Literati
Parec¨ªa un inocente juego literario y acab¨® convirti¨¦ndose en una intrigante y peligrosa adicci¨®n. Una novela de Barry McCrea.
Fragmento
Pero la extra?eza y las emociones de aquel primer d¨ªa no tuvieron continuidad, y a la ma?ana siguiente comenc¨¦ de 0nuevo, como si nada hubiera ocurrido. Durante las primeras semanas no hubo ninguna se?al de Pablo Virgomare, ni llegaron a mi ventana m¨¢s frases ni canciones misteriosas, e incluso comenc¨¦ a dudar de si la rareza de mi primer d¨ªa en la universidad hab¨ªa sido una alucinaci¨®n producida por una mente nerviosa y sentimentalmente herida en el comienzo de una gran aventura.
Si las coincidencias y las serenatas de personajes extra?os no prosperaron, s¨ª lo hicieron, por fortuna, las nuevas relaciones. Fionnuala y yo nos hicimos buenos amigos. No le revel¨¦ mi ?vida privada? —o m¨¢s bien el tipo de vida privada que hubiera tenido si hubiera actuado conforme a mis deseos—, nuestra convivencia en la ciudad cerrada de granito del Trinity ya era una intimidad suficiente por el momento. Adem¨¢s, la ausencia de cualquier tipo de tensi¨®n sexual entre nosotros indicaba una aceptaci¨®n t¨¢cita en esta cuesti¨®n. Ella hab¨ªa encontrado un lugar donde estudiar, en la planta baja de la Lecky Library, en la secci¨®n anglo-irlandesa, frente a una hilera de ventanas que daba a Fellows' Square y la Old Library.
Cuando cerraban la biblioteca, a las diez menos cuarto, a menudo ¨ªbamos a tomar unas pintas al Buttery o al centro, con compa?eros de clase u otros conocidos de nuestro c¨ªrculo de relaciones, cada vez mayor. Conoc¨ª a chicas de Leicester fumadoras de marihuana, flirte¨¦ un poco con estudiantes Erasmus de Bammberg de metro ochenta de altura y tragu¨¦ grandes cantidades de Guinness en compa?¨ªa de estudiantes de lat¨ªn, qu¨ªmica y econ¨®micas. Nuestros m¨®viles vibraban y se iluminaban constantemente con nuevos mensajes de texto, palabras que cruzaban una y otra vez el Trinity para asegurar que nuestros caminos iban a cruzarse en un pub, en una fiesta, delante de un club a una determinada hora de la noche, 9 en buttery, puedes caf¨¦ a las 2?, amigos van cafe en seine, fiesta en Thall.
Las clases comenzaron y me convert¨ª en lo que nunca hab¨ªa sido realmente hasta entonces: un ¨¢vido lector. La costumbre que tuve durante a?os de hojear la Biblia y la Encyclopaedia Britannica mientras estaba sentado en el ba?o me hab¨ªa dado ciertas referencias, pero a veces Fionnuala se quedaba perpleja ante mi ignorancia de los cl¨¢sicos y las novelas cultas.
Las clases sobre la novela francesa del siglo xix del profesor Dunne y las tutor¨ªas de literatura inglesa con el joven lector Jeremy Bodmoore, reci¨¦n salido de Cambridge e incre¨ªblemente atractivo, sedujeron mi inexperta imaginaci¨®n de estudiante de secundaria, y dejaba pasar los d¨ªas, con un volumen en el regazo, en la Lecky Library.
Fionnuala segu¨ªa viendo de vez en cuando a James, el chico que hab¨ªa conocido en el Break for the Border, y los resultados y expectativas de sus encuentros ocupaban gran parte de nuestras conversaciones, junto con los libros, las clases y —el tema m¨¢s importante de todos— las idas y venidas de nuestro c¨ªrculo de amigos. Me lo present¨® en una ocasi¨®n en que su grupo del club de remo apareci¨®, por una feliz y estridente coincidencia, en el Samsara de Dawson Street, donde sol¨ªamos ir cada jueves por la noche a coger una buena curda con los compa?eros de la tutor¨ªa de franc¨¦s. James era todo camisa de cuadros y seguridad postadolescente, rebosaba la solidez que me faltaba a m¨ª, la misma que me hab¨ªa hecho acudir a Ian, como suele decirse, como una polilla a la luz de una vela.
