en todo poeta memorable. Antonio Machado valdr¨ªa para la panor¨¢mica general, los montes a lo lejos, la vegetaci¨®n pobre, los colores sobrios de la tierra, los troncos de las sabinas. Para el plano de mayor cercan¨ªa lo adecuado es la lupa de entom¨®loga de Emily Dickinson.
En medio de la naturaleza me asalta con mucha frecuencia la sospecha de lo irrisorio del arte, o al menos de una parte muy grande de ¨¦l
Despu¨¦s de mucho fijarme veo una mariposa, una sola en este espacio inmenso. Un momento despu¨¦s bajo la mirada y veo un escarabajo, con su caparaz¨®n lacado, como la armadura de un diminuto samur¨¢i. ?Cu¨¢nto tiempo hace que no ve¨ªa un escarabajo? ?Cu¨¢ntas mariposas, cu¨¢ntas abejas, cu¨¢ntos abejorros tiene uno ahora la ocasi¨®n de observar? En estas cosas antes no nos fij¨¢bamos. Cuando m¨¢s cerca he tenido yo la abundancia de la vida es cuando menos me he parado a observarla, y menos a¨²n a agradecer su presencia. En las huertas de mi ni?ez hab¨ªa escarabajos, saltamontes, grillos, chicharras, abejas, lagartijas, lagartos de gran tama?o, sapos solitarios como viejos mis¨¢ntropos, ranas clamorosas camufladas en las ovas de las albercas, lib¨¦lulas de fulgor met¨¢lico en las alas, p¨¢jaros de especies innumerables, golondrinas, vencejos, murci¨¦lagos de vuelo tembloroso en los anocheceres. Apenas he prestado m¨¢s atenci¨®n que la del desagrado y la molestia. Para las mentes campesinas de entonces, como para los planificadores de la econom¨ªa, todo animal o toda planta que no diera un beneficio visible e inmediato era una molestia, una plaga.
Ahora que desaparecen es cuando nos damos cuenta de que esa ausencia es aterradora. Mirando ese escarabajo en el sendero de las sabinas pienso con verg¨¹enza retrospectiva que de ni?o podr¨ªa haberlo matado de un pisot¨®n. Por nada, por broma, por la misma crueldad con que se arrancaban las alas a las moscas o una de las patas articuladas a los saltamontes, para verlos cojear. Hace unos d¨ªas, Clemente ?lvarez entrevistaba en este peri¨®dico al entom¨®logo Jean-Pierre Lumaret, que es una autoridad en escarabajos peloteros. Resulta que estos escarabajos cumplen la tarea fundamental de facilitar la descomposici¨®n de los excrementos del ganado, de modo que puedan ser convertidos en materia f¨¦rtil por los microorganismos del suelo. Sin los escarabajos, toneladas de bo?igas anegan los pastos y dan lugar a nubes de moscas hemat¨®fagas, que seg¨²n Lumaret pican al ganado para extraerle la sangre. Hay gente sabia que hace cosas inauditas. En su pa¨ªs, Australia, Lumaret participa en la importaci¨®n de escarabajos de ?frica y Europa para que ayuden al reciclaje del esti¨¦rcol de sus poblaciones innumerables de vacas y ovejas. En cuanto a Espa?a, explica Lumaret, el ganado recibe tantos tratamientos qu¨ªmicos que su esti¨¦rcol es venenoso para los escarabajos, que se est¨¢n extinguiendo.
El que yo me he cruzado es un superviviente. El campo es un planeta deshabitado para ¨¦l. Al anochecer, ya de regreso, tomamos el fresco en un huerto, cerca del rumor de un r¨ªo. Los ojos de un gato blanco brillan en la penumbra rosada. Las voces se aten¨²an instintivamente, como adapt¨¢ndose al declinar del d¨ªa. Una lib¨¦lula cruza el aire, camino de una alberca. En un momento todo es silencio. Hay como un fugaz garabato blanco cerca del suelo: la lib¨¦lula volaba bajo y el gato la ha cazado con un solo zarpazo y se la est¨¢ comiendo.
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