Qu¨¦ nos hace humanos
En palabras de Oliver Sacks: "Qu¨¦ nos hace humanos - una obra de Matt Ridley- es una mirada minuciosa y atractiva sobre nuestra interpretaci¨®n de los genes y la experiencia".
Pr¨®logo
Doce hombres barbudos
?Ay, ay, c¨®mo culpan los mortales a los dioses!,
pues de nosotros, dicen, proceden los males.
Pero tambi¨¦n ellos por su estupidez soportan dolores
m¨¢s all¨¢ de lo que les corresponde.
Homero, Odisea
(traducci¨®n de Jos¨¦ Luis Calvo)
?Revelado el secreto de la conducta humana?, rezaba el titular a toda plana del peri¨®dico dominical brit¨¢nico Observer del 11 de febrero de 2001. ?El entorno, y no los genes, clave de nuestros actos?. La historia ten¨ªa su origen en Craig Venter, el hombre de los genes que hab¨ªa triunfado por su propio esfuerzo y fundado una compa?¨ªa para descifrar la secuencia completa del genoma humano (el suyo propio) compitiendo con un consorcio internacional financiado con fondos procedentes de impuestos y donaciones. Esa secuencia —una hilera de tres mil millones de letras formada por un alfabeto de cuatro letras que contiene la receta completa para la construcci¨®n y el funcionamiento de un cuerpo humano— iba a publicarse en el curso de la semana siguiente. El primer an¨¢lisis hab¨ªa revelado que el genoma humano s¨®lo conten¨ªa 30.000 genes, no los 100.000 que se hab¨ªa calculado hasta pocos meses antes.
Los detalles ya se hab¨ªan divulgado a los periodistas, pero con la prohibici¨®n de publicarlos. Aun as¨ª, Venter difundi¨® la historia en una reuni¨®n p¨²blica en Lyon el 9 de febrero. Robin McKie del Observer se encontraba entre los asistentes e inmediatamente consider¨® que la cifra 30.000 ya era p¨²blica. Se acerc¨® a Venter y le pregunt¨® si se daba cuenta de que la prohibici¨®n quedaba sin efecto. S¨ª, se daba cuenta. No era la primera vez que, en los tiempos de rivalidad cada vez m¨¢s encarnizada sobre el genoma humano, la versi¨®n de Venter se anunciaba en titulares antes que la de sus rivales. ?Simplemente no tenemos los suficientes genes para que esta idea del determinismo biol¨®gico sea cierta?, dijo Venter a McKie. ?La maravillosa diversidad de la especie humana no est¨¢ integrada en nuestro c¨®digo gen¨¦tico. Nuestro entorno es decisivo?2.
Contemplando la primera edici¨®n del Observer, otros peri¨®dicos siguieron el ejemplo. ?El descubrimiento del genoma conmociona a los cient¨ªficos: el mapa gen¨¦tico contiene muchos menos genes de lo que se pensaba: la importancia del ADN queda minimizada?, proclamaba el San Francisco Chronicle a ¨²ltima hora de ese domingo3. Las revistas cient¨ªficas se apresuraron a levantar la prohibici¨®n y la historia se public¨® en los peri¨®dicos de todo el mundo. ?El an¨¢lisis del genoma humano descubre muchos menos genes?, entonaba el New York Times4. No s¨®lo McKie se hab¨ªa adelantado a publicar la historia; Venter hab¨ªa fijado el tema.
Se hab¨ªa creado un nuevo mito. En realidad, el n¨²mero de genes humanos en nada cambiaba las cosas. Los comentarios de Venter ocultaban dos conclusiones err¨®neas: la primera, que menos genes supon¨ªan m¨¢s influencias ambientales; y la segunda, que 30.000 genes eran ?muy pocos? para explicar la naturaleza humana cuando 100.000 habr¨ªan sido suficientes. Como me dijo unas semanas antes sir John Sulston, uno de los directores del Proyecto Genoma Humano, s¨®lo 33 genes, presentes cada uno en dos variedades (activas o inactivas), bastar¨ªan para hacer que cada ser humano del mundo fuese ¨²nico. Hay m¨¢s de diez mil millones de formas de echar una moneda al aire 33 veces. As¨ª que, despu¨¦s de todo, 30.000 no es un n¨²mero tan peque?o. Dos multiplicado por s¨ª mismo 30.000 veces produce un n¨²mero mayor que el n¨²mero total de part¨ªculas en el universo conocido. Adem¨¢s, si menos genes significara m¨¢s libre albedr¨ªo, eso har¨ªa m¨¢s libres a las moscas del vinagre que a las personas, a las bacterias m¨¢s libres todav¨ªa y a los virus, los John Stuart Mill de la biolog¨ªa.
