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Susana y los viejos

Una novela coral de Marta Sanz donde los protagonistas, tres generaciones de hombres y mujeres, se enfrentan a sus miedos y pasiones.

Fragmento

Clara alberga ciertas dudas respecto a la conveniencia de hablar o de callarse. Hace unos d¨ªas, tuvo quiz¨¢s una visi¨®n. Durante la visita domiciliaria de la geriatra, Clara abri¨® la puerta y encontr¨® a la doctora Susana Ren¨¢n, con el torso desnudo, sobre el cuerpo lampi?o del abuelo. Clara hab¨ªa abierto la puerta despacito para comprobar si la doctora necesitaba algo y pudo ver, durante algunos segundos, c¨®mo la doctora, a horcajadas sobre el paciente, sin poner encima de ¨¦l todo su peso, recorr¨ªa con sus tetas peque?as la piel del pecho del anciano, como si quisiera conservarlo vivo, d¨¢ndole calor.

La escena era blanca. La bombilla de cien vatios del techo les alumbraba y tanto el cuerpo desnudo del abuelo, como la palidez rotunda de la doctora Ren¨¢n, proyectaban tonalidades que iban del color crema al amarillo, del blanco de la nieve al blanco de los tragos de leche y del az¨²car brillante. Las paredes del cuarto, pintadas de un color alimonado, envolv¨ªan, como dentro de una gasa, como en el interior de una bolsa fetal, a los seres y sus leves oscilaciones; difuminaban los perfiles que se tornaban blandos. Clara presenciaba una escena que era maternal y dulce. Se frot¨® los ojos y, aun as¨ª, la habitaci¨®n conserv¨® briznas de polvillo de oro, una particular neblina de polen en un campo expuesto al sol.

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El movimiento, nunca brusco, acab¨® cuando la doctora, de abajo arriba, alcanz¨® la boca del abuelo y le dio un beso pel¨¢gico, escarbando con su lengua el hueco de la boca del abuelo, quien con ojos inexpresivos se qued¨® mirando a Clara.

?sta se trag¨® la pregunta que hab¨ªa provocado que, sigilosamente, abriera la puerta:

—?Necesita usted algo, doctora?

El ofrecimiento de ayuda se qued¨® colgando de los labios de Clara, prendido y a punto de caer y, despu¨¦s, fue aspirado hacia adentro como la babilla derramada por los que est¨¢n en el borde que separa la vigilia del sue?o.

La doctora, abstra¨ªda, insist¨ªa en la profundidad de su beso, como si pretendiera dejar impoluta la dentadura, la garganta, los bronquios del paciente. La doctora ten¨ªa algo de can¨ªbal, aunque fuera ella quien se iba metiendo por la boca agrandada del viejo, para limpiarlo como las r¨¦moras a los tiburones o los par¨¢sitos del cuerno afrodis¨ªaco del rinoceronte.

A Clara le gustaban los reportajes de animales y los iba buscando por las cadenas de televisi¨®n despu¨¦s de la hora de comer. La doctora le mostraba su espalda ancha y el surco de su columna vertebral, los agujeritos que se forman en la parte alta de las nalgas, las plantas blancas de los pies, la curva de los hombros. El abuelo, a lo largo del beso, dej¨® de mirar a Clara y, sin cerrar los p¨¢rpados, concentr¨® sus retinas en la bombilla del techo, hasta que la masa del ojo se reblandeci¨®. Clara estuvo a punto de gritarle:

—?Deje de mirar hacia la luz! ?Deje de mirar!

Pero una n¨¢usea le volvi¨® a dejar colgadas las palabras en la comisura de los labios. Clara, dentro de un tebeo, vio c¨®mo sus bocadillos de di¨¢logo se quedaban en blanco. Al ver el beso, largo, ind¨®mito, insecticida, vivificador, letal, sinti¨® c¨®mo el est¨®mago le daba una voltereta y desanduvo lo andado para volver a cerrar la puerta con la misma levedad con que la hab¨ªa abierto. Llevaba esas zapatillas con las que nadie la o¨ªa cuando caminaba por la casa. Clara entraba en una alcoba y sorprend¨ªa a su habitante, que se llevaba un susto de muerte.

Esa cualidad de silencio le otorgaba un poder. Los vecinos de abajo nunca protestar¨ªan por culpa del golpeteo de sus tacones.

