Labor Arcaica
Raduan Nassar, autor cl¨¢sico de la literatura brasile?a, explora en esta breve obra las intensas relaciones entre un padre y un hijo, marcadas por un acto prohibido: el incesto
1
Los ojos en el techo, la desnudez en el cuarto; rosado, azul o viol¨¢ceo, el cuarto es inviolable; el cuarto es individual, es un mundo, cuarto catedral, donde en las intermitencias de la angustia se recoge de un ¨¢spero tallo, en la palma de la mano, una desesperada rosa blanca, pues entre los objetos que el cuarto consagra est¨¢n primero los objetos del cuerpo; yo estaba acostado sobre el parqu¨¦ de mi cuarto, en una vieja pensi¨®n provinciana, cuando lleg¨® mi hermano para llevarme de vuelta; mi mano, poco antes din¨¢mica y en una dura disciplina, recorr¨ªa vacilante la piel mojada de mi cuerpo, las puntas de los dedos tocaban llenas de veneno el vello incipiente de mi pecho a¨²n caliente; mi cabeza giraba embotada mientras el pelo me ca¨ªa en gruesas ondas sobre la curva h¨²meda de la frente; apoy¨¦ una de las mejillas contra el suelo, pero mis ojos poco pudieron ver, apenas perdieron la inmovilidad ante el vuelo fugaz de las pesta?as; el ruido de los golpes en la puerta llegaba suave, se aproximaba despojado de sentido, el copo de paina se insinuaba entre las curvas sinuosas de la oreja donde por instantes me adormec¨ªa; y el ruido repiti¨¦ndose, siempre suave y manso, no perturbaba mi dulce embriaguez, ni mi somnolencia, ni el disperso y difuso torbellino sin acogida; mis ojos vieron despu¨¦s el picaporte que giraba, pero ¨¦ste al moverse se perd¨ªa en la retina como un objeto sin vida, un sonido sin vibraci¨®n, o un soplo oscuro en la bodega de la memoria; en un momento hubo sacudidas que llevaron al sobresalto y desesperaron las cosas let¨¢rgicas de mi cuarto; en un salto leve y silencioso, me puse de pie, agach¨¢ndome para levantar la toalla tirada en el suelo; apret¨¦ los ojos mientras me secaba la mano, agit¨¦ en seguida la cabeza para agitar mis ojos, cog¨ª la camisa dejada en la silla, escond¨ª en el pantal¨®n mi sexo morado y oscuro, di luego unos pasos y abr¨ª una de las hojas retrocediendo tras ella: mi hermano mayor estaba en la puerta; al entrar, quedamos uno frente al otro, nuestros ojos suspensos, un espacio de tierra seca nos separaba, hab¨ªa susto y asombro en ese polvo, pero no era un descubrimiento, no s¨¦ qu¨¦ era, y no nos dec¨ªamos nada, hasta que ¨¦l extendi¨® los brazos y cerr¨® en silencio sus manos fuertes en mis hombros y nos miramos y en un momento preciso nuestras memorias nos asaltaron los ojos atropelladamente, y vi de repente que sus ojos se humedec¨ªan, y fue entonces cuando me abraz¨®, y sent¨ª en sus brazos el peso de los brazos empapados de toda la familia; volvimos a mirarnos y dije ?no te esperaba?, fue eso lo que dije sin saber qu¨¦ dec¨ªa y lleno de recelo de que se me escapase algo en cualquier cosa que dijese, aun as¨ª repet¨ª ?no te esperaba?, fue eso lo que dije una vez m¨¢s y sent¨ª la fuerza poderosa de la familia desat¨¢ndose sobre m¨ª como un aguacero pesado mientras ¨¦l dec¨ªa ?nosotros te queremos mucho, te queremos mucho? y era todo lo que ¨¦l dec¨ªa mientras me abrazaba una vez m¨¢s; todav¨ªa confuso, aturdido, le indiqu¨¦ la silla del rinc¨®n, pero ¨¦l no se movi¨® y sacando el pa?uelo del bolsillo dijo ?abr¨®chate la camisa, Andr¨¦?.