Afortunadamente, no eran necesarios unos c¨¢lculos tan complicados para tranquilizar a la poblaci¨®n. No se ve¨ªa a la gente lament¨¢ndose por la calle ante las humillantes noticias de que nuestro genoma ten¨ªa menos del doble de genes que el de un gusano. Nada se hab¨ªa adjudicado al n¨²mero 100.000, simplemente era una mala conjetura. Pero despu¨¦s de un siglo de argumentos cada vez m¨¢s repetitivos sobre el ambiente frente a la herencia no ten¨ªa nada de extra?o que la publicaci¨®n del genoma humano hubiera eliminado las barreras del debate naturaleza-entorno. Era, con la posible excepci¨®n de la cuesti¨®n irlandesa, el argumento intelectual que menos hab¨ªa cambiado en el siglo que acababa de finalizar. Hab¨ªa dividido a fascistas y comunistas tan n¨ªtidamente como sus pol¨ªticas. Hab¨ªa continuado implacable a lo largo de los descubrimientos de los cromosomas, el ADN y el Prozac. Estaba predestinado a debatirse tan encarnizadamente en 2003 como lo fue en 1953, el a?o del descubrimiento de la estructura del gen, o en 1900, el a?o en que comenz¨® la gen¨¦tica moderna. Hasta el genoma humano se aleg¨® desde un principio como argumento a favor del entorno frente a la naturaleza*.
Durante m¨¢s de cincuenta a?os algunas voces sensatas se hab¨ªan elevado para pedir el fin del debate. La cuesti¨®n de la naturaleza frente al entorno se hab¨ªa declarado desde agotada y acabada hasta in¨²til y err¨®nea: una falsa dicotom¨ªa. Todo aquel con una pizca de sentido com¨²n sab¨ªa que los seres humanos son el resultado de una interacci¨®n entre los dos. Sin embargo, nadie pudo detener la discusi¨®n. Inmediatamente despu¨¦s de declarar el debate in¨²til o agotado, el cl¨¢sico protagonista se precipitar¨ªa a la batalla y empezar¨ªa a acusar a otros de exagerar la importancia de uno u otro extremo. Los dos lados de este debate son los nativistas, a los que a veces llamar¨¦ genetistas o partidarios de la herencia o la naturaleza, y los empiristas, a los que algunas veces llamar¨¦ ambientalistas o partidarios del entorno.
Antes de nada, d¨¦jenme que ponga las cartas sobre la mesa. Creo que tanto la naturaleza o la herencia como el ambiente explican la conducta humana. No respaldo una tendencia ni la otra, pero eso no significa que est¨¦ adoptando una postura ?a mitad de camino?. Como dijo una vez el pol¨ªtico tejano Jim Hightower: ?En mitad del camino no hay m¨¢s que una l¨ªnea amarilla y un armadillo muerto?. Mi intenci¨®n es demostrar que, efectivamente, el genoma ha cambiado todo; no ha cerrado el debate ni ha ganado la batalla a favor de un lado u otro, sino que ha pulido los argumentos de ambos extremos hasta llegar al punto medio. El descubrimiento de c¨®mo influyen realmente los genes en la conducta humana, y c¨®mo influye la conducta humana en los genes, est¨¢ a punto de dar una forma completamente nueva al debate. Ya no se trata de la naturaleza frente al ambiente, sino de la naturaleza por v¨ªa del ambiente (Nature via Nurture, que es el t¨ªtulo original de este libro). Los genes est¨¢n concebidos para dejarse guiar por el entorno. Para comprender lo ocurrido habr¨¢ que abandonar las ideas que acariciamos y no formar opiniones definitivas. Habr¨¢ que entrar en un mundo en el que nuestros genes no son maestros de t¨ªteres que tiran de las cuerdas de nuestra conducta, sino t¨ªteres a merced de nuestra conducta; un mundo en el que el instinto no es lo contrario del aprendizaje, donde las influencias ambientales son a veces menos reversibles que las gen¨¦ticas y donde la naturaleza est¨¢ dise?ada para dar soporte al entorno. Estas frases f¨¢ciles y aparentemente vac¨ªas cobran vida por primera vez en ciencia. Me propongo contar historias fant¨¢sticas desde las profundidades m¨¢s rec¨®nditas del genoma para mostrar c¨®mo se conforma el cerebro humano para dar soporte al entorno. En resumidas cuentas mi argumento es ¨¦ste: cuanto m¨¢s destapamos el genoma, m¨¢s vulnerables a la experiencia resultan ser los genes.
