Enga?o y verdad en la cocina del mar
La aparente cocina marinera, hija y deudora de las capturas de los pescadores del entorno, apenas existe en la oferta de la restauraci¨®n
Cocinar es una fugaz aventura para un instante de necesidad y placer. Una rutina que reclama dignidad y respeto hacia uno mismo y al comensal. El oficio es privado, crea estilo al elaborar un guiso, apa?ar un mero bocata o construir, lentamente, una idea de un arroz denso y barroco, para que sea como una postal del mar.
En la cocina se duda pero se experimenta poco. No es un laboratorio de dados, humos y colorines. El vulgar que se alimenta tienta una imposible perfecci¨®n. Busca la reedici¨®n de aquello que dese¨®, nada habitual o que no existe.
Un plato evoca un lugar fant¨¢stico, una persona, un gusto extinguido. Las citas de ocasi¨®n en la mesa buscan emular instantes, cocciones, toques y sabores mitificados. Son las obras de la memoria, de las matriarcales mesas mediterr¨¢neas. La cocinera tuvo mano y pulso para las medidas sin gramos y ojo sin reloj para mesas cotidianas y de fiesta.
La meta es construir un arroz denso y barroco, para que sea como una postal
El oficio del cocinero crece desde la ra¨ªz y el riesgo de la prueba/error en la imitaci¨®n. Es una v¨ªa tradicional que desde?a rituales de magia y manoseos contempor¨¢neos. Los chefs no son ¨ªdolos, son modelos.
Asar, fre¨ªr o hervir un pescado, sin ejecutar el pescado en una operaci¨®n de exterminio o siderurgia, solo se hace bien en casas privadas. As¨ª pasa con los huevos fritos ¡ªno rotos, tan cansinos¡ª sino en su formato: puntillas doradas y crujientes, con la yema sin cuajar o p¨¢lida. Es el juego de riegos y equilibrios.
No se necesitan rudimentos de alquimia para ali?ar galletas trempades o cuadrar un pa amb oli can¨®nico, apto para diez apellidos de compa?¨ªa. Prima el gesto primitivo y honesto antes que el decorado de los excesos.
En los d¨ªas largos, los nativos insulares y la gigantesca masa de visitantes sienten la atracci¨®n del litoral, ser comensales de cocina de pescado. Con est¨®mago ansioso recorren las islas para hallar plaza y catar supuestos frutos del mar inmediato. Hay muchas factor¨ªas: cafeter¨ªas, bares, chiringuitos, restaurantes de casualidad y mesas de altas pretensiones.
Nada es lo que parece. Los lugares de leyenda y palabrer¨ªa son derribados en los portales de la red donde el cliente expresa su an¨®nima opini¨®n. No hay gu¨ªas libres, cr¨ªticas
Un plato evoca un lugar fant¨¢stico, una persona, un gusto extinguido
En el bullicio del est¨ªo se confirma una casi universal derrota. Las multitudes son v¨ªctimas de una ficci¨®n instalada en la gastronom¨ªa tur¨ªstica.
La aparente cocina marinera, hija y deudora de las capturas del pescadores del entorno, apenas existe en la oferta de la restauraci¨®n. En las cartas no hay una expresi¨®n de la variedad de presentaciones y la diversidad de pescados, moluscos, crust¨¢ceos, mariscos propios.
Tampoco se preparan los men¨²s con la lenta precisi¨®n y pulcritud que merece la cultura gastron¨®mica popular que naci¨® de la proximidad e inmediatez, sin paternidades. Falla la base porque no se usan productos de la pesca local, tan escasa en su vertiente tradicional y sostenible, tan abusiva en los bous de arrastre que asolan el fondo.
La inmensa mayor¨ªa de las cartas de lugares muy poblados de clientes sirven especies procedentes de granjas, peces de laboratorio, alimentados con piensos y antibi¨®ticos. Tienen grasa, la espina deformada, han enloquecido al dar vueltas toda su vida, apretujados en una c¨¢rcel de agua: doradas, lubinas, rodaballos y langostinos son de estanques ¡°de crianza¡±. Las escasas lubinas de mar son dichas ¡°salvajes¡± para distinguirlas de las de piscifactor¨ªa.
Esa cocina es, pues, en general, de granja o de lugares lejanos, de aguas oce¨¢nicas. La materia arriba a la mesa tras una muy larga peregrinaci¨®n en hielos, escamas, descongelados y l¨ªquidos refrigerados. La referencia del origen y la identidad de los pescados y mariscos se disfrazan. ?Qu¨¦ pasa en las bambalinas de mayoristas, mercados y restaurantes?
A dos metros del Mediterr¨¢neo se sirve, en verano, en Mallorca un supuesto chanquete que no es de M¨¢laga ni jonquillo porque no lo hay en el mar, no es su temporada. Es un bichito blanco, cual gusanito, que se importa en bloques congelados de la China. Eso se oculta. El enga?o se repite en otros platos.
El acto de transformar en manjares la fauna del mar es un homenaje. Las capturas rinden sus sabores y texturas con m¨ªnima intervenci¨®n: aflora la tersura rotunda del cap roig apenas hervido, bestia bella y feroz. Flota la ligereza del salmonete de roca, de cuatro dedos, frito sin furia, rebozado con harina y piment¨®n. La ofrenda es tributo un susurro contra suplantaciones.
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