Patrick, mi amigo en mi vida anterior, estudiaba el curso preparatorio de medicina en el University College de Dubl¨ªn.
De vez en cuando me llamaba o me enviaba un mensaje, y quedamos un par de veces para comer, una extra?a innovaci¨®n de la vida adulta respecto a nuestros antiguos encuentros para jugar en casa o para ir al cine. Ahora que ped¨ªamos chapatas y caf¨¦, pag¨¢bamos la cuenta y dej¨¢bamos propina, nos sent¨ªamos desorientados como si fu¨¦ramos dos arist¨®cratas de provincias reci¨¦n llegados a Par¨ªs, vestidos inc¨®modamente, con sombreros de copa y con prism¨¢ticos, para asistir a la ¨®pera. Patrick hab¨ªa sido mi mejor amigo, en un sentido m¨¢s nominal que real, durante los primeros cuatro a?os de la escuela secundaria. ?bamos al cine o al centro (nos demor¨¢bamos en las tiendas de discos, compr¨¢bamos llaveros, com¨ªamos en el McDonald's y aprend¨ªamos la situaci¨®n de las calles, conocimiento que resultaba muy ¨²til en el momento actual), nos invit¨¢bamos el uno al otro a dormir en casa, donde jug¨¢bamos con el ordenador, mir¨¢bamos v¨ªdeos e intercambi¨¢bamos nuestras confidencias de poca monta antes de ir a la cama. Al principio del quinto a?o naci¨® mi amor enfermizo por Ian, y as¨ª en el ¨²ltimo curso, en el que prepar¨¢bamos el examen final de bachillerato, mientras los dem¨¢s empollones se un¨ªan al fin para intentar construir una vida social algo m¨¢s reconocible y un espacio de genuina intimidad, yo me convert¨ª en algo parecido a la esposa de un jugador de rugby, y Patrick en una distracci¨®n sin el menor inter¨¦s que rehu¨ªa tanto como me era posible dentro de los l¨ªmites de una m¨ªnima correcci¨®n. Toda mi aut¨¦ntica capacidad de relacionarme qued¨® reservada para el objetivo excluyente de Ian. La etapa del despertar sexual de Patrick, si es que realmente lo tuvo, la pas¨¦ o bien sentado en casa sufriendo por Ian, o bien, en las raras ocasiones en que salimos juntos, sentado en silencio a su lado en un pub, ante la mesa que ocupaban sus amigos. En todo caso, dif¨ªcilmente pod¨ªa decirse que Patrick y yo hubi¨¦ramos tenido una genuina intimidad. Nuestras comidas consistieron en un simple intercambio de comparaciones entre el University College y el Trinity y algunos cotilleos sobre el camino que hab¨ªan tomado nuestros antiguos compa?eros de clase. Como todas nuestras conversaciones, aquello parec¨ªa el peloteo entre dos jugadores de tenis.
Sarah, la extra?a estudiante de doctorado que conoc¨ª el primer d¨ªa, con sus r¨¢pidas consultas a los libros y sus eternos cigarrillos, acud¨ªa de vez en cuando a los Commons, a los que Fionnuala y yo ten¨ªamos acceso como becarios de la Beckett, y a los que ella pod¨ªa asistir tambi¨¦n en tanto que becaria de la Foundation, pero nunca se sent¨® con nosotros ni nos salud¨®. Se sentaba siempre sola, con tres o cuatro libros apilados a un lado de la mesa, com¨ªa poco y beb¨ªa una cantidad inapropiada de Guinness, la ¨²nica bebida, aparte del agua, que se serv¨ªa en los Commons. Cuando terminaba la cena y los dem¨¢s becarios se demoraban fumando y charlando en las escaleras, Sarah se iba sola inmediatamente. Fionnuala pod¨ªa cruzarse con ella en las escaleras y los pasillos del edificio 13 de Botany Bay, pero los itinerarios de Sarah y los m¨ªos nunca coincid¨ªan.