Imagino una fotograf¨ªa tomada en el a?o 1903. Es de un grupo de hombres reunidos en un congreso internacional, tal vez en un lugar de moda como Baden-Baden o Biarritz. ?Hombres? no es realmente la palabra exacta, porque aunque no hay mujeres, hay un ni?o, un beb¨¦ y un fantasma; pero el resto son hombres de mediana o avanzada edad, en su mayor parte ricos y todos blancos. De ¨¦stos hay doce y, como corresponde a la ¨¦poca, una gran cantidad de barbas. Hay dos americanos, dos austriacos, dos ingleses, dos alemanes, un holand¨¦s, un franc¨¦s, un ruso y un suizo.
Es, ?qu¨¦ l¨¢stima!, una fotograf¨ªa imaginaria, ya que la mayor¨ªa de estas personas nunca se conocieron. Pero, al igual que la famosa fotograf¨ªa de 1927 de un grupo de f¨ªsicos en Solvay —aquella en la que figuran Einstein, Bohr, Marie Curie, Planck, Schr?dinger, Heisenberg y Dirac—, mi foto captar¨ªa ese momento de agitaci¨®n en el que un empe?o cient¨ªfico ofrece un mont¨®n de ideas nuevas5. Mis doce hombres eran los que reun¨ªan las principales teor¨ªas de la naturaleza humana que iban a dominar el siglo xx.
El fantasma que flota por encima de las cabezas es Charles Darwin, que en el momento de la fotograf¨ªa llevaba muerto 21 a?os y ten¨ªa la barba m¨¢s larga de todas. La idea de Darwin es buscar el car¨¢cter del hombre en la conducta del simio y demostrar que existen rasgos universales de conducta humana, como sonre¨ªr. El sujeto entrado en a?os que se sienta erguido en el extremo izquierdo es el primo de Darwin, Francis Galton, de 81 a?os pero en plena forma; las patillas le cuelgan a los lados de la cara como ratones blancos. Galton es el ferviente defensor de la herencia. A su lado se sienta el americano William James, de 61 a?os, de barba abundante y desali?ada. Es un defensor del instinto y mantiene que los seres humanos poseen m¨¢s impulsos que otros animales, no menos. A la derecha de Galton hay un bot¨¢nico, fuera de lugar en un grupo que se interesa por la naturaleza humana, que frunce el ce?o tristemente tras su barba desordenada. Es Hugo de Vries, de 55 a?os, el holand¨¦s que descubri¨® las leyes de la herencia antes de darse cuenta de que hac¨ªa treinta a?os que un monje moravo llamado Gregor Mendel se le hab¨ªa adelantado. Al lado de De Vries est¨¢ el ruso Ivan Pavlov, 54 a?os, la barba completamente gris. Es un defensor del empirismo que cree que la clave de la mente humana reside en el reflejo condicionado. A sus pies se sienta John Broadus Watson, el ¨²nico bien afeitado, que convertir¨¢ las ideas de Pavlov en ?conductismo? y afirmar¨¢ ser capaz de alterar la personalidad a voluntad simplemente mediante el entrenamiento. A la derecha de Pavlov se hallan el alem¨¢n Emil Kraepelin, rechoncho, con gafas y bigote, y el vien¨¦s Sigmund Freud, de cuidada barba, ambos de 47 a?os y esforz¨¢ndose los dos en influir sobre generaciones de psiquiatras a fin de alejarles de las explicaciones ?biol¨®gicas? y acercarles a dos conceptos muy distintos de historia personal. Al lado de Freud se encuentra el pionero de la sociolog¨ªa, el franc¨¦s ?mile Durkheim, de 45 a?os y barba especialmente tupida, que insiste en que la realidad de los hechos sociales supera la suma de sus partes. A su lado se encuentra su alma gemela a este respecto: un germano-americano (emigr¨® en 1885), el gallardo Franz Boas, de 45 a?os, bigotes ca¨ªdos y una cicatriz resultado de un duelo; Boas tiende a insistir cada vez m¨¢s en que la cultura configura la naturaleza humana y no al contrario. El ni?o que est¨¢ delante es el suizo Jean Piaget, barbilampi?o, cuyas teor¨ªas de imitaci¨®n y aprendizaje llegar¨¢n a madurar a mediados de siglo. El beb¨¦ en el cochecito es el austriaco Konrad Lorenz, que en la d¨¦cada de 1930 reavivar¨¢ el estudio del instinto y describir¨¢ el concepto vital de creaci¨®n de lazos afectivos mientras se deja crecer una bonita perilla blanca.