2
En la modorra de las tardes ociosas en la hacienda, era en un lugar del bosque donde yo escapaba a los ojos aprensivos de la familia; mitigaba la fiebre de mis pies en la tierra h¨²meda, cubr¨ªa mi cuerpo de hojas y, acostado a la sombra, dorm¨ªa con la quieta postura de una planta enferma doblada por el peso de un brote rojo; ?no eran duendes todos aquellos troncos a mi alrededor, velando en silencio y llenos de paciencia mi sue?o adolescente? ?Qu¨¦ urnas tan antiguas eran ¨¦sas, liberando las voces protectoras que me llamaban desde el p¨®rtico? ?De qu¨¦ serv¨ªan aquellos gritos si mensajeros m¨¢s veloces, m¨¢s activos, montaban mejor al viento, corrompiendo los hilos de la atm¨®sfera? (mi sue?o, ya maduro, ser¨ªa cogido con la voluptuosidad religiosa con que se coge un fruto).
3
Y record¨¦ haber escuchado siempre en los sermones del padre que los ojos son la candela del cuerpo, y que si ellos eran buenos lo eran porque el cuerpo ten¨ªa luz, y si los ojos no eran limpios revelaban un cuerpo tenebroso, y yo all¨ª, frente a mi hermano, respirando un olor exaltado de vino, sab¨ªa que mis ojos eran dos carozos repulsivos, pero no me import¨® que as¨ª fuesen, yo estaba confuso, y hasta perdido, y me vi de repente haciendo cosas, moviendo las manos, recorriendo el cuarto, como si mi embarazo viniese del desorden que exist¨ªa a mi lado: orden¨¦ las cosas encima de la mesa, pas¨¦ un pa?o por la superficie, vaci¨¦ los ceniceros en el cesto, estir¨¦ la s¨¢bana de la cama, dobl¨¦ la toalla en la cabecera, y ya hab¨ªa vuelto a la mesa para llenar dos vasos cuando me descuid¨¦ y casi pregunt¨¦ por Ana, pero eso fue s¨®lo un ¨ªmpetu s¨²bito y atropellado, yo podr¨ªa preguntar eso s¨ª c¨®mo pudo llegar ¨¦l a mi pensi¨®n, descubri¨¦ndome en el caser¨ªo antiguo o tambi¨¦n, de modo ingenuo, intentar conocer el motivo de su llegada, pero ni siquiera estaba pensando en esas cosas, yo estaba oscuro por dentro, no consegu¨ªa salir de la carne de mis sentimientos, y all¨ª junto a la mesa de una sola cosa estaba seguro, de tener los ojos exasperados sobre el vino rosado que echaba en los vasos; ?las persianas? dijo ¨¦l ??por qu¨¦ las persianas est¨¢n cerradas?? dijo ¨¦l desde la silla del rinc¨®n donde estaba sentado y no lo pens¨¦ dos veces y corr¨ª a abrir la ventana y afuera hab¨ªa un atardecer tierno y casi fr¨ªo, hecho de un sol fibroso y anaranjado que ti?¨® ampliamente el pozo de penumbra de mi cuarto, y yo todav¨ªa encajaba las hojas de las persianas en los ganchos cuando, ligera, me asalt¨® una primera crisis, pero no le hice caso, fue pasajera, por eso s¨®lo pens¨¦ en terminar mi tarea y fui poco despu¨¦s, generoso y con alg¨²n escarnio, a poner tambi¨¦n entre sus manos un soberbio vaso de vino; y mientras una brisa impertinente acolchaba las cortinas de encaje grueso, que dibujaban a media altura a dos ¨¢ngeles trepando nubes, tocando tranquilos clarines con los carrillos hinchados, me abandon¨¦ al borde de la cama, los ojos bajos, dos bagazos, y fueron sus ojos plenos de luz encima de m¨ª, no tengo dudas, los que me envenenaron, y fue una onda corta y quieta que me amenaz¨® de cerca, y me llev¨® impulsivo casi a incitarlo en un grito ?no te contengas, hermano m¨ªo, encuentra ya la voz solemne que buscas, una voz potente de reproche, pregunta sin demoras qu¨¦ me ocurre desde siempre, restaura gestos, desfig¨²rame deprisa la cara, r¨®mpeme en los ojos la vieja vajilla de la casa? pero me call¨¦, creyendo que exhortarlo, adem¨¢s de in¨²til, ser¨ªa una estupidez y, sin darme cuenta, ca¨ª pensando en sus ojos, en los ojos de mi madre en las horas m¨¢s silenciosas de la tarde, all¨ª donde el cari?o y las aprensiones de una familia entera se emboscaban, y record¨¦ cuando se abr¨ªa en un instante vago la puerta de mi cuarto resurgiendo una figura maternal y casi afligida ?no te quedes as¨ª en la cama, coraz¨®n, no dejes que tu madre sufra, habla conmigo? y sorprendido, y asustado, sent¨ª que en cualquier momento yo podr¨ªa tambi¨¦n estallar en llanto, y se me ocurri¨® que estar¨ªa bien aprovechar el resto de embriaguez que no se hab¨ªa dejado espantar por su llegada para confesarle, quiz¨¢ piadosamente, ?es mi delirio, Pedro, es mi delirio, si quieres saberlo? pero fue s¨®lo una oleada que pas¨® por mi cabeza y me hizo vaciar el vaso en dos tragos r¨¢pidos, y yo, que cre¨ªa in¨²til decir cualquier cosa, comenc¨¦ a escuchar (¨¦l cumpl¨ªa la sublime misi¨®n de devolver el hijo descarriado al seno de la familia) la voz de mi hermano, calma y serena como conven¨ªa, era una oraci¨®n que ¨¦l dec¨ªa cuando se puso a hablar (era mi padre) de la cal y de las piedras de nuestra catedral.
