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LECTURA

Vinieron las lluvias

Una imperecedera historia de amor escrita por Louis Bromfield y ambientada en una India colonial azotada por el monz¨®n

Hab¨ªa dos hombres sentados en un bar. Uno de ellos pregunt¨® al otro:

—?Le agradan a usted los americanos?

Y el segundo replic¨® vigorosamente:

—No.

—?Le agradan los franceses? —inquiri¨® el primero.

—No —respondi¨® el otro con la misma energ¨ªa.

—?Los ingleses?

—No.

—?Los rusos?

—No.

—?Los alemanes?

—No.

Hubo una pausa, y el primero, levantando su vaso, pregunt¨® finalmente:

—Y bien, ?qui¨¦nes le agradan a usted?

Sin vacilar un segundo, el otro respondi¨®:

—Mis amigos.

Con esta an¨¦cdota, el autor expresa su gratitud a su amigo Erich Maria Remarque.

PRIMERA PARTE

Cap¨ªtulo I

Era la hora del d¨ªa que m¨¢s agradaba a Ransome. Sen?tado en la terraza, paladeaba su co?ac y contemplaba c¨®mo la dorada luz del sol iluminaba los banianos, la casa pintada de gris-amarillo y la enredadera escarlata durante unos luminosos instantes, antes de que el astro, con repentina zambullida, se hundiese en los confines del horizonte, dejando los campos sumidos en tinieblas. Era un espect¨¢culo m¨¢gico, que, para su sangre septentrional, habituada a los largos, apacibles y azulados crep¨²sculos del norte de Inglaterra, no perd¨ªa nunca su extra?o encanto: era como si, s¨²bitamente, el universo entero se detuviese por un instante y luego se deslizase velozmente hacia un abismo de tinieblas. Para Ransome, hab¨ªa siempre en las puestas de sol indias una sombra de terror primitivo.

En Ranchipur hab¨ªa otras cosas, adem¨¢s de la belleza de la ¨¢urea luz. Era la hora en que el aire se quedaba inm¨®vil, impregnado del denso perfume compuesto por el humo de la madera y el esti¨¦rcol de vaca quemados, por los jazmines y las maravillas, por el amarillento polvo levantado por los reba?os, conducidos a sus apriscos desde los requemados pastos del hip¨®dromo, al otro lado del camino; la hora en que se o¨ªa el distante y sordo batir de los tambores junto a las ardientes piras funerarias, r¨ªo abajo, m¨¢s all¨¢ del parque zool¨®gico del maharaj¨¢, cuando comenzaba la griter¨ªa de los chacales, que se acercaban cautelosos a los linderos de la selva, en espera de que la s¨²bita llegada de la oscuridad infundiese en sus amarillentos y cobardes cuerpos el valor suficiente para salir a buscar a la llanura lo que hubiese muerto durante el d¨ªa. Al amanecer, les suceder¨ªan los voraces buitres, que saldr¨ªan de cavernas y oxiacantas cubiertas por los excrementos del ganado, en busca de los animales muertos en el curso de la noche. Y era tambi¨¦n en aquella hora cuando se o¨ªa el sutil sonar de la flauta de Juan Bautista, puesto en cuclillas a la puerta del jard¨ªn, dando la bienvenida al fresco nocturno.

Juan Bautista se hallaba a la saz¨®n bajo el enorme y ¨¢vido baniano, que todos los a?os lanzaba hacia el suelo sus a¨¦reas ra¨ªces, las cuales mord¨ªan en la tierra, arraigaban y se apoderaban de otra u otras dos yardas* cuadradas de jard¨ªn. Al norte, cerca de Peshawar, hab¨ªa un enorme baniano que cubr¨ªa acres** enteros de terreno, toda una selva, que, no obstante, era un solo ¨¢rbol vivo. ?Si el mundo subsistiese el tiempo suficiente —pensaba Ransome—, ese ¨¢rbol acabar¨ªa por adue?arse de toda la Tierra, a la manera de la maldad y la estupidez humanas: lenta e implacablemente, lanzando hacia el suelo sus ra¨ªces a¨¦reas, una tras otra, con toda la voracidad y el ¨ªmpetu vigoroso de la vida en la India?.

