Abelardo y Elo¨ªsa, entre la pasi¨®n y la gracia
Las cartas de los enamorados medievales son un ejemplo de la tensi¨®n esencial, nunca resuelta, entre l¨®gica y poes¨ªa. Un magnetismo que hace posible la er¨®tica del conocimiento, el vaiv¨¦n incesante entre el amor plat¨®nico y el aristot¨¦lico
La construcci¨®n de las primeras catedrales g¨®ticas coincide con el auge de la dial¨¦ctica medieval. Los altos vuelos de la l¨®gica se confunden con los de la arquitectura. Las cosas del mundo natural no interesan en cuanto cosas, sino en cuanto signos o s¨ªmbolos que anuncian otra cosa. Pierre Ab¨¦lard (1079-1142) tiene mucho que ver en ello, convierte la l¨®gica una disciplina aut¨®noma, sin referencia a la teolog¨ªa o a las ciencias naturales (en su ¨¦poca insignificantes). No todos sus coet¨¢neos estiman el proyecto de una ciencia abstracta. Bernard de Clairvaux piensa que entorpece el amor a lo divino. Roger Bacon va m¨¢s all¨¢. La l¨®gica es in¨²til y no debe perderse el tiempo estudi¨¢ndola (mientras que la alquimia, rechazada por Avicena, le resulta de sumo inter¨¦s). Unos siglos antes, un contempor¨¢neo de Porfirio y experto en l¨®gica, el budista N¨¡g¨¡rjuna, se dedicar¨¢ pacientemente a su desarticulaci¨®n. S¨®lo desde el conocimiento profundo de la l¨®gica se puede renunciar a ella. La l¨®gica, como iniciaci¨®n y proped¨¦utica, es el asunto central del joven Wittgenstein (disc¨ªpulo de Frege y Russell, cuyas carreras deben mucho a Abelardo). Ese descarte no est¨¢ exento de razones humanitarias. La dial¨¦ctica es una lanza, un arma arrojadiza y, la l¨®gica, una variante sofisticada de los enredos del lenguaje. ?Puede hacer Dios todopoderoso una piedra que no pueda levantar? ?Tiene sentido la frase ¡°todo lo que digo es mentira?¡±. Los enredos se multiplican: ¡°Tienes lo que no has perdido. No has perdido los cuernos, luego tienes cuernos¡±. ¡°Rat¨®n es una palabra. Una palabra no roe queso. Luego el rat¨®n no roe queso¡±. Simples temas de discusi¨®n para el entrenamiento dial¨¦ctico. Ahora bien, hasta el fil¨®sofo m¨¢s avezado puede enredarse con estas paradojas. El m¨¢s c¨¦lebre tratado l¨®gico-filos¨®fico del siglo XX concluye con un carpetazo: ¡°De lo que no se puede hablar, mejor callarse¡±. ?Qui¨¦n es m¨¢s inteligente, el que conf¨ªa en la l¨®gica o el que desconf¨ªa de ella? Una forma de liberarse de su influjo es conocerla a fondo y, una vez conocida, mantener con ella una distancia ir¨®nica. La vida misma es paral¨®gica.
Abelardo es una de las figuras m¨¢s brillantes del siglo XII. Nace en la peque?a Breta?a, cerca de Nantes. Hijo primog¨¦nito de un noble caballero de armas, est¨¢ dotado para las batallas de la inteligencia, en un momento en el que la dial¨¦ctica florece en las escuelas catedralicias que rodean Par¨ªs. Tiene, como Goethe, un ¨¦xito temprano, lo que complica su destino. Lleno de vanidad y arrogancia, se enfrenta a sus maestros, Guillermo de Campeaux y Anselmo de La¨®n. Ambos caen derrotados ante su elocuencia precisa y cortante. Llega a creerse ¡°el ¨²nico fil¨®sofo¡±. Nos lo cuenta ¨¦l mismo en la Historia de mis desdichas: ¡°Me vi obligado a rechazar algunas de sus proposiciones¡ y me parec¨ªa que era superior a ellos en la disputa¡±. Con el primero debate sobre un problema que entretendr¨¢ a los escol¨¢sticos durante siglos, el problema de los universales (que hoy revive en los algoritmos). Abelardo sale victorioso y obliga a capitular a su maestro, arruina su fama y se lleva a sus estudiantes. Invencible en las disputas, se convierte en el ¨ªdolo de los estudiantes. Elegante, altivo y distante, los ciudadanos de Par¨ªs se detienen a su paso. Pese a la riqueza y la fama, se mantiene alejado de Eros. ¡°Evit¨¦ el trato de las mujeres nobles y la inmundicia de las prostitutas¡±. Concentrado en el estudio, le falta saber mundano. No por mucho tiempo. El profesor inexperto se convertir¨¢ en arquetipo del poeta trovadoresco. Las canciones sobre sus amores con una alumna t¨ªmida y deseosa de aprender, se escuchar¨¢n por todo Par¨ªs.