La siguiente vez que vi, o cre¨ª ver, a Pablo Virgomare, al anochecer de un viernes brumoso, aproximadamente un mes despu¨¦s del comienzo del curso, el encuentro provoc¨® un nuevo cambio en mi vida. Ten¨ªa una hora libre antes de reunirme con Fionnuala y los dem¨¢s para ir al Stag's Head y al Ri-Ra, y estaba sentado en el l¨ªmite del c¨¦sped en Fellows Square, tomando un caf¨¦ y mirando a los hombres que pasaban, cuando me llam¨® la atenci¨®n un hombre rubio que se hallaba en el otro lado del c¨¦sped, delante de la Old Library. Era atractivo, con buena figura, y vest¨ªa unas botas grandes y una chaqueta de cuero marr¨®n. Me pareci¨® que correspond¨ªa mi mirada insinuante, y entorn¨¦ los ojos para distinguirle mejor en la oscuridad de la noche. De pronto comenc¨¦ a sudar, presa del p¨¢nico. ?Iba a intentar ligar con un hombre? ?Y luego qu¨¦? Entonces ca¨ª en la cuenta de que el objeto de mi atenci¨®n se parec¨ªa a Pablo Virgomare, un personaje que ya pr¨¢cticamente hab¨ªa descartado como una aberraci¨®n mental. Pero justo en aquel momento se puso en movimiento, alej¨¢ndose apresuradamente de espaldas a m¨ª, as¨ª que no pude verle con claridad.
Me puse en pie y cruc¨¦ a toda prisa el c¨¦sped para ir detr¨¢s de ¨¦l, pero ya se hallaba a bastante distancia y no pude distinguir bien sus rasgos. Se mantuvo al alcance de mi vista mientras cruzaba el Front Arch y la multitud de grupos de amigos que se congregaban all¨ª el viernes por la noche. Atraves¨® College Green hacia la esquina de Dame Street, pero en este punto el sem¨¢foro se puso verde y el tr¨¢fico veloz del anochecer me oblig¨® a detenerme. Me col¨¦ peligrosamente entre los coches y los autobuses para no perderle de vista, mientras ¨¦l avanzaba apresuradamente entre los j¨®venes que beb¨ªan en Dame Street. Gir¨® a la izquierda en Georges Street, cruz¨® la calle y, recibido con una inclinaci¨®n de cabeza por los porteros que vigilaban la entrada, desapareci¨® en la oscuridad del George.
Me detuve en la acera de enfrente del local, que retumbaba con la m¨²sica, pregunt¨¢ndome qu¨¦ deb¨ªa hacer y si se trataba realmente de mi visitante misterioso. Respir¨¦ hondo y cruc¨¦ la calle.
Dos porteros me detuvieron en la entrada.
—?Has estado aqu¨ª antes? —me pregunt¨® uno de ellos, corpulento y calvo.
—S¨ª? he quedado con un amigo —balbuce¨¦.
—?Sabes qu¨¦ clase de club es ¨¦ste? —dijo.
Asent¨ª y se apartaron para dejarme paso. Con toda la piel moteada de sudor, me arm¨¦ de valor y entr¨¦. En el primer momento me fue dif¨ªcil ver nada, porque el lugar era oscuro y estaba tan lleno que la masa de gente me abrum¨®. Cuando mis ojos asustados se adaptaron, comenc¨¦ a percibir la distribuci¨®n del local y las caras de las personas que lo ocupaban. Era un lugar cavernoso, lleno de un extremo a otro de gente de pie, grupos risue?os de hombres y alguna mujer, con una pista de baile sobre una plataforma elevada a un lado, y en el piso superior otro espacio tambi¨¦n lleno de gente, siluetas apenas distinguibles en la oscuridad, el hielo seco y los flashes de colores. Todo era turbio y extra?o; las luces de la pista de baile me cegaban. M¨¢s all¨¢ de la cerveza, el tabaco y la colonia, pod¨ªa sentir el olor de los hombres, el mismo almizcle misterioso que perfumaba el espacio sagrado del dormitorio de Ian. Nunca hab¨ªa visto tantos hombres juntos, ni siquiera en la escuela.
