La angustia quiere acabar con todo
Hollywood ha ido modelando la mentalidad contempor¨¢nea de un modo irreparable
La industria cinematogr¨¢fica de los Estados Unidos es una cadena de producci¨®n que no descansa ni tiene fiestas que guardar. A su cat¨¢logo pertenecen las superproducciones que se estrenan simult¨¢neamente en todo el planeta y las ficciones de serie B que inundan la programaci¨®n televisiva del mundo libre. De ser una pausa para el reposo, la industria del entretenimiento ha pasado a ser la autoridad que gu¨ªa el comportamiento de una poblaci¨®n emocionalmente traumatizada e intelectualmente maltratada. Como sede de la nueva religi¨®n mundial no debe ser desde?ada. No en vano Hollywood (bosque sagrado) imita con sus fantas¨ªas las sentencias de las divinidades antiguas.
La mercanc¨ªa narrativa de la Meca del cine (formidable met¨¢fora para la moderna religi¨®n del mercado) ha ido modelando la mentalidad contempor¨¢nea de un modo irreparable. Har¨¢ falta ser un antrop¨®logo marciano para reconocer la eficacia con que los guionistas han organizado el imaginario universal. Su principal obsesi¨®n, la necesaria destrucci¨®n del mundo, se desliza entre las banalidades de cualquier argumento cinematogr¨¢fico y desde all¨ª pronuncia su promesa de castigo y redenci¨®n. La audiencia masiva, sometida a la ansiedad de la existencia, se siente intrigada por el desenlace prof¨¦tico del malestar.
La factor¨ªa de ficciones cinematogr¨¢ficas se ha puesto al servicio de un doble compromiso: por un lado, debe sosegar los s¨ªntomas de un conflicto patol¨®gico; aunque por otro, debe garantizar que siga siendo incurable. Las pulsiones que dominan el imaginario estadounidense, las que elabora con magistral destreza su industria del entretenimiento, se distinguen por esta doble condici¨®n: mientras exorcizan la angustia comunitaria, la excitan.
Para entenderlo hace falta adoptar una nueva perspectiva y sustraerse a la fascinaci¨®n de las candilejas. La serie House of cards, por ejemplo, no debe leerse como una cr¨ªtica al despiadado ejercicio del poder que ejercen los pol¨ªticos en Washington, sino precisamente como su m¨¢s depurada apolog¨ªa: su did¨¢ctica ense?a a la audiencia de qu¨¦ va el juego.
Las l¨ªneas maestras de la gran obsesi¨®n americana rigen la narrativa audiovisual del cine y la televisi¨®n: las armas de fuego como emblema heroico del pionero que ante el peligro se las arregla solo y por su cuenta; los autom¨®viles, sistem¨¢ticamente destruidos una y otra vez, venga o no venga a cuento; la a?oranza por el melanc¨®lico esp¨ªritu de las praderas en un Far West exento de indios; los zombis, los muertos vivientes como met¨¢fora de la sospecha que atenaza el cuello de cada espectador: la de no estar vivo del todo; la morbosa recreaci¨®n de todo cuanto asesino en serie, secuestrador, can¨ªbal, violador o pederasta aparece en la cr¨®nica de sucesos; la inminencia de la cat¨¢strofe final, ya sea at¨®mica, ambiental o c¨®smica, evocada con mec¨¢nica insistencia: desde El Planeta de los simios hasta la demolici¨®n de la Casa Blanca por los enemigos venidos del espacio estelar. Todo argumento gira alrededor de lo mismo: trasgresi¨®n, crimen, culpa y castigo. La pulsi¨®n dominante, la obsesi¨®n nacional recurrente, que alienta el deseo de acabar con todo de una vez.
Miles y miles de horas de programaci¨®n televisiva, reproducen, emiten y esparcen las semillas de esta pulsi¨®n violenta y suicida. Un pa¨ªs que elabora, exporta y celebra estas obsesiones como si fueran obras de arte es un pa¨ªs que, obviamente, tiene un problema. La causa habr¨¢ que buscarla en un extra?o conflicto de identidad: los ciudadanos estadounidenses no saben qui¨¦nes son. ?Qu¨¦ se puede esperar del ¨²nico pa¨ªs del mundo que no tiene nombre?
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