Doscientos en el Congreso y ocho para comer
Relato de la tarde-noche en que Felipe Gonz¨¢lez se convirti¨® en presidente del Gobierno, hace ahora cuarenta a?os
Calle de Antonio Cavero, 37, Madrid, 28 de octubre de 1982, 13.00. Julio Feo se ech¨® la bufanda al cuello ¡ªcon ese descuido tan coqueto que con los a?os se har¨ªa famoso entre los covachuelistas de la Moncloa¡ª, se puso la chaqueta y, con las llaves del coche en la mano, sali¨® de casa. Salud¨® en la puerta a los polic¨ªas y camin¨® despacio por aquel vecindario de chalets sin lustre. Apenas se cruz¨® con nadie hasta el sitio donde hab¨ªa aparcado, unas calles barrio adentro. Hab¨ªan convenido que un trasiego de coches en la puerta llamar¨ªa la atenci¨®n de los periodistas. Arranc¨® y se dirigi¨® a la otra punta de Madrid, a buscar precisamente a un periodista, el ¨²nico al que se le permitir¨ªa ser testigo de aquella tarde y contarlo en un peri¨®dico.
Jos¨¦ Luis Mart¨ªn Prieto esperaba impaciente en la esquina de la cita, y cuando Julio lo recogi¨®, le pareci¨® que viajaban muy lejos, a la ultraperiferia. Tantas vueltas dio el conductor para despistarlo que Mart¨ªn Prieto no sab¨ªa si aquello quedaba al norte, al oeste o al este. Llevaba demasiados kil¨®metros en el cuerpo. Hab¨ªa cubierto toda la campa?a de Felipe, incrustado en su autob¨²s con una peque?a banda de cronistas. Al dictar los textos a la redacci¨®n de El Pa¨ªs cada noche, le costaba saber si estaba en Cuenca o en Badajoz. Su inmersi¨®n en la caravana pol¨ªtica hab¨ªa sido tan honda que empezaba a acusar cierto s¨ªndrome de Estocolmo: Felipe y su equipo le parec¨ªan ya amigos, y eso era peligroso. Al escribir, deb¨ªa esforzarse mucho por mantener las distancias.
Nada m¨¢s entrar en el chalet, un basset hound robusto y simp¨¢tico le recibi¨® como si fuera de la casa, olfate¨¢ndole con toda confianza.
¡ªSe llama Pelayo ¡ªdijo Julio Feo, quit¨¢ndose la bufanda y acariciando al animal, que bajo sus manos parec¨ªa un complemento de moda.
Andaban por la casa la hija de Julio, su asistenta, Piluca Navarro (secretaria de Felipe), Jos¨¦ Luis Moneo (m¨¦dico personal de Felipe, imprescindible en toda la campa?a para controlarle la dieta y mandarlo a dormir), Juanito Alarc¨®n con su mujer y, por supuesto, Felipe con Carmen Romero. La prensa cre¨ªa que el candidato estaba en su casa de la calle del Pez Volador o en el cuartel electoral del PSOE, que dirig¨ªa Guerra, o en la sede del partido. Nadie sospechaba que se escond¨ªa en el chalet de Julio Feo, adonde lleg¨® despu¨¦s de votar, dando esquinazo a los fot¨®grafos. All¨ª esper¨® los resultados sin m¨¢s contacto con el exterior que dos l¨ªneas de tel¨¦fono directas: una con el despacho del ministro del Interior, Juan Jos¨¦ Ros¨®n, y otra con el de Alfonso Guerra en el cuartel electoral. Por lo dem¨¢s, hab¨ªa whisky y licores ¡ªchamp¨¢n, no, que estaba muy caro por la inflaci¨®n¡ª, buena comida y sof¨¢s amplios para echar la siesta.