Nadie sab¨ªa si estaba o si no estaba. Clara pose¨ªa el privilegio fantasmag¨®rico de la sorpresa y, sin embargo, hace unos d¨ªas ella, desde dentro de su sigilo, hab¨ªa sido la sorprendida porque comprendi¨®, de golpe, que ese estar o no estar, que la dotaba de fuerza y de cierta dosis de magia, pod¨ªa tambi¨¦n interpretarse como un ser o no ser. Al abrir la puerta de la habitaci¨®n del abuelo y volverla a cerrar, Clara temi¨® precisamente no ser y se qued¨® quieta en el pasillo, desconcertada por la duda de si la doctora hab¨ªa llegado a percatarse de su presencia o s¨®lo el abuelo la hab¨ªa reflejado en sus pupilas mates.

Ahora Clara, despu¨¦s de haber desechado la absurda idea de que su imaginaci¨®n le juega malas pasadas, no sabe si Susana Ren¨¢n es una criatura angelical o un monstruo. Ha repasado la escena y, completamente segura de s¨ª misma, se ha dado cuenta, eso s¨ª, con otras palabras, de que las bocas aquilatan el valor de los relatos y de que desconf¨ªa de que los dem¨¢s crean lo que ella lleg¨® a ver con sus propios ojos.

—El abuelo est¨¢ como una cabra.

—No creas.

Acaban de salir de la habitaci¨®n del abuelo y Max se sorprende con la respuesta de Clara. Ella se explica:

—A veces delira, pero otros d¨ªas no dice ninguna barbaridad.

Ninguna mentira. Reconoce a las personas y hay cosas que le siguen gustando mucho. Los churros.

—?Le pones discos?

—S¨ª, y, por c¨®mo me mira, s¨¦ los que prefiere. Creo que voy acertando. Algunas veces, me pongo enferma con los berridos de las sopranos. Parecen cluecas. Pero, si a ¨¦l le gusta?

Clara ha aprendido palabras nuevas, piensa Max; despu¨¦s, se averg¨¹enza, porque no tiene idea de cu¨¢les eran los conocimientos de Clara antes de empezar a leer las car¨¢tulas de los discos del abuelo. A lo mejor, Clara tiene un hermano que estudia en el conservatorio. A lo mejor, Clara acab¨® el COU o es una fil¨®loga en paro. Max no lo sabe, aunque lleva vi¨¦ndola desde hace diez a?os. Su abuela quer¨ªa mucho a Clara, su abuelo tambi¨¦n. Por su parte, la informaci¨®n sobre Max de la que pueda disponer Clara ha salido de boca de los abuelos.

Mucha y extra?a informaci¨®n. Quiz¨¢ Clara est¨¦ al tanto de que ¨¦l se llama Max, Maximiliano, por Jezabel, aquella pel¨ªcula de Bette Davis en M¨¦xico. Tal vez, ¨¦l deber¨ªa contarle las cosas como son. Por ejemplo, podr¨ªa contarle que llama a su madre Mrs. Robinson. La madre de Max es Mrs. Robinson. No es f¨¢cil sobrellevar el peso de que una madre sea Mrs.Robinson.

Max ignora lo que Clara sabe de ¨¦l, pero se averg¨¹enza de no haberle dicho nunca nada. Como si fuera un mueble. Sin embargo, Max no suele contarle nada a nadie, m¨¢s bien escucha a su manera; as¨ª que no entiende por qu¨¦ se compunge al permanecer callado con Clara. Ella abre el balc¨®n:

—Voy a regar las plantas.

—Clara, ?t¨² sabes que yo tambi¨¦n soy m¨²sico?

—?Tambi¨¦n?

—Bueno, tambi¨¦n, no, quiero decir que como estabas hablando de sopranos?

—T¨² no cantas.

—No, no canto.

—Pues s¨ª, s¨ª lo sab¨ªa, ?c¨®mo no lo voy a saber?

Clara no espera respuesta. Max se ha olvidado por completo de c¨®mo empez¨® la conversaci¨®n y se concentra exclusivamente en Clara. Le inspira mucha ternura esta chica. Le da l¨¢stima y se siente miserable por su l¨¢stima, por la certeza de que es superior y de que cualquier pretensi¨®n de igualarse en una conversaci¨®n como la que ahora mismo mantienen, ser¨ªa una impostura.

