La misteriosa pol¨ªglota
Barcelona es una ciudad en la que pasan cosas diminutas cada segundo. Part¨ªculas de fen¨®menos humanos, casi imperceptibles
Barcelona es una ciudad en la que pasan cosas diminutas cada segundo. Part¨ªculas de fen¨®menos humanos, casi imperceptibles. Por ello camino tanto por sus calles, aunque termino al final de mi recorrido desembocando siempre en Passeig de Gr¨¤cia. Una vez atravesada la Diagonal, enfilo la avenida hacia el mar. Pero antes hago un alto en el Francesco de Val¨¨ncia con Passeig de Gr¨¤cia y me tomo un cortado. Compruebo que una de sus trabajadoras de la barra ha ascendido en su empleo, ahora es encargada. Tengo ganas de felicitarla pero me contengo. Me basta con verla feliz. Salgo de all¨ª y entro en la Casa del Llibre, donde si pido la ¨²ltima novela de Sara Vaughan o John Grisham nadie me responde que a esos autores no los venden. Salgo con un libro y me siento en uno de los tres bancos que est¨¢n a su salida. Hago esta operaci¨®n por la ma?ana o por la tarde. Esta rutina, caminar, que me gustar¨ªa tan alada como El hombre que camina, de Giacometti, me ayuda a vivir en silencio y a dialogar conmigo mismo, como si me fuera preguntando si ya estoy preparado para hacerlo con los dem¨¢s.
La semana pasada me ocurri¨® algo que no s¨¦ si sabr¨¦ relatar tan bien como lo har¨ªa un escritor de talento. Las ganas de compartir la experiencia imponen mi imprudencia est¨¦tica. Estaba a punto de levantarme del asiento, cuando una mujer se me acerca y me pregunta en castellano si yo era espa?ol. En principio me dej¨® algo descolocado, no tanto por su pregunta como desde donde la hizo, desde detr¨¢s del banco donde estaba sentado, como si cayera del cielo. Tal fue as¨ª que primero me lleg¨® su pregunta como un ruego o quejido lastimero, profesional. Cuando se puso delante de m¨ª, conect¨¦ su voz a su f¨ªsico, alta, moderadamente delgada, vestida con unas ropas que quer¨ªan ser modernas aunque se vieran algo desgastadas, no supe bien si por su uso o por ir a la intemperie. Su edad era indefinida, como si quisiera disimularla. Me pregunt¨® si hablaba ingl¨¦s o franc¨¦s o italiano. Le ment¨ª con un indisimulado desinter¨¦s que era franc¨¦s, ante lo cual me larg¨® una parrafada de la que no me enter¨¦ de nada. Instant¨¢neamente le confes¨¦ que era espa?ol. Entonces me dijo que acababa de salir de un hospital y que necesitaba alg¨²n dinero para poder alquilar una habitaci¨®n esa misma noche. Antes de decirle nada, le pregunt¨¦ si sab¨ªa ingl¨¦s y que me lo repitiera en esa lengua. Lo hizo y esta vez entend¨ª mejor, algo que, por otra parte, me disgust¨® bastante porque observ¨¦ que su pronunciaci¨®n era mejor que la m¨ªa. Le ped¨ª que lo repitiera en italiano. ?Se lo hab¨ªa aprendido todo de memoria? ?O era una pol¨ªglota?
Le pregunt¨¦ si sab¨ªa decir en esas lenguas algo m¨¢s que la limosna que rogaba. Entonces, como si se hubiera tratado de una ofensa, me empotr¨® otra parrafada, en las tres lenguas, esta vez de sintaxis y contenido m¨¢s complejos, que me dej¨® mudo. ?D¨®nde aprendi¨®, usted se?ora, estas lenguas, adem¨¢s del castellano y el catal¨¢n? ¡°Bueno, escuch¨¢ndolas hablar¡±, dijo, como si me indicara que para aprenderlas no necesit¨® ninguna academia. ?Pero d¨®nde? ¡°Por ah¨ª, alg¨²n viaje por ah¨ª, otro por all¨¢¡±. No insist¨ª m¨¢s porque tuve la impresi¨®n de que ella misma era incapaz de determinar cu¨¢ndo, d¨®nde y c¨®mo hab¨ªa obtenido esa facilidad idiom¨¢tica.
Le di un billete de cinco euros y le pregunt¨¦ por qu¨¦ hac¨ªa eso, pedir dinero. Me contest¨® que solo lo necesitaba para esa noche, que al d¨ªa siguiente acudir¨ªa a una asistente social y todo se ir¨ªa resolviendo. Me lo dijo as¨ª, casi como si estuviera segura de que nada contradir¨ªa esa mec¨¢nica. ¡°?De d¨®nde es usted?¡±, me pregunt¨® y tuve la extra?a certeza de que realmente se interesaba por m¨ª. ¡°Nac¨ª en Argentina¡±, le contest¨¦. ¡°Ya lo sab¨ªa, pero ?d¨®nde?¡±. ¡°Buenos Aires¡±. ¡°Ah, uno de mis sue?os es caminar alg¨²n d¨ªa por la Avenida de Mayo hasta la Casa Rosada. Bueno, se?or, tenga usted muy buena tarde y muchas gracias por su generosidad¡±. Me sorprendi¨® el tono lastimero y teatral de la primera vez, como si de pronto hubiera descubierto que algo la hab¨ªa apartado de su faena diaria. Y se perdi¨® entre el r¨ªo de turistas hacia la Diagonal.
Permanec¨ª sentado con el libro que acababa de comprar, La isla de los conejos, de Elvira Navarro. Lo hoje¨¦ un largo rato y me detuve en una an¨¦cdota de uno de sus relatos. A una mujer se le muere su hijo de c¨¢ncer. Ante esa inmensa p¨¦rdida, la mujer decide morir como su hijo. Comienza a ingerir todos los alimentos cancer¨ªgenos que encuentra a su paso. Hab¨ªa decidido morir tambi¨¦n de c¨¢ncer.
Vuelvo al mismo sitio. Pero la misteriosa pol¨ªglota todav¨ªa no se ha presentado.
Ernesto Ayala-Dip es cr¨ªtico literario.
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