Su olor se infiltraba en mi mente, y sus figuras tan variadas, sus dedos con pelos que sosten¨ªan las pintas, el reflejo de la luz en sus cabellos engominados, sus camisetas, brazos, zapatos, mejillas, sus lenguas rosadas tras los dientes cuando re¨ªan, todo aquello me subyug¨®. Ligeramente excitado, me abr¨ª paso entre los cuerpos c¨¢lidos hasta la barra. Era dif¨ªcil avanzar, y me tambaleaba con la suave conmoci¨®n del deseo sexual.
Tropec¨¦ con un hombre corpulento, musculoso, vestido con botas militares y una camiseta sin mangas. Le empuj¨¦ por la espalda y le hice derramar parte de su cerveza. Se dio la vuelta para mirarme y yo retroced¨ª asustado; era macizo y de aspecto rudo, con un arpa tatuada en el brazo y una cadena colgando del bolsillo.
—Perd¨®n, lo siento de veras? ?te compro otra? Ha sido un
accidente? —balbuce¨¦, se?alando la barra. Me puso la mano
en la espalda e intent¨¦ apartarme. Pero ¨¦l me la frot¨® con aire ausente y dijo, en un tono suave de Dubl¨ªn, el tono de una anciana vendiendo coles y jud¨ªas verdes en Moore Street:
—Est¨¢ bien, peque?o. —Y se dio la vuelta hacia sus amigos.
Mir¨¦ a los clientes apoyados en la barandilla del piso superior. Uno de ellos, con el pelo corto y un pendiente, me gui?¨® el ojo. Aquel lugar era enorme y extra?o, las risas y la algarab¨ªa del p¨²blico por debajo de la m¨²sica eran un lenguaje b¨¢rbaro y complicado, la charla agresiva de un mercado extranjero donde los vendedores intentan timarte y hombres delgados de ojos oscuros mezclados entre el gent¨ªo pretenden robarte la cartera.
Aunque busqu¨¦ en las barras, la pista de baile y los lavabos, aquella noche en el George no encontr¨¦ a Pablo ni a nadie que recordara a ¨¦l. Ped¨ª una bebida; me instal¨¦ en una mesa del piso superior; a trav¨¦s de los flashes y la m¨²sica, buscaba entre la masa de gente alg¨²n joven que se pareciera a Ian. Un hombre con un pendiente se me acerc¨®. Era de Kilkenny, se llamaba Paul, o Martin, o Vincent, y trabajaba en algo relacionado con las nuevas tecnolog¨ªas. No recuerdo de qu¨¦ hablamos, pero me dio a probar por primera vez el sabor de una lengua en mi boca, y fue la primera persona que comparti¨® mi cama del edificio 16.
Fue una conversi¨®n instant¨¢nea. Desde aquel d¨ªa, y durante todo el mes siguiente, sustitu¨ª mis salidas al Buttery y al Stag's con Fionnuala y nuestro nuevo grupo de amigos por las incursiones solitarias al George y, m¨¢s adelante, a los otros bares en el eje gay de las calles Georges, Parliament y Capel. Por la noche sol¨ªa sentarme con un libro a una mesa de la esquina del Front Lounge, a ver qui¨¦n se me acercaba entre el mobiliario cl¨¢sico de imitaci¨®n y las macetas con plantas. Aguardaba entre la decoraci¨®n de madera oscura del pub GUBU hasta que un oficinista borracho me susurraba unas palabras incomprensibles y excitantes al o¨ªdo.