Hasta los chacales y los buitres ten¨ªan que apresurarse a caer sobre sus presas sin vida —hombre o asno, vaca sagrada o perro paria, por igual— si quer¨ªan seguir subsistiendo. Cuando se levantaba uno temprano para salir de la ciudad a dar un paseo por el campo abierto, se ve¨ªan aqu¨ª y all¨ª, por toda la tostada llanura, peque?as y negras masas de vida, bullentes y belicosas, pele¨¢ndose por devorar los cad¨¢veres. Eran buitres. Pero si se emprend¨ªa el paseo tan s¨®lo media hora m¨¢s tarde, ya hab¨ªan desaparecido los cuerpos sin vida y en su lugar no quedaban m¨¢s que blancos montoncitos de huesos enteramente descarnados: todo lo que restaba de una vaca, de un asno y, a veces, de un hombre.

M¨¢s all¨¢ del laberinto de sus perezosos pensamientos, escuchaba Ransome la sencilla melod¨ªa que Juan Bautista arrancaba a su flauta. Era una improvisaci¨®n que no acababa nunca y que para el o¨ªdo occidental de Ransome sonaba siempre lo mismo. Por lo que pod¨ªa colegir, era aqu¨¦l el ¨²nico medio que ten¨ªa Juan de solazar su alma: la m¨²sica y el cuidado de las maravillas y de los lirios azules, que era todo cuanto quedaba del jard¨ªn en ¨¦poca tan avanzada del a?o. Juan no ten¨ªa novia o, si la ten¨ªa, la ve¨ªa en secreto, de manera subrepticia. Su vida entera se reduc¨ªa a la vida de su amo y se?or: el t¨¦ cuando Ransome se despertaba, el desayuno, la comida y la cena de ¨¦ste, las camisas y los calcetines del amo, sus jodhpurs* y sus pantalones cortos, su co?ac y sus cigarros. Era cristiano, un cat¨®lico de Pondichery que hablaba el franc¨¦s con m¨¢s soltura que el hindustani o que el dialecto de Ranchipur, el gujerati; era el suyo un franc¨¦s muy curioso, que, dulcificado y redondeado por su lengua, casi se convert¨ªa en un dialecto indio, haci¨¦ndolo inutilizable en salones, establecimientos de modas y en la esfera diplom¨¢tica. Su verdadero nombre era Jean Baptiste, mas para Ransome siempre hab¨ªa sido Juan Bautista. ?El profeta —pensaba a veces—, con su flaco cuerpo, alimentado de langostas y miel silvestre, deb¨ªa de haberse parecido a este macilento y min¨²sculo criado?.

Alrededor de Juan, a la moribunda luz crepuscular, estaban en cuclillas algunos de sus amigos, uno de los cuales le acompa?aba al son de un tambor aporreado con desmayado abandono. Todos eran, como ¨¦l mismo, criados de distintos caballeros: probablemente del coronel, del se?or Bannerjee, del mayor Safka, y uno o dos, tal vez, de la casa destinada a los hu¨¦spedes del maharaj¨¢. Era muy dif¨ªcil distinguir a unos de otros.

Tocaron la flauta y el tambor durante un rato, y luego ces¨® la m¨²sica; pero Ransome, sentado en la terraza, sab¨ªa que no estaban callados, que estaban simplemente chismorreando. Se hallaban enterados de todo lo que acontec¨ªa en Ranchipur. Ninguno de ellos sab¨ªa leer y ninguno habr¨ªa so?ado jam¨¢s con echar una ojeada a un peri¨®dico, pero estaban enterados de todo, no s¨®lo de las guerras, terremotos y calamidades que acaec¨ªan en remotas partes del mundo, sino tambi¨¦n de los robos, adulterios, traiciones y muchas cosas m¨¢s de las que suced¨ªan en Ranchipur y que nunca llegaban a los peri¨®dicos de Bombay, Delhi o Calcuta, ni siquiera a o¨ªdos de aquellos a quienes serv¨ªan. Juan Bautista estaba al servicio de Ransome desde la llegada de ¨¦ste a Ranchipur; conoc¨ªa perfectamente a su amo, y, de cuando en cuando, modestamente, le serv¨ªa una estupenda noticia a la hora de la comida, como si le estuviese sirviendo el t¨¦ o un plato de arroz. Por ejemplo, la escandalosa fuga de la se?ora Talmadge con el capit¨¢n Sergeant. Juan Bautista la hab¨ªa vaticinado, y por eso la supo Ransome tres d¨ªas antes de que se produjese. Podr¨ªa haberla impedido advirtiendo a Talmadge de lo que se fraguaba, de haber valido la pena entremeterse en aquel asunto.

