La multitudes de fuera
Si insistimos en la necesidad de ¡®limpiar¡¯ de turistas el centro de Barcelona, estamos al borde de una disimulada xenofobia
Es raro el d¨ªa que no me cruzo con turistas. No bien atravieso el portal de mi casa, esa gente que viaja por placer, seg¨²n nos ense?a el Mar¨ªa Moliner que es un turista, me encuentro con ellos. Los veo en frente de mi domicilio, deslumbrados por el skyline de Barcelona. Se sientan en unos bancos dise?ados para hacerles m¨¢s pr¨®ximos la l¨ªnea del horizonte, como si pudieran tocarlo. O como si pudieran beberse el mar que divisan. Tambi¨¦n es raro el d¨ªa en que no me preguntan algo. Dado que mi vivienda est¨¢ en el trayecto que tienen que hacer para llegar al Parc G¨¹ell, se me acercan con sus planos desplegados. Algo desorientados me preguntan por el camino exacto que los lleve hasta Gaud¨ª. A veces me da por pensar que lo hacen, no tanto por mi asesoramiento callejero, como por ganas de hablar con alg¨²n lugare?o. Trato de ser escueto y eficaz en mis referencias, pero cuando los veo que se me quedan mirando como si lamentaran que todo acabe ah¨ª, es cuando les pregunto de d¨®nde vienen. Unos son de Bremen. Otros de Kioto. No faltan de Buenos Aires. Abundan los italianos o los franceses, seg¨²n las ¨¦pocas. Conoc¨ª una pareja de Helsinki y continuamos hablando en un restaurante gallego que hay a la vuelta de mi casa, entre tapas y ca?as. Si responden a mi palique, miel sobre hojuelas. No siempre soy tan fant¨¢stico. Cuando el horno no est¨¢ para bollos, procuro cumplir con un m¨ªnimo de educaci¨®n y medida amabilidad. Nunca olvido que alguna vez durante el a?o, yo tambi¨¦n soy turista. Yo tambi¨¦n pregunto. Y tambi¨¦n deseo que me den cuerda. Hasta aqu¨ª puedo decir que los turistas vienen hasta m¨ª. Pero a veces tambi¨¦n voy en busca de ellos. Me aposento en cualquiera de los bancos del paseo de Gr¨¤cia y los veo pasar. Tal vez no con la indiferencia premeditada con que Baudelaire, desde las terrazas de los boulevares parisienses, miraba a las multitudes. Mi observaci¨®n es m¨¢s solidaria, aunque probablemente no menos neur¨®tica que la de aquel c¨¦lebre personaje de Edgar Allan Poe que no bien comenzaba la noche se adentraba hasta las entra?as de las multitudes. Era su modus vivendi y su fascinante misterio.
Estas Navidades invit¨¦ a unos amigos a cenar en un restaurante de la plaza Real. Es un restaurante italiano cuya especialidad son las pizzas. Puede que pertenezca a alguna cadena. Mis amigos dudaron. Lo hicieron porque ellos, como mucha gente de copiosas lecturas y sensibles al devenir poco halag¨¹e?o que nos depara el planeta, y como tambi¨¦n mucha gente ignorante, pensaron que no era ese el lugar apropiado. Un restaurante en el coraz¨®n del turismo de masas, entre la turba invasiva, qu¨¦ podr¨ªa ofrecernos sino una comida prefabricada. Adem¨¢s el entorno no ayudaba a disipar ninguna de sus muchos prejuicios. Ni el restaurante, ni su decoraci¨®n, ni la gente, la mayor¨ªa italianos, adem¨¢s de alemanes e ingleses. Pedimos tres pizzas y dos platillos de calamares a la romana. Cuando terminamos de cenar, mis amigos reconocieron la calidad de lo ingerido y, sobre todo, la calidad de los calamarcitos fritos como si los estuvi¨¦ramos deglutiendo en el Albaic¨ªn de Granada. Subimos, luego, por las Ramblas hasta plaza Catalunya. All¨ª nos despedimos y nos deseamos un feliz 2015. Yo contento porque me pareci¨® que hab¨ªa ganado para mi causa a unos buenos amigos.
Mi causa es que no podemos pasarnos toda la vida estigmatizando a los turistas
Mi causa es que no podemos pasarnos toda la vida estigmatizando a los turistas. No podemos seguir creyendo que ya no se puede caminar por las Ramblas porque ellos, adem¨¢s de ensuciar, nos robaron el espacio. Que yo sepa los turistas no nos echaron de ning¨²n lado. No nos echaron de las Ramblas porque la progres¨ªa comprometida (la pija no baj¨® nunca, ni siquiera en los a?os setenta), esa progres¨ªa de la que yo formo tambi¨¦n parte, se march¨® sola. Desertamos de las Ramblas mucho antes del 92. Otra cosa muy distinta es exigir una mejor gesti¨®n del turismo. Si alguien cree que el turismo con valor a?adido y no solo depredador, es posible ponerlo en pr¨¢ctica en Barcelona, que es posible, no tendr¨¦ ninguna objeci¨®n que hacer. Todo lo contrario. Pero s¨ª la tengo y la tendr¨¦ con ese sector de la inteligencia barcelonesa que va elaborando una ideolog¨ªa de la precauci¨®n respecto a ese contaminante calor de masas que no es de casa nostra.
Si insistimos tanto en la necesidad de limpiar (palabra que suele usarse, no s¨¦ con cu¨¢nta mayor o menor conciencia de su peligros¨ªsima connotaci¨®n) de turistas el centro de Barcelona para que podamos recuperar nuestro para¨ªso perdido, creo que estaremos al borde de pisar terreno pantanoso, tan pantanoso como una disimulada xenofobia disfrazada del ideal de espacio p¨²blico, p¨²blico sobre todo para los que no son de fuera.
El turista es alguien que viene de otro lugar. Es un extra?o. Para no pocos, la ciudad ideal debe inmunizarse de los ¡°otros¡±. En fin, un asunto muy espinoso. Mientras tanto, tengamos mucho cuidado c¨®mo tratamos a los que vienen a conocernos. No vendr¨ªa mal recordar unas palabras del pensador coreano Byung-Chul Han: ¡°Aun cuando el extra?o no tenga ninguna intenci¨®n hostil, incluso cuando de ¨¦l no parta ning¨²n peligro, ser¨¢ eliminado a causa de su otredad¡±.
J. Ernesto Ayala-Dip es es cr¨ªtico literario
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