A Mart¨ªn Prieto le concedieron el privilegio de pasar el d¨ªa junto a Felipe sin ninguna barrera ni presi¨®n: que contase lo que le diera la gana. Durante la campa?a hab¨ªa escrito un ramillete de cr¨®nicas que ya formaban parte del mejor periodismo pol¨ªtico nunca escrito en Espa?a y que son hoy una de las fuentes m¨¢s ricas para quien quiera conocer aquella ¨¦poca. La que escribir¨ªa aquella tarde, justo antes del cierre de los colegios electorales, se titula ?Felipe Gonz¨¢lez espera tranquilo en casa de un amigo? y merecer¨ªa tambi¨¦n un sitio de honor. Con una prosa muy limpia, m¨¢s anglosajona que latina ¡ªcosa muy rara en el periodismo espa?ol, que se desparrama por el lado barroco¡ª, transmite algo asombroso: la calma dom¨¦stica que antecede al mayor cambio de la historia de Espa?a. Si Mart¨ªn Prieto no hubiera dejado ese testimonio, ser¨ªa muy dif¨ªcil creer que Felipe Gonz¨¢lez pas¨® el d¨ªa de su gran victoria sesteando, fumando cigarros canarios, dejando que dos peces de hielo se derritieran en el whisky, acariciando a Pelayo y jugando a cosas de ni?os con la hija de Julio Feo. El documento tiene tambi¨¦n el valor de ser ¨²nico y definitivo: nunca m¨¢s habr¨¢ cr¨®nicas tan cercanas de un l¨ªder como Felipe. A partir de ese d¨ªa, una nube de gabinetes y secretarias le proteger¨¢ del contacto directo con los plumillas.
Poco despu¨¦s volvi¨® Juanito Alarc¨®n, que hab¨ªa salido a buscar a Pablo Juli¨¢, el fot¨®grafo que ilustrar¨ªa la cr¨®nica de Mart¨ªn Prieto. Juli¨¢ era el fot¨®grafo de El Pa¨ªs en Sevilla, pero, sobre todo, era amigo de Felipe. Se conocieron en 1967, cuando este era ya un abogado laboralista que andaba trasteando con el PSOE, y aquel, un chaval que estudiaba Filosof¨ªa y Letras y rondaba las asambleas. Juli¨¢ hab¨ªa llegado a Sevilla desde su C¨¢diz natal y era m¨¢s pobre que los estudiantes del Busc¨®n de Quevedo, pero le daba igual. Jugaba a la pol¨ªtica sin tom¨¢rsela tampoco muy en serio. Era comunista, aunque no del PCE, mucho m¨¢s a la izquierda, y le gustaba incordiar a Felipe llam¨¢ndolo burgu¨¦s y socialdem¨®crata. Lejos de enfadarse, este ejerci¨® de tal con su amigo. Una tarde se enter¨® de que Pablo viv¨ªa en la pensi¨®n Vergara, un agujero mohoso del barrio de Santa Cruz, y lo sac¨® de all¨ª para instalarlo, con Juanito Alarc¨®n, en uno de los pisos que su padre ten¨ªa por Sevilla y reservaba para sus hijos. Sin que se diera cuenta, le pagaba parte de la matr¨ªcula en la facultad (dame mil pesetas ¡ªle dec¨ªa¡ª, que voy a arreglar la matr¨ªcula de Carmen [Romero] y de paso pago la tuya, y Pablo no sab¨ªa que la matr¨ªcula costaba mucho m¨¢s de mil pesetas, que abonaba Felipe) y le llevaba ropa sin herir su orgullo (este jersey no le gusta a mi cu?ado, mira a ver qu¨¦ tal te queda a ti, que ser¨ªa una pena que no se lo pusiera nadie).
En aquellos a?os, Felipe fue m¨¢s que un amigo para ¨¦l. Fue casi un mentor y, por supuesto, un protector. Por eso es Juli¨¢ quien aporta los mejores y m¨¢s contundentes testimonios de la honradez felipista. Un d¨ªa, Felipe se pas¨® por el piso para comer algo con sus dos amigos, y estos sacaron unas latas de perdiz escabechada. Por c¨®mo se miraron, Felipe entendi¨®:
¡ªLo hab¨¦is robado, ?verdad?
