Meditaciones en el desierto
Agust¨ª Calvet, Gaziel, fue un escritor y periodista catal¨¢n, cuya longeva vida transit¨® por la Segunda Rep¨²blica, la Guerra Civil y la dictadura. Escribi¨® estas memorias que abarcan un periodo de la posguerra y constituyen su obra maestra.
1946
12 de mayo de 1946
SALUD SOSPECHOSA.
Ortega y Gasset, en la conferencia que dio hace pocos d¨ªas en el Ateneo de Madrid, dijo que Espa?a hab¨ªa salido de la Guerra Civil con una salud a prueba de bombas. ?Una salud indecente?, creo que dijo. S¨ª; debe de ser aquella salud que ya defin¨ªa Jules Romains, en boca del Dr. Knock: ?C'est un ¨¦quilibre inestable qui n'annonce rien de bon?.
14 de mayo de 1946
LA FALLA CAPITAL
Despu¨¦s del hundimiento de la monarqu¨ªa, en 1931, en Espa?a siguieron fallando todos los estamentos civiles y todos los resortes de gobierno que desde la Restauraci¨®n borb¨®nica y en especial desde la tr¨¢gica muerte de su autor, C¨¢novas, se hab¨ªan ido deteriorando sin remedio en torno a la venerable instituci¨®n. Por eso se hundi¨® tambi¨¦n la rep¨²blica y volvi¨® a estallar, finalmente, la guerra fratricida que la obra canovista parec¨ªa haber arrinconado para siempre. 1936 fue un retorno a lo peor del siglo XIX. Pero, en el conjunto de causas que nos ha conducido a la situaci¨®n actual, la m¨¢s nueva, nunca vista hasta entonces en Espa?a, ni en los m¨¢s negros tiempos del ochocientos, ha sido la falla, desde 1936 hasta ahora, del estamento intelectual, porque con ¨¦l ha fallado hasta el propio latido de la conciencia p¨²blica. La inextricable situaci¨®n en que hoy se halla el pa¨ªs, diez a?os despu¨¦s de aquel estallido de barbarie, a¨²n no es m¨¢s que el vac¨ªo total provocado por el mutismo cobarde y absoluto de la intelectualidad espa?ola que vive dentro de Espa?a.
Una guerra civil s¨®lo puede superarse descartando por igual a los dos bandos fratricidas que se enzarzaron en la contienda. La lucha salvaje entre tesis y ant¨ªtesis debe zanjarse con la s¨ªntesis. Y ¨¦sta brilla por su ausencia: se trata de la tercera Espa?a, capaz de volver a fundir la roja y la blanca. La tercera Espa?a, no combatiente, sino pacificadora y reconstructora, que s¨®lo podr¨ªa haber sido inspirada (y no dirigida) por la conciencia superior de una intelectualidad viva y aut¨¦ntica.
15 de mayo de 1946
FALTA LA TERCERA ESPA?A
Durante los meses de agosto y septiembre de 1936, un grupo de exiliados espa?oles, intelectuales de lo m¨¢s variopinto, nos reun¨ªamos en Par¨ªs, en casa de L¨®pez Llaus¨¤s, el editor y librero barcelon¨¦s, hoy residente en Buenos Aires, entonces expatriado, tanto si quer¨ªa como si no, al igual que nosotros. Y habl¨¢bamos, naturalmente, de la tragedia espa?ola.
Estaban Ortega y Gasset, Pittaluga, Garc¨ªa Morente, Hernando, Pi i Sunyer (August) y unos cuantos m¨¢s, hasta sumar una veintena. Mara?¨®n a¨²n no hab¨ªa huido de Espa?a (lo hizo m¨¢s tarde), y los ¨²nicos catalanes que hab¨ªa ¨¦ramos, adem¨¢s del librero y su esposa —nuestros anfitriones—, Carles Soldevila y yo, con alguna aparici¨®n vaga y tard¨ªa de Joan Estelrich, que ya iba buscando su propio camino.
El motivo capital de nuestras reuniones era averiguar si cab¨ªa la posibilidad de intentar algo, como estamento pensante de un pa¨ªs hecho pedazos; y, en el caso de que la respuesta fuera afirmativa, un¨¢nime o aprobada por mayor¨ªa, qu¨¦ era lo que ten¨ªamos que hacer. Yo propuse con insistencia la creaci¨®n de una revista en la que, sin combatir a nadie, para no echar m¨¢s le?a al fuego, pudiese ir defini¨¦ndose de forma elevada y serena el esp¨ªritu de una Espa?a futura, au-dessus de la m¨ºl¨¦e. No ocult¨¦ que seguramente, a mi entender, si lo hici¨¦ramos ser¨ªamos furiosamente maltratados por los dos bandos en liza. Pero, como compensaci¨®n a ese calvario previsto, el mundo entero —excepto Espa?a y las fuerzas del mal que, relacionadas con ella, desde el exterior avivaban las llamas— nos escuchar¨ªa y nos respetar¨ªa; y m¨¢s tarde o m¨¢s temprano, cuando se hubiese vertido suficiente sangre e hiciese falta una luz para salir de las tinieblas, el mundo y la propia Espa?a agradecer¨ªan nuestro noble esfuerzo.
