Solemnidad o petulancia
Dead Can Dance demanda recogimiento para degustar un discurso ralentizado
Un d¨ªa despu¨¦s de actuar en el Primavera Sound barcelon¨¦s frente a una multitud azotada por la ventolera impenitente, Dead Can Dance recal¨® en un entorno, el del Circo Price, en teor¨ªa mucho m¨¢s propicio para su tecno-pop ¨¦tnico e inusual, hipn¨®tico y a c¨¢mara lenta, una ambros¨ªa muy apreciada entre las mentes circunspectas. El d¨²o australiano demanda no ya atenci¨®n, sino recogimiento, para degustar un discurso que acontece siempre de forma ralentizada, en las fronteras mismas de la percepci¨®n absorta.
Lisa Gerrard y Brendan Perry encajan bien en los c¨¢nones de las extra?as parejas. Los dos abogan por una belleza introspectiva, pero proyectada de manera bien dispar. Perry (cr¨¢neo despoblado y perilla cana, como un Peter Gabriel de las ant¨ªpodas) asume una expresividad pudorosa mientras Gerrard, rub¨ªsima y repeinada, se refugia en un hieratismo inquietante, con vestido negro y capa de cortesana medieval. Impert¨¦rrita incluso cuando percute con las varillas sobre el salterio, pero dotada de una voz privilegiada y poderosa, de belleza ancestral.
El d¨²o se sostiene en una complementariedad casi tangencial, lo que quiz¨¢s explique los 16 a?os de silencio transcurridos hasta el reciente alumbramiento de Anastasis (y el lleno en el Price, 1.800 almas). Brendan se comporta como un Jim Morrison del ambient, excelente en Lovegrove y Children of the sun ¡ªel mejor t¨ªtulo del nuevo repertorio¡ª, pero desangelado cuando sepulta Song to the siren, de Tim Buckley, bajo una avalancha de teclados new age, y yermo en su aproximaci¨®n (Ime prezakias) al rebetiko griego. La mirada de Lisa es instant¨¢neamente m¨¢s ¨¦tnica y mediterr¨¢nea, tan amiga de las sonoridades magreb¨ªes como de las turcas, aunque esa mezcla de instrumentos org¨¢nicos con un ej¨¦rcito de sintetizadores parezca una f¨®rmula algo grandilocuente de integrar sensibilidades orientales y occidentales.
El resultado es de una solemnidad abrumadora, pero su capacidad de cautivar (Sanvean, la casi renacentista Return of the she king) bordea otras veces la petulancia. Dead Can Dance abandera un sonido h¨ªbrido y opulento que parece concebido para probar equipos musicales de alta gama (si alguno sobrevive a¨²n a la morralla del mp3), pero la suntuosidad casi siempre deriva en exceso. Incluso ese bajista que inyecta algo de calor a la mezcla aparece solo ocasionalmente, orillado por la infanter¨ªa del teclado. Una tropa que casi siempre apunta m¨¢s al bulto que al coraz¨®n.
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