Como estudiantes pobres de izquierdas, robaban cosas todo el tiempo y acallaban la culpa dici¨¦ndose que robaban al franquismo, que eran actos de sabotaje contra una dictadura. Felipe se enfad¨® much¨ªsimo con ellos:
¡ªUn socialista no roba, co?o. A nadie, no se roba nada a nadie.
Ya entonces, Pablo Juli¨¢ era socialista, aunque un poco desganado. Dur¨® en el partido lo que dur¨® la clandestinidad. En 1976, en v¨ªsperas del primer congreso en Espa?a, Alfonso le propuso como liberado, es decir, a sueldo del partido, para que pudiera dedicarse por entero a la pol¨ªtica. A Felipe no le pareci¨® bien. Invit¨® a su amigo a comer y le dijo:
¡ªPablito, t¨² para esto no sirves. Ded¨ªcate a las fotos, que tampoco se te dan muy bien, porque yo hago fotos mejor que t¨². No vales para la pol¨ªtica, eres demasiado ingenuo, t¨² no aguantas lo que hay que aguantar aqu¨ª.
Pablo perdon¨® la brutalidad de las palabras felipistas, a las que estaba acostumbrado, asinti¨® y se convirti¨® en uno de los pocos amigos sevillanos de los tiempos de la clandestinidad que no hizo carrera pol¨ªtica. Tambi¨¦n, en uno de los pocos amigos antiguos cuya amistad nunca se ha visto nublada por la ambici¨®n ni los conflictos de intereses. Una amistad que se mantiene hoy y que, el 28 de octubre de 1982, le abri¨® la puerta del chalet de Julio Feo para hacer historia con su c¨¢mara.
Unos a?os antes, en 1974, Pablo hab¨ªa firmado una de las estampitas m¨¢s famosas de la historia del PSOE: la foto de la tortilla, recuerdo de una merienda campestre en las afueras de Sevilla con Felipe Gonz¨¢lez, Alfonso Guerra, Luis Y¨¢?ez, Manuel Chaves, Carmen Hermos¨ªn, Carmen Romero y otros j¨®venes comanches del PSOE, todos prestos a asaltar Suresnes. La foto se titula en realidad Naranjas, pues es lo que est¨¢n merendando. Antes de eso, en 1968, hizo uno de los mejores retratos que jam¨¢s se le han hecho a Felipe: en su casa del barrio de Bellavista, en verano, un jovenc¨ªsimo Gonz¨¢lez se apoya en el cap¨® de un coche. Lleva una camisa de cuadros de manga corta y fuma lo que queda de un purito, casi una colilla. No parece darse cuenta de que lo est¨¢n retratando. Atento a algo fuera de cuadro, sonr¨ªe a medias con los ojos entrecerrados.
Es raro sorprenderlo tan al descuido. Aquel d¨ªa en casa de Julio Feo, Pablo consigui¨® de nuevo arrancarle un par de sonrisas ¨ªntimas. El gran jefe socialista est¨¢ recostado en un sof¨¢. En la derecha sostiene una copita, y con la izquierda abraza a Vanessa, la ni?a de la casa, con la que ha estado jugando. Esta, al ir a poner la mesa, pregunt¨®:
¡ª?Cu¨¢ntos seremos?
Felipe respondi¨®:
¡ªDoscientos en el Congreso y ocho para comer.
En la mesa, el candidato tom¨® la medida de la discreci¨®n con la que afrontaba su nueva vida:
¡ªMe he tenido que librar de toda la Internacional Socialista. Ni Brandt, ni Mitterrand, ni Soares, ni nadie. Ha costado convencerlos de que no hay que celebrar mucho, que hay que ser discretos. El cabr¨®n de Ros¨®n me ha pedido que controle la calle esta noche. Qu¨¦ morro tienen. Ya han dimitido, tenemos que hacer su trabajo, como si estuvi¨¦ramos ya gobernando.