Clara lleva en la casa, desde antes de que la abuela Micaela se muriese. Pero a Clara no hay que atenderla, piensa Max, no hay que meterse en su vida, no hay que tenerle l¨¢stima ni cari?o. Hay que pagarle. Cuida muy bien del abuelo. Le compra churros con el dinero de su propio salario; le regala figuritas que hacen que a Max se le vaya de la cabeza la descabellada idea de que Clara es una fil¨®loga en paro. Clara y sus figuritas. Sin embargo, hay fil¨®logas que coleccionan casas de mu?ecas por fasc¨ªculos. Fil¨®logas a las que les hace ilusi¨®n que les regalen un amoroso peluche. La abuela contrat¨® a Clara por horas, como asistenta, dos veces por semana. Vio su nombre, Clara, en uno de esos papelitos que la gente pega con celo en los azulejos de los puestos del mercado y arranc¨® uno de los n¨²meros de tel¨¦fono. La abuela pens¨® que Clara era el mejor nombre para una asistenta.

—Y Pura —dijo el abuelo.

Pero a Micaela el chiste no le hizo gracia. Las dos mujeres se pusieron de acuerdo en seguida. Clara se encargaba de las labores m¨¢s duras: descolgaba las ventanas correderas de aluminio para dejarlas impolutas; fregaba con amoniaco venenoso; met¨ªa la mano en el retrete hasta que el fondo quedaba inmaculado.

—Inmaculada, otro buen nombre para una asistenta.

El abuelo, sin hacer caso de su mujer, continuaba con sus chistes f¨¢ciles, con su man¨ªa de rebautizar a las personas seg¨²n cu¨¢l fuera su fisonom¨ªa, su actividad, su similitud con animales o con plantas. La abuela Micaela, sin embargo, nunca se dej¨® cambiar el nombre.

Max llevaba diez a?os observando a Clara, sin verla del todo, hasta aquel d¨ªa, no hace mucho tiempo, en que le llam¨® la atenci¨®n la energ¨ªa de los movimientos de la mujer e, inmediatamente, Clara le record¨® a Pola y eso le turb¨®. Aquel d¨ªa, Max descubri¨® por ejemplo que Clara deb¨ªa de rondar los treinta a?os, como ¨¦l mismo, y que no hablaba mucho, ni se la pod¨ªa imaginar vestida para tomarse una copa en el pub de su barrio, un s¨¢bado por la noche.

El d¨ªa que Max comenz¨® a fijarse en Clara, presenci¨® at¨®nito c¨®mo Clara se enguantaba las manos con un par de deslizamientos secos que hicieron sonar la goma dos veces, una por cada extremidad. Despu¨¦s Clara cogi¨® el cubo, lo llen¨® de agua y de amoniaco, deposit¨® el cubo al lado de una puerta y se fue a buscar la escalera de aluminio. Clara abri¨® la escalera y coloc¨® el cubo en lo alto, en la peque?a plataforma que culmina las escaleras met¨¢licas. El cuello se tens¨®. Despu¨¦s, ascendi¨® por los pelda?os y, metiendo el estropajo en la mezcla del cubo, comenz¨® a restregar la madera de la puerta, como una gimnasta, abajo y arriba, al agua, escurrir, frotar violentamente, trazar en¨¦rgicos c¨ªrculos con los omoplatos que proyectaban su fuerza hasta la mano —cuidada con cremas de noche, guantes y aceites hidratantes—, recolocar las piernas, mirar sin ver m¨¢s all¨¢ de la superficie de la madera, fijar la vista en lo m¨ªnimo y despu¨¦s, como los pintores, contemplar el resultado con perspectiva, cambiar el agua, el brazo huesudo se hace casi el¨¢stico al aguantar el peso del agua nueva, volver a subir, las nalgas se marcan contra la tela de la bata.

Clara y Max siempre se han tuteado. Clara ya ha regado las plantas y, al entrar de nuevo en el saloncito que da a la terraza, vuelve a dirigirse a Max:

—Sin embargo, el abuelo no est¨¢ muy bien.

Max no contesta, porque las sentencias de Clara no se ajustan a sus expectativas. Lo que Clara diga carece de importancia; s¨®lo es relevante lo que Max piensa de ella, y esos pensamientos parecen imperturbables. Por ejemplo, Max ahora piensa en c¨®mo pasar¨¢ Clara las noches, con el abuelo, encerrada en la casa. Desde que muri¨® la abuela, Clara ya no es la asistenta, es la interna. Clara cerrar¨¢ la puerta de la habitaci¨®n del abuelo para olvidarse de ¨¦l o la dejar¨¢ abierta para estar al tanto de lo que pueda ocurrir. Ver¨¢ la televisi¨®n o leer¨¢ revistas o estudiar¨¢ un curso de enfermer¨ªa a distancia o hablar¨¢ por tel¨¦fono con sus familiares o subir¨¢ hombres, novios, al piso de los abuelos. Al abuelo no le importar¨ªa.