Aprend¨ª el calendario semanal de las noches gay en las principales discotecas, un sextante interno que regulaba el movimiento de las constelaciones, un sistema arcano de rotaci¨®n seg¨²n las estaciones. Durante el d¨ªa intentaba llamar la atenci¨®n de j¨®venes vestidos con traje, que me devolv¨ªan una mirada subrepticia en la cola para comprar el bocadillo del mediod¨ªa, o en las paradas de autob¨²s de Stephen's Green al terminar la jornada de trabajo, y anticipaba en mi imaginaci¨®n su transfiguraci¨®n, seg¨²n este calendario enigm¨¢tico, en bailarines ba?ados en sudor sobre un escenario, al ritmo de Madonna, autores de miradas obscenas y de caricias furtivas, cuerpos hambrientos y jadeantes en mi cama. Mis noches transcurr¨ªan en un sombr¨ªo aturdimiento er¨®tico, un torbellino de humo de discoteca, aftershave y besos con sabor a cerveza. Yo que hasta hac¨ªa poco nunca hab¨ªa besado a nadie me acostumbr¨¦ r¨¢pidamente a la imagen de hombres con la piel de gallina recogiendo su ropa del suelo de mi habitaci¨®n y saliendo de mi vida, y a sus deseos y formas de proceder habituales. Al final eran pr¨¢cticamente indistinguibles uno de otro, hasta el punto que a veces dud¨¦ de si hab¨ªa estado dos veces con el mismo sin darme cuenta, o si en verdad era uno solo con quien me acostaba una y otra vez.
Durante aquel mes comenc¨¦ a escribir primero peque?os fragmentos y despu¨¦s cuentos muy cortos, textos sin ning¨²n valor literario que tecleaba en el ordenador, en mi habitaci¨®n, mientras tomaba caf¨¦, en el breve intervalo de una o dos horas entre los Commons y mis incursiones en el submundo.
Eran por lo general historias rom¨¢nticas y sin corregir sobre la ¨¦poca de mi relaci¨®n con Ian, que ahora parec¨ªa tan lejana e inveros¨ªmil como los renacuajos y los ¨¢ngeles de la guarda de la escuela primaria. Aunque siempre dese¨¦ tener otro encuentro con Pablo Virgomare, por aquel entonces ya estaba convencido de que todas las apariciones y coincidencias extra?as del primer d¨ªa hab¨ªan sido el producto de mi mente enloquecida en los episodios finales de mi obsesi¨®n por Ian, y pens¨¦ que escribir sobre mi verdadero pasado me mantendr¨ªa en un estado de saludable normalidad y me orientar¨ªa tal vez en mi despertar sexual acelerado y m¨¢s bien solitario.
Hacia finales de noviembre decid¨ª, en un momento de ocio, enviar un cuento a A Muse, la revista literaria del Trinity, en la que hab¨ªa visto anuncios que solicitaban colaboraciones. Enlac¨¦ en una especie de collage lo mejor de la colecci¨®n de fragmentos repetitivos que hab¨ªa acumulado y camin¨¦ con dificultades bajo el aguacero que ca¨ªa a las cuatro de la tarde para echarlo en el buz¨®n del Comit¨¦ de Publicaci¨®n. Cuando alcanc¨¦ el refugio fr¨ªo de Front Arch, mis zapatillas deportivas chapoteaban y las gotas de agua corr¨ªan por mi nariz.
Ech¨¦ el sobre mojado en el buz¨®n y me qued¨¦ all¨ª observando la tarde oscura y empapada, los r¨ªos que vert¨ªan los canalones, pensando que el George estar¨ªa poco animado aquella noche si el tiempo no mejoraba.
El contacto h¨²medo de un cuerpo humano en mi espalda me sobresalt¨® y me di al vuelta.
—Pero? Fionnuala, por el amor de Dios, me has asustado?
Con la capucha del chubasquero bien ce?ida a la cabeza, parec¨ªa un alien.
—Lo siento. Vengo corriendo desde O'Connell Street. Y ya no soporto m¨¢s esta humedad en la piel. ?A qu¨¦ te dedicas?
Inmediatamente me sent¨ª culpable: durante semanas no la hab¨ªa visto m¨¢s que en los Commons y en clase, y me marchaba a toda prisa antes de que pudi¨¦ramos hablar. En varias ocasiones me hab¨ªa enviado mensajes inform¨¢ndome del plan para la noche, y despu¨¦s pregunt¨¢ndome por qu¨¦ no hab¨ªa ido. Yo le contestaba con una serie de mentiras sobre mi falta de estudio, la familia y la necesidad de descansar, y ella deb¨ªa preguntarse qu¨¦ hab¨ªa ocurrido con nuestra incipiente amistad. Se quit¨® la capucha y sacudi¨® su pelo rubio, h¨²medo. Peque?as gotas de lluvia ca¨ªan de sus cejas.