No s¨®lo renegaba del champ¨¢n por el precio, sino por miedo a que su descorche incitase a los militares a responder con fuego real. El pa¨ªs a¨²n ten¨ªa en los huesos el fr¨ªo del golpe. Nadie lo sab¨ªa en el chalet, salvo Felipe: la inteligencia militar hab¨ªa desarmado un intento para la v¨ªspera. Ten¨ªan un plan para reventar las elecciones con una operaci¨®n muy sangrienta que inclu¨ªa asesinatos de pol¨ªticos y la toma del palacio de la Zarzuela, para que el rey no pudiera repetir su discurso del 23 de febrero. Cada poco tiempo, sorprend¨ªan un complot, lo cual era bueno y malo a la vez. Bueno, porque su detecci¨®n significaba que los militares sediciosos eran cada vez menos importantes y ten¨ªan menos capacidad operativa; malo, porque segu¨ªa habiendo demasiado golpismo en los cuarteles. Felipe hab¨ªa prometido una celebraci¨®n sobria, nada que ver con los festejos de masas del triunfo de Mitterrand en Par¨ªs en abril de 1981. Todos los l¨ªderes socialistas internacionales que llevaban arrop¨¢ndole desde Suresnes aceptaron quedarse en casa y mandar telegramas de enhorabuena sin exagerar los signos de exclamaci¨®n.
Tras el chasco de 1979, no se esperaban sorpresas en el recuento. Alfonso hab¨ªa hecho bien sus c¨¢lculos y la campa?a fue un ¨¦xito sin matices, lleno tras lleno en todas las provincias. Julio Feo hizo valer su tesis de que las elecciones estaban ya ganadas desde 1979 y que el trabajo de la campa?a consist¨ªa en no perderlas. La experiencia electoral de otros pa¨ªses indicaba que el candidato favorito se iba desgastando con la exposici¨®n en la campa?a. Al segund¨®n le suele ir bien salir a dar m¨ªtines, porque puede remontar en ellos su intenci¨®n de voto, pero quien parte con ventaja debe cuidar mucho su imagen para no perder votantes en el camino. Era muy dif¨ªcil sumar m¨¢s esca?os de los previstos por los sondeos, pero una mala campa?a pod¨ªa hacer que perdieran muchos. Por eso, el trabajo consisti¨® en apuntalar al Felipe experimentado, al Felipe heredero de una tradici¨®n democr¨¢tica, al l¨ªder capaz de sacar el pa¨ªs adelante. En un coloquio en Televisi¨®n Espa?ola, d¨ªas antes del comienzo de la campa?a electoral tras la convocatoria de las elecciones, el director de Cambio 16, Jos¨¦ Oneto, le pregunt¨® por el lema electoral, ?Por el cambio?.
¡ª?En qu¨¦ consiste ese cambio? ¡ªdijo.
Felipe se lo pens¨® un poco, quiz¨¢ de verdad, buscando unas palabras que no hab¨ªa negociado con su equipo, y contest¨® con un segundo lema:
¡ªQue Espa?a funcione.
Pod¨ªa haber dejado la respuesta ah¨ª, pero ya hab¨ªa cogido impulso y no supo reprimir la explicaci¨®n que la redondeaba. Tras un par de rodeos por los cerros de ?beda, cit¨® a su amigo Olof Palme:
¡ªUnos portugueses le dijeron que deseaban que en Portugal dejase de haber ricos. Palme les dijo: ?Yo quiero que en Suecia deje de haber pobres?. Yo les digo a ustedes: yo quiero que en Espa?a deje de haber miseria. Yo no estoy contra nadie. Lo que quiero es que deje de haber marginaci¨®n.