A Max tampoco le importar¨ªa ser un Juanito Santa Cruz, el corruptor de Fortunata: Juanito mira el culo de la chacha, mientras ella limpia los cristales, sobre los que distingue el reflejo baboso del se?orito. Clara se bebe un huevo crudo con las piernas bien abiertas. A Max, esa imagen imposible le provoca una sonrisilla que no disimula. Clara es mucho m¨¢s sutil. No tiene aspecto de comer con los dedos ni de desangrarse por la calle ni de soltarse el pelo en los momentos de pasi¨®n.

—?Por qu¨¦ me miras con esa cara de imb¨¦cil?

—?Te gustan los pajaritos fritos?

—Eres un salvaje.

A Max le ha enternecido que Clara le llame imb¨¦cil. El insulto les iguala de una manera que Max colocar¨ªa a medio camino entre lo superficial y lo profundo; sin embargo, Clara le interrumpe para recalcar una idea:

—Y no dice ninguna tonter¨ªa.

—?Qui¨¦n?

—El abuelo.

—Ninguna.

—No se puede hablar contigo.

—Es verdad.

Max sospecha que quiz¨¢ Clara se haya mimetizado con el abuelo y que las cosas que a ella no le parecen extra?as har¨ªan estremecer a un reci¨¦n llegado. Estar¨¢ acostumbrada a que las luces empiecen a encenderse a las cuatro de la madrugada. Entonces el abuelo pide una galleta y se la come ronchando los bordes con sus dientecillos intempestivamente sanos. Al abuelo le apetece o¨ªr m¨²sica y Clara le pone un disco, sea la hora que sea. No quedan muchos vecinos en la finca, y los que quedan est¨¢n sordos o, tal vez, tambi¨¦n subyugados por los deseos del abuelo, que le cuenta a Clara aventuras, deformadas por la edad, absolutamente ciertas, las vivencias que nadie m¨¢s que ella habr¨¢ o¨ªdo. Para Clara, es habitual hablar a gritos y prescindir de las servilletas a la hora de comer. Pobre Clara. Max se convence de que hay que adoptar alguna medida para salvarla de esas excentricidades de viejo que se est¨¢n apoderando de ella, hasta hacerle creer que es normal o¨ªr voces por la noche o que las habitaciones huelan a una esencia de orina que, para ella, ya es imperceptible.

Sin embargo, de momento, no hay soluci¨®n. S¨®lo Clara puede cuidar del abuelo. Lo importante es pagar a Clara y que est¨¦ contenta. Lo importante es que trata bien al abuelo.

Ha subido de categor¨ªa social. Max sigue sin escucharla cuando, al coger el ascensor para regresar junto a Pola, le dice:

—Max,te est¨¢s burlando de m¨ª.

—Eso s¨ª que no.

—Quiero contarte algo.

—?No me lo has contado ya?

—Max, no sab¨¦is lo que le pasa al abuelo.

—Tengo que irme a ensayar, Clara. Esta noche vuelvo y hablamos m¨¢s despacio.

Max no sabe lo que le pasa al abuelo y eso, para ¨¦l, es un indicio de que, por ahora, al menos en su caso todo va bien.

Max cierra la puerta del ascensor y se queda mirando c¨®mo las piernas de Clara desaparecen por encima de su cabeza. Mientras Clara va amput¨¢ndose en lonchas, medio cuerpo para abajo, rodillas, tobillos, nada, Max cree escuchar entre el ruido del mecanismo del ascensor las medias palabras que a Clara le han salido como el disparo de una escopeta:

—La doctora se queda desnuda delante del abuelo?

La obsesi¨®n y el extra?o respeto de Max por las asistentas se inicia el d¨ªa que entabla conversaci¨®n con Silvia Georghiou en la cafeter¨ªa del conservatorio. Max quiso conocer la historia de Silvia tal como era. Y la escuch¨® para sacar despu¨¦s sus propias conclusiones. Max no valor¨® que le contase su vida una mujer tan reservada. Lo ¨²nico que le importaba era lo que ¨¦l pudiese aprender de aquellas palabras y no las palabras en s¨ª mismas, tampoco la boca que las iba pronunciando.

Era una boca fina y perfilada. Sal¨ªa de un cuello largo en el que se marcaban exageradamente los tendones, las venas y esa hondonada en la que descansa el tronco del cuello de las mujeres.