4
Sudanesa (o Schuda) era as¨ª: fornida; debajo de un cobertizo a dos aguas, de sap¨¦* grueso y dorado, viv¨ªa dentro de una cerca de estacas bien plantadas, una al lado de la otra, por cuyas rendijas apenas me atrev¨ªa a espiar en los primeros tiempos; era en una vasija de barro fresca y renovada todas las ma?anas donde ella se lavaba la lengua y sorb¨ªa el agua, era en una cama de abundante heno, olorosa y mullida, donde ella echaba el cuerpo y descansaba la cabeza, cuando el sol afuera ya se pon¨ªa a plomo; hab¨ªa una escudilla siempre limpia con ma¨ªz desgranado en la trilla y una hierba verde bien segada donde yo frotaba perejil para apurarle el apetito; la primera vez que vi a Sudanesa con mis ojos enfermizos fue un atardecer en que la saqu¨¦ afuera, all¨ª por los arbustos floridos que circundaban su cuarto agreste de cortesana: la conduje con cuidados de amante extremoso, ella que me segu¨ªa d¨®cil pisando con sus patas de tac¨®n, bamboleando, balanceando el cuerpo ancho suspendido sobre las columnas bien delineadas de las piernas; comenc¨¦ a cuidar de su cuerpo al atardecer, sumergiendo mis manos de humus en las bac¨ªas con ung¨¹entos de olores diversos, que desaparec¨ªan en seguida en su pelo suave y con flecos, pero no era una cabra lasciva, era una cabra de ni?o, un contorno de tetas gordas e hinchadas, exponiendo con sus meneos las partes oscuras m¨¢s pudendas, toda sensible cuando el peine recorr¨ªa el pelo agradable y ondulado del cuerpo; era una cabra jocunda, era una cabra con pendientes, ten¨ªa un rabo peque?o que era un pedazo de muelle revestido de buena cerda, tan susceptible al toque leve, tan sensitivo al cari?o sutil y m¨¢s suave de un dedo; parec¨ªa esculpida de cuerpo entero cuando masticaba, no con los dientes sino con el tiempo, una vara verde atravesada en su boca paciente; y era entonces una cabra de piedra, ten¨ªa bien impresos en los ojos dos trazos de tristeza, pesta?as largas y negras, era en esa postura m¨ªstica una cabra predestinada; Sudanesa fue tra¨ªda a la hacienda para mezclar su sangre, vino sin embargo ocupada, vino pidiendo cuidados especiales y, en ese tiempo, adolescente t¨ªmido, di los primeros pasos fuera de mi retraimiento: sal¨ª de mi ociosidad y, sacr¨ªlego, me nombr¨¦ su pastor l¨ªrico: di primor a sus formas, di brillo al pelo, le di collares de flores, enroll¨¦ en su pescuezo largos metros de cundiamor, con sus frutos chillones y pendientes como si fuesen campanas; paciente Schuda, tan generosa cuando una vara m¨¢s gruesa, misteriosa y l¨²brica, buscaba en el contacto un pacto con su cuerpo.
Pr¨®ximo fragmento: 'El cuchillo' de Patricia Highsmith
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