Ya estaba, lo ten¨ªan. El candidato clav¨® el mensaje que quer¨ªan o¨ªr unos espa?oles hartos de que nada funcionase, acomplejados por un atraso end¨¦mico y desencantados con una democracia que no terminaba de notarse en la vida cotidiana. A partir de ese instante, Felipe s¨®lo ten¨ªa que pasear la frase por Espa?a como un atleta porta el fuego ol¨ªmpico. Que Espa?a funcione. Todo el esfuerzo consist¨ªa en que no se apagase. Y no se apag¨®. La llevaron prendida hasta el chalet de Julio Feo, en el n¨²mero 37 de la calle Antonio Cavero de Madrid, donde calentaba la sobremesa mientras Pablo Juli¨¢ hac¨ªa fotos y Mart¨ªn Prieto anotaba en su cuaderno.
A las nueve menos cuarto, cuarenta y cinco minutos despu¨¦s del cierre de los colegios, son¨® el tel¨¦fono de la l¨ªnea segura con Guerra. Lo cogi¨® Julio Feo. La voz de Alfonso al otro lado dijo:
¡ªP¨¢same con el presidente.
¡ª?Qu¨¦ pasa? ¡ªdijo Felipe.
¡ªPresidente ¡ªanunci¨® Guerra, subrayando por segunda vez el cargo, con la hip¨¦rbole de actor cl¨¢sico que cultiv¨® siempre¡ª, el Partido Socialista Obrero Espa?ol ha obtenido doscientos dos diputados.
Carmen, Julio y los dem¨¢s, que estaban pegados al tel¨¦fono, oyeron a Alfonso y saltaron de alegr¨ªa, con gritos y l¨¢grimas. Todos se abrazaban, brincaban y daban vivas, pero Felipe colg¨® sin inmutarse. Los dem¨¢s, desconcertados por la tranquilidad imperturbable del jefe, se tranquilizaron tambi¨¦n. Julio confes¨®, casi en susurros, que ten¨ªa en la nevera unas botellitas de champ¨¢n, pese a las prohibiciones, y sugiri¨® que tal vez era ese el momento de abrirlas.
¡ªNada de champ¨¢n ¡ªdijo Felipe¡ª; si acaso, una copita de vino, para brindar. Pero r¨¢pido, que hay que prepararse para esta noche.
La foto para la historia no la hizo Pablo Juli¨¢, que siempre ha trabajado en un registro m¨¢s importante, el de la intrahistoria. El testimonio que ilustrar¨ªa las enciclopedias y los manuales de historia de bachillerato fue obra de C¨¦sar Lucas. Antes de la medianoche, Alfonso y Felipe se asomaron a la ventana de una suite del hotel Palace y saludaron a una multitud discreta que coreaba el nombre de Felipe. Los dos amigos se dan la mano, levantando los brazos, unidos en un gesto triunfal. No es gran cosa. Un icono austero para una noche en la que muy pocos se emborracharon.
He escrito los dos amigos y he escrito bien. En el cierre de esa campa?a de 1982, en un gran mitin en Sevilla, Felipe se refiri¨® a Alfonso como ?mi amigo del alma, mi amigo de siempre?. La mayor¨ªa de los ex¨¦getas, los p¨²blicos y los privados (es decir, los que cuentan an¨¦cdotas del presidente con el ruego de que no se sepa que las han divulgado ellos), sostienen que nunca fueron amigos, y que su relaci¨®n fue pol¨ªtica, no ¨ªntima. Atribuyen la confesi¨®n del mitin a la exaltaci¨®n del momento, pero yo creo que se equivocan. Que no compartieran intimidad no significa que no les uniese una amistad profunda. Esa foto es el retrato de dos amigos en el momento m¨¢s dulce de su amistad.