Un cuello para el estrangulador. La hondonada de Silvia era como un agujero desde el que alguien pod¨ªa asomarse para comprobar todo lo negro que pod¨ªa ser el negro y toda

la profundidad de lo profundo. Sin embargo, Max no siempre era capaz de separar las bocas de las palabras que las pronunciaban; por ejemplo, no lo hac¨ªa cuando quien hablaba era Mrs. Robinson que, ahora mismo, en el recuerdo de Max, sosten¨ªa entre sus manos pecosas los trabajos manuales de su hijo:

—Maximiliano, esta casita es una puta mierda.

Silvia iba algunas tardes por el conservatorio para llevar los papeles que el profesor de composici¨®n olvidaba sistem¨¢ticamente.

Los olvidos sistem¨¢ticos son sospechosos por su marcado voluntarismo o, tal vez, porque son el s¨ªntoma de alguna enfermedad. Del alma, es decir, del cuerpo, pensaba

Max, imbuido por el materialismo y por el estado actual de su abuelo. Silvia trabajaba en casa del profesor. Fregaba. Hac¨ªa la comida. Planchaba. Cos¨ªa. Era rumana y hablaba un castellano muy formal. Rico. Correcto. Adecuado a la situaci¨®n. Impresionante, para un Max que no mostraba gran facilidad de palabra ni siquiera en su propio idioma.

Max esperaba sentado en el pasillo, porque hab¨ªa llegado tarde a la clase y, al ver salir a Silvia del aula donde ¨¦l deber¨ªa haber estado, la invit¨® a tomar un caf¨¦ porque la mujer despertaba su curiosidad y porque jugaba con la ventaja de que, en alguna ocasi¨®n anterior, se hab¨ªan dicho hola.

—?Qu¨¦ ha olvidado esta vez el profesor?

—La cartera.

Silvia era la mujer m¨¢s seria y m¨¢s alta que Max hab¨ªa visto en su vida y volvi¨® a llamarle la atenci¨®n que su voz sonara como las notas agudas de un clarinete. Despu¨¦s de fijarse en su cuello ya nada le pareci¨® tan disonante. Pidieron dos caf¨¦s y Max encendi¨® un pitillo. Silvia se quit¨® el humo de delante de los ojos con la mano. Tosi¨®. Fij¨® su mirada en el estuche del instrumento de Max.

—No deber¨ªa fumar, si quiere tocar la trompeta.

—Todav¨ªa no s¨¦ si es eso lo que quiero.

—En cualquier caso, no deber¨ªa.

Max dej¨® de fumar, regocijado por el tono rancio del usted, que le hizo ver a Silvia transformada en una dama con sombrero y velo de rejilla sobre el rostro, sentada frente a ¨¦l; un repentino bigote de gu¨ªas rizadas le hab¨ªa brotado, por arte de magia, encima del risue?o labio superior. Max, convertido en un oficial del ej¨¦rcito prusiano, identific¨®, frente a ¨¦l, a una Silvia vaporosa, vestida de sat¨¦n oscuro y gasas negras y violetas, enguantada, entre la niebla de la cafeter¨ªa que era como el humo de los antiguos trenes; los paneles de madera del local fueron de pronto las separaciones entre los vagones.

Dentro de uno, aislados, Max y Silvia compart¨ªan una conversaci¨®n de otros tiempos. El oficial prusiano comenz¨® a preguntarle a Silvia c¨®mo era que hablaba tan bien castellano, de d¨®nde ven¨ªa, qu¨¦ hac¨ªa en casa del profesor, si le gustaba esta ciudad, cu¨¢les eran sus planes, cu¨¢l su relaci¨®n con el mundo de la m¨²sica, si ten¨ªa ganas de regresar a Rumania, c¨®mo se encontraba su familia, qu¨¦ echaba de menos.

Max descubri¨® que en Silvia la seriedad era sencillamente tristeza, cuando la dama, al mismo tiempo que retiraba el velo de sus ojos profundos, dejando ver la marca de sus ojeras lilas y difusas, recogi¨® en un relato completo cada una de las preguntas de ese muchacho, una panocha dorada, que hab¨ªa visto sentado en las primeras filas de la clase del profesor. Silvia no pudo evitarlo:

—Parece usted una mazorquita de ma¨ªz.