Pero enseguida me di cuenta de que no pod¨ªa estar m¨¢s equivocado. Deb¨ªa de ser mi nefasto sino, porque, al igual que hab¨ªan sido del todo in¨²tiles los modestos esfuerzos que period¨ªsticamente hab¨ªa hecho para apartar al pa¨ªs del abismo en el que de forma tan irracional se empecinaba en sumergirse, ahora tampoco mis compa?eros de exilio ve¨ªan con buenos ojos lo que yo les propon¨ªa.
Desde Ortega y Gasset, que era como el pont¨ªfice de la intelectualidad castellana, hasta el m¨¢s modesto de los all¨ª reunidos, casi todos s¨®lo pensaban, en medio de aquel gran temporal, en nadar y guardar la ropa. Pronto supe que iban ubic¨¢ndose, silenciosamente y a hurtadillas, en la facci¨®n que m¨¢s les conven¨ªa. Sobre todo Morente, que ya deb¨ªa de estar pensando en su posterior ?conversi¨®n?, se opuso en¨¦rgicamente a que defendi¨¦ramos bandera alguna por nuestra cuenta. Las reuniones terminaron demasiado pronto y sin el menor provecho. Ahora me parece que se ve con nitidez la absoluta necesidad de esa tercera Espa?a. Como nadie se ha preocupado seriamente por prepararla, los espa?oles de hoy siguen obsesionados con las otras dos, las causantes de la cat¨¢strofe, aunque sometidos al bando vencedor.
La burgues¨ªa espa?ola —que deber¨ªa ser, como lo ha sido en todas partes, el apoyo m¨¢s firme de un r¨¦gimen democr¨¢tico— es pol¨ªticamente tan inepta y corta de miras que, pese a las duras lecciones recibidas, no es capaz de ver nada m¨¢s, si cae el general Franco, que el retorno del Dr. Negr¨ªn. Lo que mantiene a Franco donde est¨¢ hoy es sobre todo el miedo ?por lo que podr¨ªa pasar? si cayese; partiendo siempre del supuesto simplista y falso, como el de todos los melodramas, de que nos encontramos ante un fatal dilema: Franco o Negr¨ªn. Es sencillamente infantiloide, es est¨²pido; pero es as¨ª —porque ni dentro ni fuera de Espa?a se ha intentado en serio que sea de otro modo.
Y, al arredrarnos tanto ante una fatalidad gratuita, el falso dilema quiz¨¢ llegue alg¨²n d¨ªa a ser un hecho, no por necesidad inevitable, sino por cobard¨ªa y necedad. El miedo es un cimiento detestable para asentar sobre ¨¦l algo definitivo. El miedo s¨®lo impide ver qu¨¦ es lo que hay que hacer para no tener miedo. El d¨ªa que Franco tenga que desaparecer (y sus d¨ªas est¨¢n contados, como los de cualquier otro mortal), el miedo no nos dar¨¢ nada con que reemplazarle. Y, al no haber entonces nada preparado, bien podr¨ªa ser que cay¨¦semos en el vac¨ªo, en el caos.
17 de mayo de 1946
LA DERECHA ESPA?OLA
Cuando desde la cima de mi larga y triste experiencia contemplo la actual desolaci¨®n de la ciudadan¨ªa espa?ola, me parece que el peor mal de Espa?a es la incapacidad cong¨¦nita, incurable, de sus denominadas clases ?directoras? y ?conservadoras?, de la
burgues¨ªa en bloque, para regentar la res p¨²blica. Las conozco muy bien, esas clases, por haberlas tratado y sufrido durante largos a?os.
Un pa¨ªs no puede ser bien dirigido pol¨ªticamente sin una minor¨ªa que lo lidere: tanto si se trata de la m¨¢s perfecta democracia —por ejemplo, Inglaterra— como de la dictadura m¨¢s fuerte —al estilo de Rusia. No ha habido ni podr¨¢ haber nunca direcci¨®n por abajo, desde la masa. Pues bien: la elite espa?ola, que desde la implantaci¨®n del r¨¦gimen democr¨¢tico tendr¨ªa que ser, como lo es en todas partes, la burgues¨ªa, nunca ha funcionado satisfactoriamente como tal, ni siquiera medianamente.
Las clases espa?olas que deber¨ªan ser directoras, pero que en realidad no dirigen nada, en el fondo son de una pasividad y de un escepticismo incre¨ªbles. Todo lo que sobrepasa el hogar o el negocio personal se convierte en algo sospechoso para ellas. ?B¨¦ns del com¨², b¨¦ns de ning¨²?* es un dicho popular de Catalu?a, el lugar de Espa?a en el que modernamente se ha mostrado m¨¢s viva la ciudadan¨ªa. De los valores colectivos o de los del esp¨ªritu —ante los cuales (como dec¨ªa muy bien Maurras al respecto) hay que situar la pol¨ªtica, porque sin ella peligran los dem¨¢s— no quieren saber pr¨¢cticamente nada. La religi¨®n, reducida al cumplimiento desganado, moroso y de buen tono de peque?as pr¨¢cticas m¨¢s sociales que fervorosas, es algo que dejan de buena gana en manos de curas y monjas. Y dejan la administraci¨®n p¨²blica a cargo de los organismos adecuados, aunque los burlen de tapadillo con todas las mistificaciones y zancadillas que hagan falta para librarse del fisco y de los impuestos. La pol¨ªtica exterior, como los partidos de f¨²tbol, se distribuye en filias y fobias? Eso s¨ª: quieren que el pueblo sea un ni?o bueno y que el pa¨ªs vaya bien. Si los encargados de la res p¨²blica la dirigen de un
modo que no les conviene, o si el pueblo adquiere unos matices que les asustan, acuden corriendo a refugiarse en brazos de los militares.
El mundo actual ha presenciado —y nosotros vivido, lo que es mucho peor— el muy elocuente caso de la Segunda Rep¨²blica Espa?ola. ?sta lleg¨® en 1931, y no lo hizo por otro motivo que porque la monarqu¨ªa se hab¨ªa hundido ella solita. Dado que la naturaleza pol¨ªtica tampoco admite el vac¨ªo, la imprevista desaparici¨®n de la monarqu¨ªa, que era el sistema establecido, provoc¨® autom¨¢ticamente la aparici¨®n del ¨²nico sistema alternativo disponible en aquel momento: la rep¨²blica. Y aun as¨ª esa disponibilidad era tan vaga y meticulosa que los primeros en asustarse al ver bajar del cielo a la rep¨²blica fueron los republicanos. Quienes lo presenciamos lo recordamos a la perfecci¨®n: aquello fue como si hubiese ca¨ªdo un meteorito.
Ante semejante hecho, la actitud de las clases ?directoras? y ?conservadoras? era muy clara. El r¨¦gimen defenestrado hab¨ªa sido relativamente el suyo, gracias a C¨¢novas, que justo en el momento de la Restauraci¨®n, en 1874, se lo hab¨ªa arrebatado a los militares de las manos, despu¨¦s de que ¨¦stos lo introdujeran con un golpe de los suyos, es decir, con un pronunciamiento. La genial obra de C¨¢novas, de relativo asentamiento de la ciudadan¨ªa y del poder civil, sali¨® m¨¢s o menos adelante, no sin sufrir sus altibajos, hasta 1923, cuando los militares volvieron a hacer de las suyas, quiero decir de las que siempre acaban mal. Lleg¨®, en efecto, el golpe de Estado seguido de la dictadura, y el dictador, el general Primo de Rivera, fue el aut¨¦ntico enterrador de la monarqu¨ªa espa?ola.
Al no haber sido regida por nadie la Segunda Rep¨²blica Espa?ola, ni siquiera por los propios republicanos, cuando se produjo la inevitable ca¨ªda de la monarqu¨ªa, en 1931, la actitud sensata de las clases conservadoras para con aquel nuevo r¨¦gimen ca¨ªdo del cielo tendr¨ªa que haber sido, evidentemente, la de tratar de hacerlo suyo, al igual que en 1871 hab¨ªan tratado de hacer sus equivalentes francesas, y en condiciones mucho peores. La Segunda Rep¨²blica Espa?ola llevaba un gran cartel que dec¨ªa: disponible. Y ya se sabe qu¨¦ es lo que ocurre en todas partes cuando la burgues¨ªa es fuerte, sabe lo que quiere y lo quiere de verdad —y ¨¦sa es, precisamente, una de las m¨¢s visibles fallas de la democracia, algo que el comunismo siempre le reprocha. Contando a su favor con el dinero, la Iglesia, la milicia, la prensa, la burocracia y gran parte de la clase media, una burgues¨ªa resuelta y con sentido com¨²n es algo totalmente imbatible en Europa occidental. Pero sucedi¨® que, ante el fatal advenimiento de la Segunda Rep¨²blica en Espa?a, la mayor parte de la burgues¨ªa, por no decir toda, le dio obtusamente la espalda. Luego, cuando la cosa ya no ten¨ªa remedio, esa derecha ab¨²lica y corta de miras dijo, para atenuar el inmenso disparate cometido, que si se hab¨ªa comportado con la rep¨²blica como lo hab¨ªa hecho era porque la rep¨²blica la hab¨ªa atacado a las primeras de cambio.