Los entusiastas socialistas api?ados entre la plaza de las Cortes y la de Neptuno se disolvieron pronto y los empleados del Palace no tuvieron que esforzarse mucho en controlar el jolgorio de los salones. Nadie destroz¨® las suites ni hubo que llamar a la polic¨ªa para poner orden. Tampoco aparecieron los temidos piquetes fascistas. La noche termin¨® de forma muy discreta, en el edificio de El Pa¨ªs en la calle Miguel Yuste, en una cena tard¨ªa con el director del peri¨®dico, Juan Luis Cebri¨¢n, el due?o, Jes¨²s de Polanco, algunos periodistas y alg¨²n que otro columnista famoso, como Francisco Umbral, que record¨® a Felipe ?de melena y botas, sin corbata, y se sent¨® con las piernas cruzadas, a fumar un puro de Fidel?. Escribi¨® este retrato mucho despu¨¦s de aquella cena, cuando Umbral ya no trabajaba para El Pa¨ªs ni para el felipismo, sino al contrario. ?Del balc¨®n del Palace al comedor de El Pa¨ªs ¡ªconcluy¨®¡ª, dos ¨¢mbitos del liberalismo hist¨®rico?.
Un nuevo poder se aposentaba en los interiores de Madrid y dibujaba rutas entre redacciones, palacios de gobierno, salones de intelectuales y juntas de accionistas. Aquella noche naci¨® una simbiosis destinada a cambiar el paisaje espa?ol. El peri¨®dico que aspiraba a representar la Espa?a democr¨¢tica se declaraba, como m¨¢s de diez millones de votantes, felipista. Dos periodistas de El Pa¨ªs acompa?aron a Felipe en su cl¨ªmax pol¨ªtico, y el mismo peri¨®dico se encarg¨® de darle de cenar y de brindar con ¨¦l, ya quiz¨¢ sin melindres, a carcajada llena.
En el edificio contiguo se imprim¨ªan los ejemplares que anunciaban su victoria, y el ruido de las rotativas amortiguar¨ªa los aplausos de los brindis, por si molestaban a los espadones. El titular de la primera p¨¢gina era de lo m¨¢s ins¨ªpido, a tono con el aire discreto que buscaban todos: ?El Partido Socialista, con 201 esca?os [sic, eran 202, pero el ¨²ltimo esca?o se asign¨® cuando el peri¨®dico ya hab¨ªa cerrado la edici¨®n], consigue la mayor¨ªa absoluta para gobernar la naci¨®n?. Diario 16, auspiciado por Cambio 16, donde Felipe hab¨ªa encontrado sus primeros amigos en la prensa, fue mucho m¨¢s celebrativo: a toda p¨¢gina y en may¨²sculas, se le¨ªa ?PRE-SI-DEN-TE?.
Julio Feo y Juan Tom¨¢s de Salas, el due?o del Grupo 16, ten¨ªan sus diferencias desde los tiempos en que aquel trabajaba en una oficina pareda?a con la redacci¨®n de Cambio, y estaban acostumbrados a pedirse favores que luego no se hac¨ªan. Por ejemplo, Julio apalabraba una portada para su candidato, y luego lo sacaban en p¨¢ginas interiores, d¨¢ndole la portada a Fraga o a cualquier otro. O al rev¨¦s: desde la redacci¨®n ped¨ªan a Julio una exclusiva, y luego este se la daba a otro medio. Quiz¨¢ eso fragu¨® una distancia que llev¨® a Felipe a acercarse a El Pa¨ªs, que ca¨ªa entonces en manos de la familia Polanco, despu¨¦s de unos primeros a?os de accionariado muy dividido, con representantes de muchos intereses econ¨®micos y pol¨ªticos. Tampoco hay que olvidar que Enrique Sarasola, amigo ¨ªntimo del ya presidente, era uno de los fundadores de Cambio. El PSOE no pod¨ªa alejarse de ese n¨²cleo de poder period¨ªstico y acercarse a otro sin que saltasen alarmas de traici¨®n).
A cinco columnas, la portada de El Pa¨ªs se ilustraba con una foto apaisada del nuevo presidente abri¨¦ndose paso entre p¨²blico y fot¨®grafos al bajar de la tribuna en el Palace. La mano de un entusiasta que lo saluda le tapa media cara. Todo hab¨ªa cambiado, pero conven¨ªa fingir que todo segu¨ªa igual.
¡®Un tal Gonz¨¢lez¡¯. Sergio del Molino. Alfaguara, 2022. 376 p¨¢ginas, 21,90 euros.
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