Silvia Georghiou s¨®lo miraba al profesor, por lo que su comentario produjo en Max un regocijo cari?oso. A Silvia Georghiou le conmovi¨® tanta inocencia y Max ya no pudo despegarse del asiento de la cafeter¨ªa en toda la tarde, porque las palabras de Silvia excedieron con mucho sus expectativas y no le causaron el menor da?o. Eran fascinantes, porque quedaban fuera de ¨¦l. En ese momento, era como si todas las historias transcurrieran de puertas hacia fuera de la casa de Max. Quiz¨¢, por esta raz¨®n, Max era tan sociable, tan curioso y, a la vez, tan callado; quiz¨¢ por eso, en ese momento, a Max le gustaban las historias ajenas, las historias que le ayudaban a verse a s¨ª mismo como un ser invulnerable y dispuesto a hacer del arte de escuchar, un modo de aprender. Los j¨®venes oficiales prusianos necesitan despertar la pasi¨®n de una joven paral¨ªtica para perder el honor y la dignidad; al final de su periplo psicol¨®gico, los oficiales se perturban y entregan su carne a la guerra, y los condecoran con medallas que son de cobard¨ªa.

Max y Silvia no hablaron muchas m¨¢s veces, porque Silvia desapareci¨®. En las pocas ocasiones que Max tuvo la oportunidad de volver a verla, despu¨¦s de la conversaci¨®n, la contemplaba fascinado cada vez que ella entraba con la cartera olvidada del profesor, firmemente asida por sus finos dedos; los dedos que un segundo m¨¢s tarde rozaban la piel del profesor y se quedaban lacios, mientras que el no tan viejo maestro perd¨ªa el hilo y s¨®lo Max se daba cuenta de que se le nublaba un poco la vista, de que se sent¨ªa turbado.

—Creo que ser¨ªa mejor que dejase usted de mover la pierna.

Max contuvo su tembleque y Silvia recogi¨® en una narraci¨®n las preguntas impertinentes de la mazorquita de ma¨ªz.

Hab¨ªa nacido en Bucarest en 1966. Su padre era diplom¨¢tico. Su madre, una mujer del campo bell¨ªsima que, como era de esperar, se aj¨® con los cambios pol¨ªticos, familiares y fisiol¨®gicos. Silvia hab¨ªa estudiado solfeo y piano. Por eso, hab¨ªa entrado a trabajar en casa del profesor. Su esposa y ¨¦l se hab¨ªan conmovido. Bien es cierto que pod¨ªan haberse conmovido de una manera un poco menos c¨®moda. Silvia hab¨ªa dado algunos conciertos muy apreciados por la cr¨ªtica especializada, en su pa¨ªs.

Silvia ya hab¨ªa conseguido lo que Max aspiraba a lograr.

Los padres de Silvia se divorciaron cuando ella era muy peque?a y, desde entonces, no hab¨ªa vuelto a ver a su padre. Hasta que fue mayor. En Espa?a. El padre de Silvia era c¨®nsul de Rumania en Espa?a. El padre de Silvia no se hab¨ªa ajado con los cambios pol¨ªticos, familiares ni fisiol¨®gicos. Se hab¨ªa mantenido en pie, a la pata coja, sobre un bordillito. Pero eso era irrelevante. Silvia vivi¨® con su madre en duras condiciones de pobreza y de fr¨ªo. En Rumania es necesario hablar siempre del fr¨ªo. Silvia ten¨ªa prestigio, pero no dinero. Silvia se cas¨® con un hombre muy hermoso que la amaba mucho, y que fue capaz de proporcionarle alimentos para su madre. La retir¨®. La am¨®.

Le dio de comer en los tiempos m¨¢s duros. Hasta que el hombre comenz¨® a violarla en el lecho conyugal. Porque Silvia era altiva. Y el hombre le pegaba casi a diario. Silvia huy¨® de la casa. Dej¨® al hombre hermoso. Dej¨® a su madre que justificaba cada golpe contra Silvia con cada alimento que masticaba. La campesina, ajada y bell¨ªsima, masticaba alimentos y ya s¨®lo eso le parec¨ªa trascendental. Silvia dej¨® a la familia de su marido y la familia la busc¨®, implacablemente, por todo el pa¨ªs. Se escondi¨®. Cambi¨® de nombre. Fue perseguida porque su marido era tambi¨¦n un hombre importante en Rumania. Consigui¨® llegar a Espa?a. Sin nada.

Como la misma Silvia dijo:

—Con una mano delante y otra detr¨¢s.

Portada del libro 'Susana y los viejos'  de Marta Sanz
Portada del libro 'Susana y los viejos' de Marta Sanz

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