Esa excusa alude a las escasas quemas de conventos, las inevitables medidas anticlericales, las persecuciones a mon¨¢rquicos y otros pol¨¦micos excesos que tuvieron lugar a principios del nuevo r¨¦gimen. Pero, sin tener en cuenta que semejantes disparates eran incre¨ªblemente leves comparados con la fant¨¢stica cochambre que hab¨ªa acabado carcomiendo y destruyendo a la monarqu¨ªa, y que hab¨ªa que considerarlos m¨¢s bien un simple sarampi¨®n revolucionario, constitu¨ªan sobre todo la saludable advertencia de que no hab¨ªa que quedarse en la mera protesta y dormirse en los laureles, sino actuar enseguida y con energ¨ªa. Porque, si la gente de dinero y orden le cerraba puertas y ventanas, ?qu¨¦ quer¨ªan que hiciese la rep¨²blica abandonada en plena calle?
S¨®lo hab¨ªa dos hombres nuevos que podr¨ªan haber sido los pol¨ªticos encargados de consolidarla: uno de centro-izquierda, Aza?a, y otro de centro-derecha, Gil-Robles. Si la burgues¨ªa espa?ola, con todo lo que arrastra de menestral¨ªa y pueblo acomodado, hubiera apoyado decididamente a esos dos l¨ªderes, a cuyo alrededor se api?aron espont¨¢neamente la izquierda y la derecha, el r¨¦gimen habr¨ªa podido consolidarse y distribuirse en dos grandes formaciones gubernamentales, como en la tambi¨¦n cr¨ªtica ¨¦poca de C¨¢novas y Sagasta, y nos habr¨ªa ahorrado as¨ª la espeluznante Guerra Civil y el callej¨®n sin salida en el que ahora estamos.
Pero aquellos dos hombres nunca pudieron llegar a un acuerdo capital (ni siquiera a escondidas, como en el Pacto del Pardo) ni a desarrollarse ellos mismos todo lo que habr¨ªa sido necesario, porque siempre les falt¨® una base propia suficiente. Aza?a, un solitario con cara de pocos amigos, falto de aut¨¦nticos republicanos —los radicales o lerrouxistas eran un desecho de la corrupci¨®n mon¨¢rquica y los radicales-socialistas unos descerebrados sin nada que ofrecer—, no tuvo otro remedio, para lograr algo coherente y firme, que apoyarse siempre en la extrema izquierda de socialistas integrales, que no quer¨ªan la rep¨²blica como r¨¦gimen definitivo y estable, sino como un pasadero para poder llegar al marxismo. Y Gil-Robles, por su parte tambi¨¦n prisionero —de la reacci¨®n m¨¢s vetusta y tronada—, tampoco pod¨ªa ser el l¨ªder sincero de una pol¨ªtica destinada a cristalizar en una derecha francamente republicana. La derecha viv¨ªa, como he dicho, en el limbo, y su l¨ªder se ve¨ªa cada vez m¨¢s rodeado por todo tipo de enemigos del r¨¦gimen: mon¨¢rquicos, carlistas, fascistas, integristas, etc., que pretend¨ªan destruirlo. Aza?a y Gil-Robles, igualmente desbordados, sucumbieron. Ganaron la partida los extremistas desbocados, partidarios de la guerra civil.
As¨ª la rep¨²blica, primero abandonada en plena calle y luego carente de republicanos aut¨¦nticos y honestos —cayendo en las sucesivas manos de la extrema izquierda y la extrema derecha, y siendo maltratada descaradamente si no les segu¨ªa el juego revolucionario—, iba de Herodes a Pilatos, y se iba debilitando a cada paso. Las organizaciones obreras, cegadas por la pasi¨®n sectaria, no se daban cuenta de que, al llevar las cosas por el pedregal de la anarqu¨ªa, los militares acabar¨ªan, como siempre ocurre en Espa?a cuando amenaza con producirse la revoluci¨®n de la calle, por imponerse con uno de sus ya legendarios golpes de sable. Y la falta de visi¨®n de las clases burguesas espa?olas fue tan grave que no se dieron cuenta de cu¨¢l era la ¨²nica forma de equilibrar aquel desbarajuste y de impedir que, queriendo huir del fuego, fu¨¦semos a dar en las brasas: fortalecer ellas mismas aquella rep¨²blica sin republicanos, que ninguno de los extremistas quer¨ªa.
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