—A nada en especial —dije—, ?y t¨²?
—Hay una fiesta esta noche, deber¨ªas venir. Es en Ranelagh. En casa de un tipo que conoce James.
—?Va alguien que yo conozca?
—Bueno, voy yo. Y tambi¨¦n otros, es un plan de la Facultad de Letras. Te sonar¨¢n las caras, ya sabes? y adem¨¢s, hace mil a?os que no te veo?
Pese a lo dura que me resultaba la idea de apartarme de los placeres vertiginosos del George, aunque tan s¨®lo fuera por una noche, el sentido de la responsabilidad, y tambi¨¦n del afecto, se impusieron, y quedamos en encontrarnos en las escaleras del Dinning Hall despu¨¦s de los Commons para ir juntos a comprar las bebidas.
—Nos vemos a las siete, entonces —dijo mientras volv¨ªa a ponerse la capucha para correr hasta la 1937 Reading Room—, ?y nada de excusas!
Pas¨¦ el resto de la tarde tumbado en la cama en mi habitaci¨®n, dormitando y so?ando vagamente con naranjas, limones y misteriosos hombres rubios en mi ventana. La lluvia hab¨ªa cesado casi por completo cuando me reun¨ª con Fionnuala, y aunque el fr¨ªo era intenso, todav¨ªa era pronto y decidimos recorrer a pie, sorteando el tr¨¢fico y los charcos, con las bolsas tintineantes en la mano, el camino, de una media hora, hasta el piso donde se celebraba la fiesta.
Nos detuvimos a tomar una pinta en el O'Brien's, en Ranelagh, donde nos pusimos ?al d¨ªa?. Por supuesto, tuve que mentir para explicarle mi repentina desaparici¨®n de nuestro c¨ªrculo social. Lo que le dije era muy poco convincente, pero ella asinti¨® sin hacer ninguna objeci¨®n; incluso es posible que sospechara lo que ocurr¨ªa realmente, que ten¨ªa una vida sexual secreta. En respuesta a mi pregunta, Fionnuala me dijo que todo iba bien con James. Bastante bien, me dijo, no hab¨ªa la pasi¨®n desenfrenada que ella hubiera deseado, pero era una buena compa?¨ªa. Not¨¦ que se apoderaba de m¨ª el sentimiento acogedor de compa?erismo que hab¨ªa tenido con ella al principio del trimestre, hac¨ªa poco m¨¢s de un mes, y lament¨¦ el exilio varonil en el que hab¨ªa pasado las semanas anteriores, en aquel mundo de flashes de colores y olor a aftershave, a sudor y a Smirnoff Ice. Me alegr¨¦ de estar, por una vez, con una mujer, con una amiga.
Llegamos a la casa hacia las nueve y media. El resto de edificios de ladrillo rojo estaban oscuros y en silencio, con la pizarra de los tejados brillante por la lluvia, alterados solamente por la luz espectral de alguna televisi¨®n. El n¨²mero cuatro, donde se celebraba la fiesta, estaba iluminado tras las cortinas corridas y lat¨ªa suavemente con la m¨²sica del interior.
—?Qui¨¦n me dijiste que viv¨ªa aqu¨ª? —pregunt¨¦ a Fionnuala mientras ella llamaba al timbre.
—No me acuerdo exactamente. Creo que James conoce a uno de ellos del equipo de remo del Trinity. Me parece que su compa?ero de piso va con gente mayor que nosotros. O sea que habr¨¢ gente seria tambi¨¦n, ya sabes.
James abri¨® la puerta.
—Entra —le dijo a Fionnuala—, te he visto por la ventana.
—Me salud¨® con indiferencia, con un gesto de la cabeza, que yo correspond¨ª alzando las cejas. El interior parec¨ªa una fiesta de un anuncio de cerveza, gente en las escaleras, apoyada a lo largo del pasillo, de pie en las puertas, hablando alto por encima de la m¨²sica y bebiendo directamente de las botellas y latas. Fionnuala y James representaron a mi lado un saludo juguet¨®n, con besos, reproches en broma y sonrisas t¨ªmidas.