La realidad de lo abstracto
El problema de los universales, como el problema mente-cuerpo, sigue vivo. Es un enigma perenne de la filosof¨ªa que regresa peri¨®dicamente como un cometa. Est¨¢ ya en la ra¨ªz de las diferencias entre los dos grandes fil¨®sofos de la antig¨¹edad, Plat¨®n y Arist¨®teles. Para el maestro, los universales son previos a las cosas (son arquetipos en la mente divina), para el disc¨ªpulo, son posteriores a las cosas (son abstracciones de la inteligencia cuando contempla la diversidad y el cambio). Pero la cuesti¨®n decisiva ata?e a su realidad. ?Existen en alg¨²n sitio los universales?, ?tienen una realidad aut¨®noma? Plat¨®n cre¨ªa que s¨ª, que el Bien, la Belleza y la Verdad, ten¨ªan una realidad propia, inmaterial, que hac¨ªa posible el caballero bondadoso, la mujer bella y el hijo sincero. Para Arist¨®teles, era la inteligencia la que constru¨ªa su realidad a partir de la experiencia de la vida y no exist¨ªan al margen de ese entendimiento. Si los universales est¨¢n s¨®lo en nuestra mente, puede preguntarse si existe o no aquello a lo que apuntan (el ¨¢rbol, la colina). En general, los plat¨®nicos como Frege o Russell reconocen la realidad de las entidades abstractas (por eso se los llama, parad¨®jicamente, realistas), mientras que los nominalistas como Quine o Goodman la descartan. Entre ambos extremos hay toda una serie de posturas intermedias que no procede analizar aqu¨ª.
Volvamos al medioevo. La palabra ¡°Elo¨ªsa¡± es un nombre propio, se refiere a una persona singular. Podemos decir de ella que es dulce, inteligente, pelirroja. ?stos son nombres comunes, que pueden utilizarse para referirse a otras personas. Son los llamados ¡°universales¡±. Tambi¨¦n nociones gen¨¦ricas como tigre o c¨ªrculo son universales. La pregunta que se hacen los escol¨¢sticos es si existen, c¨®mo existen, y si son ¨²nicamente el resultado de la abstracci¨®n del entendimiento. La respuesta decidir¨¢ si somos aristot¨¦licos o plat¨®nicos.
Pensar es generalizar, abstraer, olvidar diferencias. El problema es cuando ese olvido va contra la vida misma de quien se ejercita en la abstracci¨®n. Abelardo es un ejemplo paradigm¨¢tico (plat¨®nico y aristot¨¦lico al mismo tiempo). Separar o aislar algo para analizarlo en su pura esencia tiene sus riesgos, ya se trate del ¨¢tomo, del virus o del concepto. Las cosas existen entre las cosas, no en un tubo en ensayo. No obstante, hay aqu¨ª otro enredo. Abstraer significa tambi¨¦n recogerse, retirarse, hacer caso omiso, dejar algo a un lado. Hoy, parad¨®jicamente, resulta dif¨ªcil abstraerse de las incontables abstracciones que se cocinan en los laboratorios (medi¨¢ticos, cient¨ªficos o filos¨®ficos).
Como puede verse, el problema que plantea la escol¨¢stica es de actualidad. Hay que decidir cu¨¢l es el estatus ontol¨®gico del ¡°universal¡±, la realidad de lo abstracto (ling¨¹¨ªstico o matem¨¢tico). Su modo de existencia tiene consecuencias tanto para la l¨®gica como para la teolog¨ªa (y, por supuesto, para la teor¨ªa del conocimiento, que todav¨ªa no es una disciplina). La intensidad de la discusi¨®n medieval es fascinante. Su origen es la traducci¨®n de Boecio de la Isagoge de Porfirio (un comentario sobre las categor¨ªas de Arist¨®teles). El disc¨ªpulo de Plotino prefiere ser cauto y no se pronuncia: ¡°No intentar¨¦ dilucidar si los g¨¦neros o las especies existen por s¨ª mismos o s¨®lo en la inteligencia, ni, en el caso de subsistir, si son corporales o incorporales, ni si existen separados de los objetos sensibles o formando parte de los mismos.¡± Porfirio reconoce que el problema le desborda. No sabe que dos mil a?os despu¨¦s Frege y Russell seguir¨¢n d¨¢ndole vueltas al asunto. Desde una perspectiva budista, se trata de un pseudoproblema (avyak?ta), un asunto que carece de soluci¨®n y sobre el que es mejor no entretenerse. Uno puede tomar una postura o la contraria, pero sin aferrase demasiado a su elecci¨®n.
En muchos sentidos, el problema de los universales afecta a todas las cuestiones importantes de la filosof¨ªa. No s¨®lo a la l¨®gica, tambi¨¦n a la ontolog¨ªa y a la teor¨ªa del conocimiento, pues afecta el hecho mismo de pensar. Borges hizo una f¨¢bula del asunto en Funes el memorioso, con tanta audacia como Wittgenstein en algunos pasajes de las Investigaciones filos¨®ficas. Las dos grandes posturas son el realismo y el nominalismo. Seg¨²n el realismo, los universales existen realmente y su existencia es ¡°anterior¡± a las cosas. Si no fuera as¨ª, ser¨ªa imposible entender las cosas particulares. Pero su realidad no es del mismo tipo que la realidad de las cosas situadas en el espacio y el tiempo. Los universales existen en la mente de Dios (o el cielo plat¨®nico), de ah¨ª que no est¨¦n sometidos a las contingencias de lo emp¨ªrico. Para el nominalismo, sin embargo, los universales no son reales, sino que est¨¢n ¡°despu¨¦s¡± de las cosas. Su realidad radica en las abstracciones que realiza la inteligencia humana, pero, fuera de ella, no existen. Esto abre la puerta a una postura intermedia, el realismo moderado, para el cual los universales existen realmente pero s¨®lo en cuanto formas de las cosas particulares. Es decir, estas tres posturas consideran los universales como (1) arquetipos en la mente de Dios (Plat¨®n), (2) formas de las cosas (Arist¨®teles) y (3) vocablos mediante los cuales hablamos de las cosas (nominalistas). El universal es una apuesta por lo divino trascendente. No deja de ser curioso que nuestra ¨¦poca descre¨ªda, heredera de la muerte de Dios, reviva en el algoritmo. Un instrumento que trabaja con categor¨ªas que funcionan como universales.
Para Boecio los universales son s¨®lo objetos del entendimiento, pero que subsisten realmente en los individuos, pues han sido corporeizados y sensibilizados por los accidentes. Abelardo considera esta postura inaceptable. La experiencia confirma que las especies son diferentes entre s¨ª y no pod¨ªan serlo si tuvieran en com¨²n el mismo g¨¦nero. El universal ¡°animal¡± existe por entero en el hombre y el caballo, pero en un caso el animal es racional y en el otro irracional. De suerte que una misma cosa es ella misma y su contraria, lo cual resulta inaceptable. Para Abelardo, la fuente de estas dificultades radica en creer que los universales son reales. El universal es, simplemente, aquello que puede predicarse de diferentes cosas. Y, puesto que no puede atribuirse a las cosas, debemos atribuirlo a las palabras. La universalidad no es sino la funci¨®n l¨®gica de ciertas palabras (en esto es muy moderno). ?Regresa Abelardo al nominalismo de su antiguo maestro Roscelino, para el cual el universal es s¨®lo una emisi¨®n de la voz? No exactamente. Si fuera as¨ª, la l¨®gica quedar¨ªa reducida a la gram¨¢tica y ser¨ªa tan correcto decir ¡°el hombre es un mineral¡± como ¡°el hombre es un animal¡±. ?D¨®nde est¨¢ la raz¨®n de que unas proposiciones sean l¨®gicamente v¨¢lidas y otras no? Abelardo responde diciendo que las cosas se prestan a que se prediquen de ellas los universales y que es natural que sea as¨ª porque los universales no existen fuera de las cosas. El universal se fundamenta en las cosas y esa fundamentaci¨®n la llama ¡°estado¡±. El error es confundir ¡°hombre¡±, que no es nada, con ¡°ser un hombre¡±, que es algo concreto. Hay que partir de lo concreto para explicar la validez l¨®gica de lo universal. No se trata de recurrir a una esencia compartida sino de admitir que determinados individuos existen en el ¡°estado¡± de hombre. Estos ¡°estados¡± son las cosas mismas y, a partir de ellas, deducimos los universales.
Percibimos las cosas y la mente se forma una imagen de ellas. Si el objeto desaparece del campo de visi¨®n o es destruido, podemos todav¨ªa imaginarlo. Tales im¨¢genes se distinguen de las on¨ªricas o de la imaginaci¨®n de cosas nunca vistas. Mientras que la representaci¨®n de un individuo concreto es una imagen viva y detallada, la de un universal es d¨¦bil e indeterminada. Por lo tanto ¡°universal¡± es una palabra que alude a una imagen confusa que el pensamiento ha extra¨ªdo de una pluralidad de individuos que se encuentran en el mismo ¡°estado¡±. Abelardo limita as¨ª el conocimiento seguro a lo particular, mientras que cuando pensamos en lo universal nos encontramos en un ¨¢mbito vago e impreciso. Cuando vemos por primera vez una mujer de la que nos han hablado durante mucho tiempo, siempre experimentamos cierta sorpresa. No corren mejor suerte los universales, nos dice Abelardo, cuyo parecido a las formas interiores de las cosas es equivalente al que hay entre la mujer imaginada y la presente. Lo universal es un asunto de opini¨®n, la ciencia genuina es siempre ciencia de lo particular. Bien mirado, si consideramos que el fondo de la realidad es mental, y no f¨ªsico (lo f¨ªsico ser¨ªa un sedimento de lo mental), el problema desaparece. Pero esa soluci¨®n queda fuera del alcance de la imaginaci¨®n medieval.
La l¨®gica de Abelardo
La l¨®gica de Abelardo tiene una gran importancia hist¨®rica. Desde Boecio y Escoto Er¨ªgena no hay nada comparable a su obra. Su influencia en el pensamiento medieval es profunda. Abelardo reduce lo real a lo individual y lo universal al significado (incorp¨®reo), sentando las bases para una cr¨ªtica l¨®gica de la metaf¨ªsica. En primer lugar, plantea la cuesti¨®n de si la naturaleza de los universales es corp¨®rea o incorp¨®rea. En segundo, si est¨¢n separados de las cosas sensibles o inscritos en ellas. Y finalmente, si los g¨¦neros y las especies siguen teniendo significado cuando han desaparecido los individuos a los que corresponden.
El entendimiento no se enga?a al pensar separadamente la materia y la forma, pero se enga?a al creer que existen de separadamente. G¨¦neros y especies s¨®lo existen en el entendimiento, pero aluden a seres (estados) reales. El significado de lo universal radica en lo particular (hay m¨¢s realidad en ¡°S¨®crates¡± que en ¡°hombre¡±). Ahora bien, respecto a si los universales son corp¨®reos o incorp¨®reos, Abelardo sostiene que su ¡°cuerpo¡± es el sonido de la palabra pronunciada, mientras que su capacidad de hacer referencia a una multitud de individuos es incorp¨®rea. La palabra es ¡°cuerpo¡±, pero su sentido no lo es.
Respecto a si los universales existen en las cosas sensibles o fuera de ellas, Abelardo distingue entre Dios y el alma (que existen fuera de ellas) y las formas de los cuerpos (que existen en ellas). En cuanto designan formas de las cosas, los universales existen en ellas, pero en cuanto las designan por abstracci¨®n, est¨¢n separadas de ellas. Para Abelardo este es un modo de reconciliar a Plat¨®n con Arist¨®teles, pues el estagirita dice que las formas s¨®lo existen en lo sensible, lo cual es cierto, mientras que para Plat¨®n conservar¨ªan su naturaleza (en el pensamiento divino), aunque no fueran captadas por nosotros, lo cual tambi¨¦n es cierto.
Finalmente, queda la cuesti¨®n de si seguir¨¢n existiendo los universales cuando desaparezcan los individuos a los que hacen referencia. Abelardo responde que, en cuanto nombres que significan algo, dejar¨ªan de existir, puesto que ya no tienen nada que designar. Sin embargo, su significado seguir¨ªa existiendo y, aunque no hubiera rosas, podr¨ªa decirse ¡°la rosa ya no existe¡±.
?tica
Abelardo aboga por una pluralidad epistemol¨®gica. Concibe el cristianismo como una verdad incluyente, de la que participan, en menor medida, el legado filos¨®fico griego y la cultura hebrea. Las tres tradiciones son ¡°verdaderas¡±, siendo la cristiana la m¨¢s amplia y comprehensiva. Conoce y explora los caminos que van de una tradici¨®n a otra en el Di¨¢logo entre un fil¨®sofo, un jud¨ªo y un cristiano.
La libertad es el punto central de la ¨¦tica de Abelardo, que se adelanta a la fenomenolog¨ªa. El bien o el mal no son realidades al margen de la intencionalidad. La bondad o la maldad moral de todo acto no puede juzgarse por su efecto, sino ¨²nicamente por la disposici¨®n de ¨¢nimo y las intenciones del agente. Elo¨ªsa se lo recordar¨¢: ¡°Te hice mucho mal. Pero sabes que soy inocente. No es la obra, sino la intenci¨®n del agente, lo que constituye el crimen. Tampoco lo que se hace, sino el esp¨ªritu con que se hace¡±. Como te¨®logo, Abelardo intent¨® explicar racionalmente los dogmas, sobre todo el de la Trinidad. En este punto fracas¨®. Como Ramon Llull, lleg¨® a creer que la dial¨¦ctica ten¨ªa como funci¨®n esclarecer las verdades de la fe y la refutaci¨®n de los infieles. Pese a esos errores de c¨¢lculo, no fue un librepensador ni tampoco un precursor del racionalismo. El testimonio de Pedro el Venerable de sus ¨²ltimos d¨ªas lo confirma.
Una historia desdichada
La vida de Abelardo la cuenta ¨¦l mismo en una carta a un amigo desconocido titulada Historia Calamitatum. De joven renuncia a las armas y a la progenitura y se marcha a Par¨ªs a estudiar dial¨¦ctica con Guillermo Champeaux. Seguro de s¨ª y no sin cierta arrogancia, lo desaf¨ªa y se gana su enemistad. Seg¨²n su propio testimonio, con sus argumentos le obliga a abandonar la posici¨®n realista (plat¨®nica) que mantiene respecto a los universales. No s¨®lo lo derrota en la contienda dial¨¦ctica, sino que le roba los estudiantes y funda su propia escuela. Tras su ¨¦xito con la ret¨®rica y la dial¨¦ctica, ambicioso, prueba con la teolog¨ªa. Desaf¨ªa al ilustre te¨®logo Alselmo de La¨®n, que ¡°dominaba admirablemente la palabra, pero su contenido era despreciable y carec¨ªa de razones¡±.
¡°La prosperidad hincha a los necios y la tranquilidad mundana debilita el vigor del esp¨ªritu, que se disipa a trav¨¦s de los placeres de la carne. Crey¨¦ndome el ¨²nico fil¨®sofo que quedaba en el mundo, comenc¨¦ a soltar los frenos de la carne que hasta entonces hab¨ªa tenido raya¡±. Es entonces cuando conoce a Elo¨ªsa (H¨¦lo?se, 1092-1164), una joven sensible y brillante. Su rostro, nada vulgar, y su talento, atraen su atenci¨®n, a pesar de que piensa, como lo hace su ¨¦poca, que la filosof¨ªa y la teolog¨ªa deben ir acompa?adas de la continencia. Finalmente se ve ¡°dominado por la soberbia y la lujuria¡±. La providencia ¡°pondr¨¢ remedio, sin yo quererlo, a estas dos enfermedades. Primero a la lujuria, priv¨¢ndome de los ¨®rganos con los que la ejercitaba, despu¨¦s a la soberbia, humill¨¢ndome con la quema de aquel libro que tanto estimaba¡± (un concilio perpetrado por sus enemigos le obliga a destruir su tratado teol¨®gico).
Abelardo ofrece algunos detalles del romance. Las clases particulares que imparte a Elo¨ªsa se incendian de pasi¨®n. ¡°Con el pretexto de la ciencia nos entregamos por entero al amor. Y el estudio de la lecci¨®n nos ofrec¨ªa los encuentros secretos que el amor deseaba. Abr¨ªamos los libros, pero pasaban ante nosotros m¨¢s palabras de amor que de la lecci¨®n. Mis manos se dirig¨ªan m¨¢s f¨¢cilmente a sus pechos que a las p¨¢ginas¡±.
La aventura termina como el rosario de la aurora. Tras casarse en secreto y dar a luz a un ni?o, al que llaman Astrolabio, el acoso de sus enemigos los obliga a retirarse cada uno a un monasterio. Cuando Elo¨ªsa entra en el convento siente que ¨¦l la ha abandonado para salvar su carrera como profesor. Abelardo sufre la venganza de Fulberto, t¨ªo y tutor de Elo¨ªsa, que env¨ªa unos esbirros para castrarlo. ¡°Me encontraba durmiendo en una habitaci¨®n secreta de mi posada, cuando me castigaron con una cruel¨ªsima e inclasificable venganza. Me amputaron aquellas partes de mi cuerpo con las que hab¨ªa cometido el mal que lamentaba¡±.
No acaban ah¨ª sus males. En su intento de conciliar fe y raz¨®n, escribe, a requerimiento de sus estudiantes (que piden razones humanas y filos¨®ficas), un tratado sobre la Unidad y la Trinidad divinas. Parte del supuesto de que no se puede creer lo que no se entiende, y que los que predican algo que no entienden son ¡°ciegos que gu¨ªan a otros ciegos¡±. Sus enemigos denuncian el tratado y congregan un concilio para juzgarlo. La sentencia es clara, se le obliga a destruir la obra y a recluirse a perpetuidad en un monasterio.
Horrorizado por el libertinaje de los monjes y tras sucesivas humillaciones del abad, huye durante la noche con algunos disc¨ªpulos. Se refugia en las tierras del conde Teobaldo y se une a los monjes de Troyes. Solicita al conde que interceda por ¨¦l y que le permitan vivir mon¨¢sticamente donde considere. Finalmente, se le permite vivir en soledad y no sometido a ninguna abad¨ªa. ¡°Me dirig¨ª a un lugar solitario en el t¨¦rmino de Troyes. En una parcela que me dieron, con el permiso del obispo, levant¨¦ con ca?as y paja un oratorio que dediqu¨¦ a las Sant¨ªsima Trinidad.¡± Cuando sus estudiantes se enteran, acuden en masa para poblar su soledad. ¡°Dejaban las ciudades y sustitu¨ªan los alimentos delicados por las hierbas salvajes y el pan duro, los lechos blandos por camastros de paja¡±. Imita a los pitag¨®ricos, ¡°que trataron de habitar en la soledad y en lugares desiertos¡±, y a Plat¨®n, que siendo rico fund¨® su escuela en un arrabal desierto y pestilente de Atenas. En el nuevo monasterio, llamado Paraclito, ¡°escond¨ª mi cuerpo mientras mi fama cabalgaba por el mundo¡±. Pero sus enemigos no cesan de acosarle, sobornan a los asaltantes de caminos para que lo asesinen, tratan de envenenarle, le amenazan con una espada en la yugular, ¡°hasta el punto de que medita atravesar las fronteras de los cristianos y vivir entre los sarracenos¡±. En una ca¨ªda del caballo se rompe una de las v¨¦rtebras del cuello. La fractura le causa ¡°mayor dolor y m¨¢s debilitamiento que mis heridas anteriores¡±. De simple monje es elevado a abad. ¡°Tanto m¨¢s desdichado cuanto m¨¢s rico. Creo que con mi ejemplo se podr¨¢ refrenar la ambici¨®n de aquellos que apetecen esta carrera¡±.
Elo¨ªsa
Elo¨ªsa procede del convento de Argenteuil a las afueras de Par¨ªs. All¨ª ha sido educada por monjas hasta la adolescencia. Cuando llega a Par¨ªs ya es c¨¦lebre por su inteligencia y dominio del lat¨ªn, el griego y el hebreo. Abelardo se refiere a ella como la m¨¢s renombrada en el arte literario. Sus antecedentes familiares son desconocidos, aunque, seg¨²n una leyenda (muy del gusto franc¨¦s por el amor furtivo) es hija de una abadesa y del senescal de Francia. En Par¨ªs, se encuentra bajo la tutela de su t¨ªo Fulbert, can¨®nigo de N?tre Dame. Tiene entre 15 y 17 a?os cuando se convierte en alumna de Abelardo, c¨¦lebre por su encanto personal y que vive en la c¨²spide de la fama. Venerado por las damas, se ha enriquecido con los honorarios de los estudiantes y es considerado el m¨¢s eminente de los dial¨¦cticos.
La leyenda de sus amor¨ªos se forja al albur de canciones y poemas. Como un trovador, Abelardo compone canciones en lat¨ªn sobre su romance y las melod¨ªas seducen a eruditos e ignorantes. Todo Par¨ªs canta a Elo¨ªsa cuando, en oto?o de 1114, Abelardo inicia una serie de cartas que acabar¨¢n convirti¨¦ndose en las Epistolae duorum amantium o Cartas de los dos amantes. Una correspondencia que mezcla alusiones ¨ªntimas con referencias teol¨®gicas y que acaba siendo el monumento fundacional de la literatura francesa.
M¨¢s que una correspondencia amorosa, se trata de una correspondencia sobre el amor, que, en cierto sentido, anticipa el amor libre, alejado de las reglas sociales y del matrimonio. Elo¨ªsa utiliza el t¨¦rmino dilectio (que toma prestado de Tertuliano), como forma de amor intelectual. Lo define como una alineaci¨®n entre iguales y una sumisi¨®n voluntaria en respuesta a la amistad recibida. Su definici¨®n del amor es triplemente revolucionaria: primero porque es una mujer la que expresa su opini¨®n sobre el tema, despu¨¦s porque habla desde su experiencia personal y, finalmente, porque entiende que la diferencia de sexos se traduce en diferentes formas de amar. Entre alumna y profesor se establece una relaci¨®n prohibida que no excluye la violencia: ¡°?cu¨¢ntas veces no us¨¦ amenazas y golpes para forzar tu consentimiento?¡± Las noches de pasi¨®n llevan a los dos amantes hasta el goce doloroso: ¡°a veces le pegaba, le daba golpes por amor, (¡) por ternura (¡) y estos golpes eran m¨¢s dulces que todos los b¨¢lsamos. (¡) todo lo que la pasi¨®n puede imaginar como ins¨®lito, lo a?ad¨ªamos¡±.
