El oficio imposible
Pocas profesiones est¨¢n m¨¢s desprestigiadas que la pol¨ªtica, pero uno ve con indulgencia a los integrantes de esa curiosa corporaci¨®n. Por avatares de la vida, uno ha conocido a pol¨ªticos diversos. Y, aparte de los incalificables, los hay tambi¨¦n de cuerpo entero, pol¨ªticos que han pagado el precio de defender la libertad y otros que, de forma modesta, se entregan a una gesti¨®n oscura y laboriosa, a favor de sus convecinos. A los primeros nunca habr¨ªa que olvidar (menos ahora, cuando la paz corre el riesgo de confundirse con la amnesia), pero los segundos son tan numerosos como desconocidos. Unos y otros merecen todo el respeto. Dejando constancia de esa admiraci¨®n, hay que reconocer que la defensa de la clase pol¨ªtica resulta complicada, y en ello no tiene tanto que ver la conducta como el discurso. En efecto, la clase pol¨ªtica es responsable de difundir una incalculable esperanza: la de que nuestra felicidad est¨¢ en sus manos. Y esto desencadena, en consecuencia, la frustraci¨®n de no conseguirla nunca.
En Europa, la clase pol¨ªtica ha educado a la ciudadan¨ªa en una radical invalidez. Ha inoculado el virus de la incapacidad para hacer nada, para tomar ninguna iniciativa, para resolver el m¨¢s m¨ªnimo problema. Hasta las cat¨¢strofes naturales o los peores accidentes ¡°podr¨ªan haberse evitado¡± si cierto informe o cierta comisi¨®n hubieran conjurado a tiempo la amenaza. Dado que de la realidad se encargan los pol¨ªticos, nuestra ¨²nica verdadera ocupaci¨®n es protestar (e ¡°indignarnos¡±). Hay una frase, cara a nuestro lehendakari, pero que todo pol¨ªtico suscribe sin dudar, aquella de que ellos est¨¢n ¡°para resolver los problemas de la ciudadan¨ªa¡±. Asombra designio tan incre¨ªble. Y en ¨¦l radica el desprestigio de los pol¨ªticos: si ellos est¨¢n para resolver nuestros problemas (y habida cuenta de que nunca dejaremos de tenerlos) su gesti¨®n genera una irritante frustraci¨®n.
El ambicioso objetivo choca con un obst¨¢culo de car¨¢cter metaf¨ªsico: los seres humanos no son felices. En ese sentido, la suposici¨®n de que el Estado nos puede llevar a la felicidad constituye una bomba de relojer¨ªa construida sobre tres diab¨®licas instancias: 1) Como los pol¨ªticos se atribuyen la gesti¨®n de nuestra felicidad, toda reclamaci¨®n de m¨¢s poder y m¨¢s recursos deviene incontestable 2) Como son incapaces de conseguirla, el saldo de su gesti¨®n ser¨¢ siempre frustrante y 3) La frustraci¨®n desencadena el desprestigio de la pol¨ªtica, lo cual, como demuestra la historia, culmina en el desprestigio de la democracia y, a la postre, en la aparici¨®n de dictadores, caudillos, gordillos, demagogos o tiranos.
Ser¨ªa m¨¢s f¨¢cil defender un quehacer tan honesto y necesario como el de los pol¨ªticos si estos no hubieran cometido la estupidez de imaginarse capaces de resolvernos la vida y, todav¨ªa peor, de jur¨¢rnoslo en voz alta. No habr¨¢ jam¨¢s subida de impuestos que satisfaga objetivo tan enorme.
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