Nos abrimos paso por el pasillo hasta la cocina, donde Fionnuala y yo escondimos nuestras latas de cerveza tan bien como pudimos, para protegerlas de potenciales ladrones, y comenzamos una cada uno. Unos conocidos suyos le llamaron la atenci¨®n y me dej¨® para que me arreglara por mi cuenta. La cocina, con todas las luces encendidas y con los muebles blancos y de madera de pino, era demasiado luminosa, as¨ª que me desplac¨¦ hasta la sala de estar.
All¨ª hab¨ªa tambi¨¦n bastante gente, los sof¨¢s y las sillas estaban ocupados y un grupo bailaba un poco en el centro de la sala, al ritmo de la m¨²sica suave que las dos personas agachadas junto al equipo, rodeadas por pilas de CD, hab¨ªan puesto, alguna estrella joven del tigre celta. Me apoy¨¦ en un espacio libre de la pared, detr¨¢s del sof¨¢, con una lata de Heineken en la mano, en mi actitud bien ensayada de p¨²blico de la velada, un cr¨ªtico de peri¨®dico que cubre una fiesta de estudiantes, un escritor free lance que redacta cr¨®nicas sobre la vida. Pens¨¦ que la ¨²nica habilidad social que hab¨ªa desarrollado satisfactoriamente desde mi llegada a la universidad era la de ligar en un bar gay, y que permanecer apoyado en la pared de aquel modo, marcando suavemente el ritmo de la m¨²sica con la mano sobre mi pierna mientras inspeccionaba subrepticiamente a la gente, era un comportamiento adecuado para un jueves por la noche en el Front Lounge, pero no para una fiesta de estudiantes en un piso particular. Llevado por la costumbre examin¨¦ la sala cuidadosamente en busca del cabello rizado de Pablo Virgomare. Tampoco estaba all¨ª, por supuesto. Cuando comenzaba a considerar la idea de salir de all¨ª discretamente y volver al centro para acudir al George, mi mirada top¨® no con Pablo, pero s¨ª con alguien a quien reconoc¨ª y que asociaba con ¨¦l.
Era Sarah, encorvada en el rinc¨®n opuesto de la sala, junto a la librer¨ªa, con una pila de libros al lado y un cigarrillo humeante entre los dedos. Me daba la espalda, pero la reconoc¨ª por su peinado descuidado y masculino y por su nuca p¨¢lida.
Estaba completamente desplazada en aquella fiesta, mayor que casi todo el mundo para empezar, y adem¨¢s concentrada absolutamente en lo que estaba haciendo en la librer¨ªa. Si alguien pod¨ªa decirme algo sobre Pablo y su canci¨®n, si alguien estaba implicado en la trama, ten¨ªa que ser ella, estaba seguro. Iba a acercarme y a presentarme de nuevo, cuando de pronto me salud¨® con una exclamaci¨®n de alegr¨ªa otra chica que tambi¨¦n reconoc¨ª.
—?Hombre! ?Nialler!
Era Andrea. Abri¨® los brazos y me dio un abrazo breve y perfumado. Por encima de su hombro pod¨ªa ver a Sarah con el cigarrillo entre los labios, sosteniendo con una mano un papel con algo escrito ante sus ojos mientras pasaba la otra por los vol¨²menes de la librer¨ªa a su espalda. Andrea golpe¨® su vaso contra mi lata a modo de brindis.
—No sab¨ªa que estabas aqu¨ª.
—Bueno? no esperaba venir. —Estir¨¦ el cuello para ver qu¨¦ hac¨ªa Sarah.
—?Qu¨¦ miras? Parece que hayas visto un fantasma. De hecho, t¨² mismo te has convertido en un fantasma —continu¨®—, hace siglos que no sales con nosotros.
—Lo s¨¦, lo s¨¦, he tenido muchos compromisos, sabes, la boda de mi primo, ese tipo de cosas.
Andrea, que lo sab¨ªa todo sobre primos y obligaciones sociales y que estaba demasiado ocupada en convertir aquella fiesta en algo que contar al d¨ªa siguiente como para interesarse en flash-backs irrelevantes, acept¨® mi explicaci¨®n sin hacer preguntas y desvi¨® la conversaci¨®n hacia el material narrativo.
Babelia
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