No voy a afirmar que ¨¦stos fueran necesariamente los m¨¢ximos estudiosos de la naturaleza humana, o que todos fueran igualmente brillantes. Existen muchos, tanto muertos como a¨²n por nacer, que de no ser as¨ª merecer¨ªan figurar en la fotograf¨ªa. David Hume y Emmanuel Kant deber¨ªan estar ah¨ª, pero hac¨ªa mucho tiempo que hab¨ªan muerto (s¨®lo Darwin logra enga?ar a la muerte para la ocasi¨®n); tambi¨¦n deber¨ªan estar los te¨®ricos modernos George Williams, William Hamilton y Noam Chomsky, pero todav¨ªa no hab¨ªan nacido. Tambi¨¦n Jane Goodall, que descubri¨® la individualidad en los simios. Y tal vez tambi¨¦n algunos de los novelistas y dramaturgos m¨¢s perceptivos.
Pero voy a afirmar algo bastante sorprendente acerca de estos doce hombres. Ten¨ªan raz¨®n. No siempre, ni siquiera completamente, y no me refiero a que tuvieran raz¨®n desde el punto de vista moral. Casi todos se excedieron al proclamar sus propias ideas y criticarse unos a otros. Uno o dos de ellos alumbran, deliberada o fortuitamente, perversiones grotescas de pol¨ªtica ?cient¨ªfica? que perturbar¨¢n su reputaci¨®n para siempre. Pero ten¨ªan raz¨®n en el sentido de que todos ellos aportaron una idea original con un germen de verdad en ella; cada uno coloc¨® un ladrillo en el muro.
Realmente, la naturaleza humana es una mezcla de los principios generales de Darwin, la herencia de Galton, los instintos de James, los genes de De Vries, los reflejos de Pavlov, las asociaciones de Watson, la historia de Kraepelin, la experiencia formativa de Freud, la cultura de Boas, la divisi¨®n del trabajo de Durkheim, el desarrollo de Piaget y la creaci¨®n de lazos afectivos de Lorenz. Todas estas cosas se pueden encontrar en la mente humana. Ninguna descripci¨®n de la naturaleza humana ser¨ªa completa sin todas ellas.
Pero —y aqu¨ª es donde empiezo a pisar terreno nuevo— es totalmente enga?oso situar estos fen¨®menos en un espectro que abarque desde la naturaleza al entorno, desde lo gen¨¦tico a lo ambiental. En cambio, para comprender todos y cada uno de ellos, es necesario entender los genes. Los genes son los que permiten que la mente aprenda, recuerde, imite, cree lazos afectivos, absorba cultura y exprese instintos. Los genes no son maestros de t¨ªteres ni planes de acci¨®n. Ni tampoco son solamente los portadores de la herencia. Su actividad dura toda la vida; se activan y desactivan mutuamente; responden al ambiente. Puede que dirijan la construcci¨®n del cuerpo y el cerebro en el ¨²tero, pero luego se ponen a desmantelar y reconstruir lo que han hecho casi inmediatamente —en respuesta a la experiencia—. Son causa y consecuencia de nuestras acciones. En cierto modo los partidarios del ?entorno? se han asustado absurdamente a la vista del poder y la inevitabilidad de los genes y se les ha escapado la mayor lecci¨®n de todas: los genes est¨¢n de su parte.
Pr¨®ximo fragmento: Memoria de Espa?a, de Fernando Garc¨ªa de Cort¨¢zar.
Babelia
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