Elo¨ªsa es la primera mujer conocida en Europa que trasmuta la p¨¦rdida del amado en artificio literario. Se han conservado tres de sus cartas a Abelardo. Lo que leemos en ellas es sorprendente. Las dos primeras traslucen un estado de ¨¢nimo que va de la a?oranza intensa y el dolor por el abandono, hasta la recriminaci¨®n y la admiraci¨®n ilimitada. Son cartas escritas para la posteridad, donde los dos protagonistas se cuentan episodios que ambos conocen y que, en una correspondencia real, ser¨ªa absurdo mencionar. Adem¨¢s de esas tres cartas, se han conservado los Problemata, una serie de preguntas que Elo¨ªsa formula a su amado acerca de algunos pasajes oscuros de las escrituras. A ellos se a?ade una ¨²ltima carta de Elo¨ªsa a Pedro el Venerable, abad de Cluny, que protegi¨® a Abelardo en sus ¨²ltimos a?os. Se trata de una obra reducida, aunque una lectura cuidadosa revela aspectos fascinantes, sobre todo consideraciones sobre el amor carnal, que constituyen un episodio fundamental de la literatura er¨®tica de todos los tiempos. En esos pasajes, los m¨¢s hermosos de la correspondencia, Elo¨ªsa muestra un gran dominio de los recursos capaces de conmover al lector. La penetraci¨®n de la l¨®gica no es f¨¢cil de olvidar. ¡°Deber¨ªa quemar esta carta. Por ella ver¨¢s que estoy pose¨ªda por una pasi¨®n vehement¨ªsima hacia ti¡ Mi alma est¨¢ siempre vacilando entre la pasi¨®n y la gracia, que luchan continua y vigorosamente por tomar asiento exclusivo en mi esp¨ªritu.¡±
Las dos primeras cartas de Elo¨ªsa, comentadas intensamente por Petrarca, cautivaron la imaginaci¨®n europea y convirtieron a la pareja en amantes legendarios. Peter Dronke comenta: ¡°Dante cre¨® el mito de Beatriz y Petrarca el de Laura. Aqu¨ª fue la mujer, y no el hombre, quien cre¨® mediante la literatura un mito de amor a partir de una cruda realidad¡±. Y lo hizo con maestr¨ªa, mediante una prosa r¨ªtmica y el uso de cadencias lentas y r¨¢pidas, paralelismos r¨ªtmicos entre oraciones principales y subordinadas. Cuando Abelardo la conoce, Elo¨ªsa ya es famosa en todo el reino por su conocimiento de las letras. Abelardo sabe de l¨®gica, Elo¨ªsa de literatura. Y es el primero el que asimila el estilo de la segunda. L¨®gica y literatura compenetradas en el amor. El estilete del silogismo frente a la caricia de la poes¨ªa. Argumento y sentimiento acompasados por el ritmo y la rima. Una relaci¨®n no unidireccional (Abelardo maestro de Elo¨ªsa), sino de una complementariedad exquisita y tr¨¢gica. Ambos citan fuentes paganas y cristianas: Horacio, Ovidio, Cicer¨®n, San Agust¨ªn y San Jer¨®nimo. El amor es una herida que s¨®lo el amado puede curar y el nombre m¨¢s dulce imaginable es el de la persona amada (Ovidio). Elo¨ªsa cita a San Pablo, que exige que ¡°el marido cumpla con la mujer el deber conyugal¡±, reclamando que esa deuda sexual ¡°se pague religiosamente¡±. Prefiere ¡°el amor al matrimonio, la libertad a las cadenas¡±. Mejor ¡°ser la concubina de Abelardo que la emperatriz de Augusto¡±. Con gusto ir¨ªa al infierno con tal de encontrar a su amado. Sus afirmaciones no son una reacci¨®n en caliente, est¨¢n pensadas cuidadosamente y expresadas de modo estilizado y po¨¦tico, como si el destino fatal de su amor fuera un material valioso para la fundaci¨®n de un g¨¦nero literario.
Elo¨ªsa se lamenta de su entrada en el convento, que Abelardo ha decidido por ella, y de haber ca¨ªdo en el olvido por su parte. ¡°Ni siquiera te dignas a dirigirme una palabra de aliento cuando est¨¢s presente, ni una carta de consuelo en tu ausencia.¡± Tampoco se hace ya demasiadas ilusiones: ¡°Te uni¨® a mi la concupiscencia m¨¢s que la amistad, el fuego de la pasi¨®n m¨¢s que el amor. Cuando termin¨® lo que deseabas, se esfumaron tambi¨¦n sus manifestaciones.¡± No reh¨²ye las palabras fuertes: ¡°mientras goz¨¢bamos de los placeres del amor y nos entreg¨¢bamos a la fornicaci¨®n, la severidad divina nos perdon¨®. Pero cuando corregimos nuestros excesos y cubrimos con el honor del matrimonio la torpeza de la fornicaci¨®n, entonces la c¨®lera del Se?or hizo pesar fuertemente su mano sobre nosotros¡ y sufriste en tu cuerpo lo que ambos hab¨ªamos cometido.¡± Nunca le interes¨® el matrimonio. ¡°El nombre de esposa parece m¨¢s santo y vinculante, pero para m¨ª la palabra m¨¢s dulce es la de amiga y, si no te molesta, la de concubina y meretriz... Dejaste en el tintero la mayor¨ªa de los argumentos que te di y en los que prefer¨ªa el amor al matrimonio y la libertad al v¨ªnculo conyugal [¡] He de confesar que aquellos placeres me fueron tan dulces que ni me desagradan ni pueden borrase de mi memoria. Adonde quiera que miro siempre se presentan ante mis ojos con sus vanos deseos. Ni siquiera en sue?os dejan de ofrecerme sus fantas¨ªas.¡±
Abelardo es ¡°el ¨²nico due?o de mi cuerpo y mi voluntad¡±, pero de ¨¦l no le atrae el dardo lacerante de su l¨®gica, sino sus dotes como trovador y poeta amoroso, ¡°la gracia de hacer versos y de cantar¡ que le han ganado fama universal y hasta los legos entonan sus melod¨ªas¡±. Y ella, protagonista de esos poemas, se convierte en la envidia de todas las mujeres. A esa vanagloria se une la pena. Elo¨ªsa se considera la causante de la ca¨ªda en desgracia de Abelardo y no duda en citar fuentes b¨ªblicas y mis¨®ginas donde las mujeres provocan la ruina de los hombres (Ad¨¢n, Sans¨®n, Salom¨®n, David, Job). Acusa a Dios de ¡°crueldad extrema¡± para con su amado. Es capaz de llevar a cabo los actos m¨¢s extremos de penitencia, pero le resulta ¡°dificil¨ªsimo arrancar del pensamiento el deseo de los mayores placeres¡±. ¡°Yo, que deber¨ªa gemir por los pecados cometidos, suspiro, m¨¢s bien, por los que me he perdido¡±. Incluso en la celebraci¨®n de la misa, ¡°los fantasmas de esos placeres cautivan mi alma¡±. Ese contraste entre la devoci¨®n exterior y la interior le hace pensar, con San Agust¨ªn, que la continencia es una virtud mental y no f¨ªsica.
Lo m¨¢s interesante y actual del personaje de Elo¨ªsa es que reh¨²ye tanto la lectura rom¨¢ntica como la clerical. No es la hero¨ªna apasionada y rebelde, insurgente a las exigencias cristianas que condenan la carne y que finge capitular. Tampoco una Magdalena arrepentida de su sensualidad. Elo¨ªsa no reniega de su pasi¨®n ni renuncia a sus deseos. Es capaz de transmutarlos en poes¨ªa. Prefiere ser poeta que santa, est¨¢ m¨¢s cerca del artista que de la religiosa. De hecho, dir¨¢ que no quiere que se la recuerde s¨®lo como la abadesa que lleg¨® a ser, sino tambi¨¦n como la amante y concubina de Abelardo, cuyos sufrimientos en vida han superado a los personajes de Ovidio y como alguien que ha llevado hasta el l¨ªmite la obediencia al dominus que amaba. ¡°Dios sabe que, en todas las ocasiones de mi vida, tem¨ª ofenderte a ti m¨¢s que a ?l y que quise agradarte a ti m¨¢s que a ?l. Fue tu amor, no el de Dios, el que me mand¨® tomar el h¨¢bito religioso¡±. El mundo alaba su papel de abadesa y ella insiste en echar por tierra ese enga?o autocomplaciente, en no mentir sobre las emociones que todav¨ªa lleva dentro. ¡°Los hombres dicen que soy casta, porque no saben lo hip¨®crita que soy. Consideran una virtud la pureza de la carne, si bien dicha virtud no pertenece al cuerpo, sino al alma¡±. Conmina a Abelardo a que deje de alabarle. ¡°No incurras en la infamia del adulador, ni en el crimen del mentiroso¡±. Y guarda para s¨ª una ¨²ltima carta: ¡°Te lo pido: recela siempre de m¨ª¡±. Todo un ejemplo de esa tensi¨®n esencial, nunca resuelta, entre l¨®gica y poes¨ªa. Un magnetismo que hace posible la er¨®tica del conocimiento. La tensi¨®n esencial. El vaiv¨¦n incesante entre el amor plat¨®nico y el aristot¨¦lico.
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