Por fin, el grupo que estaba agachado debajo del baniano dej¨® de tocar, y Ransome vio c¨®mo los hombres juntaban las cabezas, recort¨¢ndose sus figuras contra la luz moribunda. Y, entonces, en la copa del ¨¢rbol estall¨® un terrible alboroto, una fren¨¦tica cacofon¨ªa de chillidos y gritador parloteo; y, a lo largo de las polvorientas copas de los grandes mangos, corri¨® una saltarina procesi¨®n de monos, los monos sagrados de Ranchipur, magn¨ªficos ejemplares de color gris negruzco, vocingleros, insolentes, c¨®micos y confiados en su secular experiencia de que nadie osar¨ªa matar ni a uno solo de entre ellos: ni los hind¨²es, pues en tiempos remotos hab¨ªan combatido en la guerra al lado de Rama, ni los europeos, por temor al tremendo revuelo que suscitar¨ªa el asesinato de uno solo de tales animales. Ransome los odiaba y, al mismo tiempo, le diver?t¨ªan. Los aborreci¨® en aquel momento por turbar la serena quietud del atardecer con su infernal algarab¨ªa, y los aborrec¨ªa siempre porque destro?zaban las flores del jard¨ªn y arrancaban peri¨®dicamente las tejas del cobertizo. Juan Bautista y sus amigos, absortos en sus chismorreos, ni siquiera levantaron la vista hacia los ¨¢rboles.

Roto el encanto por la algarab¨ªa de los monos, Ransome termin¨® de apurar la copa de co?ac, dej¨® el abanico y, levant¨¢ndose de la silla, se dirigi¨® a la parte posterior de la casa para dar un vistazo al tiempo.

El jard¨ªn ten¨ªa la forma de un gran cuadril¨¢tero circundado por altos muros de barro amarillento y espinosas ramas entrelazadas, que le daban un suave aspecto abigarrado all¨ª donde las trepadoras buganvillas y las bignonias no lo cubr¨ªan. Ahora estaba totalmente seco. La tierra misma aparec¨ªa profundamente resquebrajada por el insolente ardor de un sol que brillaba eternamente, d¨ªa tras d¨ªa, sin el alivio de una ansiada nube. Aqu¨ª y all¨ª, todav¨ªa se alzaba una cansada maravilla o una desesperada malva arb¨®rea, con las ra¨ªces humedecidas por el jardinero con agua tra¨ªda del insondable pozo del rinc¨®n, entrelazadas, retorcidas y agotadas por el implacable calor. Durante d¨ªas enteros, durante semanas enteras, todos los habitantes del pa¨ªs —campesinos, comerciantes, soldados, ministros de Estado— hab¨ªan estado esperando que el tiempo cambiase y que empezasen las lluvias, aquellas ricas y torrenciales lluvias que, de la noche a la ma?ana, convert¨ªan jardines, campos y selva, de un ardiente y requemado desierto en una masa de verdor que parec¨ªa agitarse con una vida fren¨¦tica, retorci¨¦ndose, devorando las paredes, los ¨¢rboles y las casas. Hasta el viejo maharaj¨¢ hab¨ªa estado esperando durante largas semanas de calor asfixiante, no queriendo trocar Ranchipur por las delicias de Par¨ªs y Marienbad hasta saber que hab¨ªan llegado las lluvias y que su pueblo quedaba a salvo del hambre.

La tensi¨®n aumentaba a medida que iban transcurriendo las semanas. No era s¨®lo el espantoso calor lo que destrozaba cada vez m¨¢s los nervios de la gente, sino tambi¨¦n el terror: el terror al hambre y a las enfermedades, y el horror a aquel sol quemante, al que ya no pod¨ªan soportar los nervios; porque nadie esperaba que ni siquiera el buen maharaj¨¢, con sus almacenes de grano y sus reservas de alimentos, pudiera salvar a doce millones de seres de la miseria y la muerte si Rama, Vish?n¨² y Krishna optaban por no enviar la lluvia. El terror se extendi¨® por todo el pueblo; se le percib¨ªa incluso en los umbrosos jardines de los ricos comerciantes y en las terrazas de los afortunados europeos que pod¨ªan huir a los establecimientos de las monta?as. Era como una epidemia que, sin tener conciencia de ello, se transmit¨ªan unos a otros. Lleg¨® a tocar al mismo Ransome, que no ten¨ªa necesidad de quedarse en Ranchipur. Hac¨ªa ya semanas que este terror anidaba en el ¨¢nimo de todos. Se palpaba en el ambiente. A veces parec¨ªa que podr¨ªa tocarse con las manos.

De nuevo se dejaron o¨ªr la flauta y el tambor; su quejumbrosa melod¨ªa, casi triste, llegaba en ondas intermitentes desde la puerta de la cerca a trav¨¦s de los ¨¢rboles del jard¨ªn.

La casa era grande y fea, construida hac¨ªa mucho tiempo para albergar a alg¨²n oficial brit¨¢nico, en los d¨ªas del maharaj¨¢ malo, cuando en Ranchipur hab¨ªa una guarnici¨®n de dos regimientos completos. Era una casa demasiado grande para Ransome, con vastas habitaciones de altos techos, cubierta de tejas, debajo de las cuales hab¨ªa un espeso entretejido de ca?as y hierbas para protegerla del calor. Durante toda la noche correteaban ruidosamente por el entretejido de b¨¢lago mangostas, lagartos y ratones, que incluso perturbaban con sus correr¨ªas y chillidos las cenas que ofrec¨ªa Ransome. Hab¨ªa una nota fant¨¢stica en aquel enorme edificio cuadrangular, de estilo georgiano, con su techumbre de ca?as que daba cobijo a toda una colecci¨®n de bestezuelas. Por fuera se parec¨ªa a cualquier casa de Belgravia*, y por dentro estaba lleno de mangostas y lagartijas. Ransome se hab¨ªa aficionado a ambas especies por igual: a las t¨ªmidas y nerviosas mangostas, por s¨ª mismas, y a las lagartijas, porque devoraban a los mosquitos. Durante la cena se las ve¨ªa salir de detr¨¢s de una miniatura mogola para ir a ocultarse precipitadamente tras otra, atrapando de paso algunos mosquitos.

El sol se hundi¨® de pronto en el ocaso, y la oscuridad envolvi¨® al jard¨ªn como si sobre ¨¦l hubiese ca¨ªdo un tupido velo; las estrellas surgieron s¨²bitamente, resplandeciendo como los famosos diamantes de la vieja y fogosa maharan¨ª. Despaciosamente, Ransome deambul¨® por el sendero del jard¨ªn, pas¨® cerca del pozo rodeado de bamb¨²es que ahora murmuraban mecidos por la suave brisa que siempre se levantaba unos instantes a la puesta del sol. Una mangosta cruz¨® sigilosamente el sendero a lo lejos, como una sombra, en su nocturna b¨²squeda de ratones, serpientes y huevos de serpiente. Ransome aborrec¨ªa a estos reptiles, cuya estaci¨®n empezaba ahora. Juan Bautista hab¨ªa matado ya una cobra en el parque del maharaj¨¢, exactamente al otro lado de la puerta del mismo. Tan pronto como cayesen las primeras y grandes gotas de lluvia, saldr¨ªan en manadas de sus escondrijos, de entre las viejas ra¨ªces y las hendiduras de los muros: cobras, v¨ªboras de Russell, peque?as y feroces kraits, pitones gigantescos. El jard¨ªn estaba circundado por un muro, pero de manera misteriosa los reptiles se las arreglaban siempre para invadirlo. Todas las temporadas, los criados mataban media docena de ellas. El a?o anterior, Togo, el jabal¨ª favorito, hab¨ªa muerto a consecuencia de la mordedura de una krait que no medir¨ªa un pie*.

Las ventanas de la casa se iluminaron, y Ransome supo que Juan Bautista hab¨ªa dejado su flauta y el chismorreo con sus amigos para ponerse a preparar la cena. Ransome pod¨ªa verle, yendo y viniendo de un lado para otro, silenciosamente, como un fantasma, sin m¨¢s atuendo que un simple taparrabo. Era peque?o, casi una miniatura de hombre, pero no a la manera de un enano, sino total y perfectamente formado, como la estatua de bronce de un atleta hecha a tama?o reducido, flaco, con la delgadez del hombre que de ni?o ha trabajado mucho y nunca ha comido lo suficiente. Durante las horas de m¨¢ximo calor, Ransome le hab¨ªa autorizado para que anduviese desnudo por la casa en cumplimiento de sus deberes dom¨¦sticos. Aquello era razonable y limpio, porque Juan Bautista, desnudo, era perfectamente limpio. Tan pronto como se pon¨ªa blancas prendas europeas, se hac¨ªa sucio. A los cinco minutos, el blanco inmaculado de la tela estaba manchado de polvo y de ceniza, de sopa y de caf¨¦. Carec¨ªa de idoneidad para los trajes europeos. Desnudo permanec¨ªa limpio, porque hab¨ªa conservado el h¨¢bito de sus antepasados hind¨²es de ba?arse todos los d¨ªas. Cada ma?ana se dirig¨ªa al pozo, en el extremo del jard¨ªn, y, bajo los ardientes rayos del sol, se lavaba de pies a cabeza. Era un hecho singular —pensaba Ransome— que la mayor¨ªa de los indios de las castas inferiores, tan pronto como se convert¨ªan al catolicismo, se volv¨ªan sucios y olvidaban ba?arse. Los protestantes eran m¨¢s limpios. En esto —pensaba Ransome— radicaba la principal diferencia entre las misiones jesuita y protestante. Los protestantes, mientras salvaban las almas, ense?aban las reglas elementales de la higiene. Los jesuitas s¨®lo se ocupaban de extender el poder de su iglesia, con higiene o sin ella.

Ransome utilizaba exclusivamente una parte de la enorme casa: el comedor, un saloncito y el dormitorio, en la planta baja. El sal¨®n grande, una vasta y desnuda pieza que daba al norte en busca de un poco de fresco, lo utilizaba como es?tudio. All¨ª era donde entreten¨ªa sus ocios pintando. El resto de la casa estaba cerrada y deshabitada, salvo para los ratones y las lagartijas.

Cuando se hubo cambiado de ropa, Ransome sali¨® de su habitaci¨®n y baj¨® al comedor. En los rincones de la pieza hab¨ªa ventiladores el¨¦ctricos que renovaban el aire sin cesar. Eran menos pintorescos que los anticuados punkahs, pero m¨¢s eficaces. Ransome daba gracias a Dios porque Ranchipur fuese un Estado moderno que dispon¨ªa de una central el¨¦ctrica, exc¨¦ntrica y de poca confianza, desde luego, pero aquello era mejor que si no hubiese existido nada en absoluto. Despu¨¦s de las instalaciones para la distribuci¨®n de las aguas, era la central el¨¦ctrica lo primero que se mostraba a los visitantes. Segu¨ªan luego, en orden de importancia, el ferrocarril de v¨ªa estrecha, el hospital, el parque zool¨®gico y el manicomio.

En la desnuda mesa hab¨ªa una descomunal fuente repleta de frutas: granadas, melones, mangos, guayabas y papayas. El espect¨¢culo no s¨®lo era decorativo, sino que resultaba delicioso y refrescante, adem¨¢s de satisfacer el sentido pict¨®rico de Ransome. Los chacales hab¨ªan cesado de aullar. Permanec¨ªan silenciosos en medio de la oscuridad, entregados a una nerviosa b¨²squeda de carro?a. La brisa se abati¨® repentinamente y la noche volvi¨® a quedar tranquila y estrellada. Antes de la llegada del monz¨®n, las estrellas parec¨ªan acercarse extraordinariamente a la tierra. Y ni siquiera los ventiladores eran capaces de dar la m¨¢s leve ilusi¨®n de frescor.

Cuando Juan Bautista apareci¨® trayendo el consom¨¦ fr¨ªo, ya no estaba desnudo; vest¨ªa un traje de dril blanco, reci¨¦n sacado del dhobi; pero en el codo ya se ve¨ªa un tizn¨®n de ceniza, y una mancha de consom¨¦ en el delantero de la chaqueta. Dej¨® la sopa sobre la mesa y esper¨®. Transcurridos unos instantes, Ransome pregunt¨®:

—?Qu¨¦ has o¨ªdo contar esta noche, