Inteligencia maternal
Un libro de Katherine Ellison que analiza c¨®mo la maternidad puede ayudar a las mujeres a aprender cosas nuevas y ser m¨¢s inteligentes.
Fragmento
Semanas despu¨¦s de nacer mi primer hijo, tuve un sue?o inquietante.
Ocurri¨® en septiembre de 1995, durante la baja maternal que me tom¨¦ siendo corresponsal extranjera en R¨ªo de Janeiro. El sue?o al que me refiero era, en realidad, una pesadilla en la que unos extraterrestres aterrizaban en Brasilia, la capital del pa¨ªs, y yo me quedaba en casa tratando de decidir si el acontecimiento merec¨ªa o no cobertura. M¨¢s tarde, comprend¨ª que aquel sue?o reflejaba mi miedo a que tener un hijo me robase toda mi inteligencia.
Ese miedo era el responsable directo de las reticencias que, al igual que muchas de mis compa?eras, me asaltaban al plantearme tener un hijo. Reticencias que, a su vez, nos llevaban a todas a postergar la decisi¨®n de engendrar hasta el l¨ªmite de edad f¨¦rtil en la que el embarazo era f¨ªsicamente posible. El problema era que yo entend¨ªa que muchas de las cosas que valoraba —como el ganarme la vida, tener autoestima y poder elegir marido libremente y por amor— depend¨ªan directamente de mi inteligencia.
Tem¨ªa que al ser madre, mi cerebro pagase las consecuencias y yo asistiese a un s¨²bito declive de mis facultades mentales. Ten¨ªa muy presente el t¨®pico de la mujer embarazada sensiblera que llora con s¨®lo ver un anuncio de pa?uelos de papel y aquel otro cl¨¢sico, el de la madre extenuada incapaz de pensar en nada salvo en los horarios de los ni?os y en la lista de la compra. (?Si has dejado las ceras de colores derriti¨¦ndose al sol, en el coche, y no recuerdas d¨®nde has puesto las llaves del veh¨ªculo, no te apures, tiene una explicaci¨®n: la maternidad ha afectado a tu cerebro.? Explica en un elocuente poema una v¨ªctima confesa.)
La merma de la capacidad intelectual es, junto a las varices y el ensanchamiento de caderas y dem¨¢s curvas corporales, uno de los inconvenientes que tradicionalmente relacionamos con el destino reproductor femenino.
No cabe duda de que ¨¦sa es la percepci¨®n que muchas personas sin hijos tienen de embarazadas y pu¨¦rperas. En un estudio en el que los investigadores mostraban a los participantes una serie de im¨¢genes de distintas mujeres trabajando en el mismo entorno con y sin una pr¨®tesis que simulaba un embarazo, los encuestados valoraron a las mujeres supuestamente embarazadas como menos competentes y peor preparadas para un ascenso. Y las mujeres perpetuamos ese prejuicio cada vez que cometemos una tonter¨ªa y lo achacamos a la maternidad. ?Un amigo me lleg¨® a decir que en el parto, con la placenta, expulsar¨ªa parte de mi cerebro!
Pero esa visi¨®n, coral y catastrofista, no siempre ha sido la norma. La idea de que ser madre supone una p¨¦rdida de la agudeza mental es relativamente reciente y sobreviene con la incorporaci¨®n masiva de las mujeres al mercado laboral, a principios de la d¨¦cada de 1960. El cambio coloc¨® a la mujer en el punto de mira y dot¨® a las madres de una nueva conciencia de s¨ª mismas. En la actualidad, cerca de tres cuartos de las madres que tienen hijos de un a?o o m¨¢s trabajan fuera de casa y muchas de ellas ocupan puestos que requieren una gran destreza mental, por lo que las posibles fluctuaciones de la capacidad mental son m¨¢s problem¨¢ticas. Pero el trabajo no es lo ¨²nico que requiere de la mujer una capacidad mental cada vez mayor; sacar adelante a un hijo en medio de la avalancha informativa en que vivimos y del exceso de debates sobre todos los aspectos de la maternidad requiere, sin duda, m¨¢s inteligencia que nunca.
Ahora bien, pocas madres se atrever¨ªan a negar que el tener un hijo pone en solfa sus recursos mentales. La monta?a rusa hormonal, la falta de sue?o, los jefes con prejuicios, las tareas cotidianas banales y una sobredosis de m¨²sica infantil como la que comercializa Raffi* son parte del peaje a pagar. Porque lo cierto es que, a pesar de los notables progresos experimentados en los ¨²ltimos a?os, el reparto de tareas a¨²n no es equitativo y las mujeres terminan casi siempre vi¨¦ndose en un aprieto. Por si eso fuera poco, queda cierto poso de feminismo que lo complica a¨²n m¨¢s todo. La misma fiera ret¨®rica que dio a las mujeres el coraje necesario para hacerse un sitio en un mercado laboral poco dispuesto a acogerlas se encarg¨® de alimentar el espeluznante prejuicio de que la maternidad afecta al cerebro, una idea que ha pesado como una losa sobre las mujeres que por aquel entonces cumpl¨ªamos la mayor¨ªa de edad.
En 1963, en The Femenine Mystique (La m¨ªstica femenina), Betty Friedan calificaba de ?cad¨¢veres andantes? a las mujeres que se dedicaban s¨®lo a las tareas del hogar. ?Se vuelven dependientes, pasivas e infantiles; reniegan de su condici¨®n de adultas para vivir en un estadio inferior en el que s¨®lo se preocupan por la comida y por los bienes que poseen. Las tareas que llevan a cabo no requieren capacidad adulta alguna, no tienen fin, son tediosas y quedan sin recompensa?, escribi¨®. A?os despu¨¦s, el p¨²blico cinematogr¨¢fico y los lectores de novela encontrar¨ªan encarnado el ideal de mujer descrito por Friedan en una madre llamada Tina, una mujer indecisa, adicta a las pastillas, protagonista de un best seller acertadamente titulado Diario de un ama de casa enajenada.
Pero ese fat¨ªdico prejuicio no desapareci¨® con el cambio de siglo. La idea sigue aflorando con pasmosa frecuencia tanto en el ¨¢mbito privado como en el p¨²blico.
En la novela Nursery Crimes (Cr¨ªmenes en el jard¨ªn de infancia), escrita en 2001 por Ayelet Walkman, abogada del Estado retirada, la protagonista Julie Applebaum, una abogada que deja su trabajo para quedarse en casa cuidando de su hija reci¨¦n nacida, leemos alegatos como este: ?Quien afirme que tener un hijo no arruinar¨¢ por completo y de forma irrevocable tu vida est¨¢ mintiendo. Todo cambia. Destroza tu relaci¨®n de pareja. Mata tu imagen. Arrasa tu productividad. Y te vuelves est¨²pida. Con la mente obtusa, nublada. El embarazo y la lactancia atontan. Es un hecho probado cient¨ªficamente?.
Lo cierto es que est¨¢ lejos de ser un hecho probado cient¨ªficamente. Pero a una madre, leer tales afirmaciones la puede desanimar hondamente. Al igual que el comentario autodespreciativo que la columnista del Newsweek, Anna Quindlen, hizo en 2004 refiri¨¦ndose a su etapa reproductiva: ?Primero, fue como si mis ovarios tomasen posesi¨®n de mi cerebro. Y menos de un a?o despu¨¦s, un beb¨¦ se hizo con lo que quedaba. Mi mente ya no trabajaba de la forma adecuada y cuando, dos a?os despu¨¦s, tuve el segundo hijo y, enseguida el tercero, la cosa no hizo sino empeorar?. Cabe decir que en esos a?os, Quindlen gan¨® un premio Pulitzer por sus columnas en The New York Times y escribi¨® y public¨® varias novelas y libros de autoayuda de ¨¦xito. Yo no dir¨ªa que son logros peque?os para una madre con tres hijos. Sin embargo, por alg¨²n motivo, Quindlen se ve impelida a asegurar a sus lectores que la maternidad ha nublado su intelecto.
Tal vez sea s¨®lo una forma de bajar la cabeza ante la presi¨®n ejercida por sus compa?eros de profesi¨®n. Encuestas realizadas en las ¨²ltimas d¨¦cadas indican una ca¨ªda en la satisfacci¨®n que los padres sienten por el hecho de educar a sus hijos, una tendencia que se explica, en gran medida, por el precio que sienten que pagan por ello. Quejarnos de los estragos que los hijos provocan en nuestras econom¨ªas, estados de ¨¢nimo, caderas y cerebros se ha vuelto una costumbre de moda adem¨¢s de constituir el tema de varios libros de reciente publicaci¨®n. Bromeamos y decimos que la demencia senil es algo que los padres heredan de los hijos. Pero lo que est¨¢ claro es que la angustia que genera la maternidad ha ido en aumento y, sin duda, es la responsable de que muchas mujeres hayan retrasado el engendrar hasta casi llegar a la edad de la menopausia.
Yo lo tuve rozando ese l¨ªmite. Di a luz tras lo que mi ginec¨®logo denomin¨® amablemente ?embarazo de edad avanzada?. Hab¨ªa retrasado tanto el momento de concebir que no sab¨ªa si achacar mis lapsos mentales a la maternidad o a unos primeros atisbos de senilidad. Tuve a Joey a los treinta y ocho y a Joshua, tres a?os despu¨¦s. Sab¨ªa que al esperar tanto, corr¨ªa el riesgo de no llegar a tener hijos jam¨¢s. Pero tem¨ªa que la maternidad redujese mi lucidez y me hiciese perder un trabajo con el que hab¨ªa so?ado desde ni?a.Soy la menor de cuatro hermanos y me cri¨¦ en un suburbio.
Mi padre era m¨¦dico y mi madre un ama de casa que hab¨ªa sido reina de la belleza del instituto y hab¨ªa dejado los estudios para casarse. Unas veces la llam¨¢bamos ?la geisha? y otras ?la m¨¢rtir?. Todos cre¨ªamos que tanto su suerte como la del resto de la familia estaba en manos de mi padre y de su inteligencia. Sin embargo, como comprend¨ª m¨¢s tarde, esa idea nos la hab¨ªa inculcado mi madre, lo que prueba lo lista que era, en realidad. Ella trabajaba entre bambalinas para cumplir sus objetivos. Cuando se relacionaba en sociedad, su finalidad era el situar a la familia y velar por el futuro de sus hijos. Esper¨® a que yo fuese a la universidad para retomar sus estudios y, en los diez a?os siguientes, dio clases de primaria a ni?os con problemas de aprendizaje.
Aunque del ejemplo de mi madre podr¨ªamos haber deducido que la labor fundamental de una mujer era servir a su familia, ella siempre se mostr¨® muy orgullosa de los ¨¦xitos de sus dos hijas y, adem¨¢s, nos anim¨® siempre a que defendi¨¦semos nuestras carreras. No supimos valorar lo que hac¨ªa y dimos por sentado que nosotras, a diferencia de ella, ¨¦ramos demasiado inteligentes para perder el tiempo cocinando y limpiando. Todos los hermanos terminamos siendo m¨¦dicos, pero yo fui la primera en abandonar el redil. A los diecis¨¦is a?os, fui como voluntaria m¨¦dica de la asociaci¨®n ?Amigos de las Am¨¦ricas? a Nicaragua, en la que por aquel entonces mandaba Anastasio Somoza. Me horroriz¨® descubrir que el gobierno de mi pa¨ªs respaldaba a un dictador que robaba la ayuda humanitaria y oprim¨ªa a sus opositores. Me dije que si hubiese m¨¢s americanos conscientes de lo que ocurr¨ªa, a mi gobierno no le quedar¨ªa m¨¢s remedio que retirarle todo apoyo.
Volv¨ª a casa decidida a convertirme en corresponsal en el extranjero y, cinco a?os despu¨¦s, empec¨¦ a trabajar para el San Jos¨¦ Mercury News. Los reportajes que enviaba desde Centroam¨¦rica tuvieron un importante beneficio colateral: en 1982, en una rueda de prensa gubernamental en Managua, conoc¨ª al hombre con el que m¨¢s tarde contraje matrimonio. Jack era un reportero independiente que estaba recorriendo Nicaragua en busca de noticias. A los ocho a?os de noviazgo, nos casamos y nos instalamos en R¨ªo, donde empec¨¦ a ejercer de corresponsal del Miami Herald. Tres a?os despu¨¦s, me qued¨¦ embarazada de Joey, mi primer hijo.
Mientras observaba los cambios que experimentaba mi cuerpo, trataba de prepararme para otros m¨¢s permanentes. Hab¨ªa disfrutado pr¨¢cticamente toda la vida de la autonom¨ªa y libertad que proporciona el ser una observadora. Pero algo me dec¨ªa que tendr¨ªa que pagar un alto precio por ser madre. Ten¨ªa raz¨®n. Pero en aquel entonces, no supon¨ªa lo mucho que iba a ganar a cambio.
Nos quedamos cuatro a?os en R¨ªo. En 1999, un a?o despu¨¦s del nacimiento de Joshua, el hermano de Joey, nos mudamos a la bah¨ªa de San Francisco. Jack troc¨® su trabajo de periodista independiente por un puesto fijo y yo abandon¨¦ el Herald y me puse a escribir un libro sobre la conservaci¨®n medioambiental. En el proceso, dejamos atr¨¢s el estilo brasile?o de familia con nana y adoptamos el modelo norteamericano contempor¨¢neo habitual, es decir, no me qued¨® m¨¢s remedio que aprender a ocuparme de todo a la vez.
Aquello s¨ª que supuso un reto para mi mente porque estaba ocupada d¨ªa y noche, escuchaba m¨²sica tonta y me dedicaba a tareas tan desoladoras y repetitivas como limpiar gotas de pis de la taza del inodoro. Jean, mi hermana psiquiatra, cuyos hijos iban ya, por aquel entonces, a la universidad, tom¨® conciencia de mi grado de fatiga cuando una noche me llam¨® y me encontr¨® haciendo la cena, terciando en una batalla entre hermanos provocada por una carta de Pokemon y atendiendo a un t¨¦cnico de AT&T por la otra l¨ªnea. ?No te preocupes??, me dijo, al o¨ªr mi estridente saludo, ?los da?os no ser¨¢n permanentes?.
Babelia
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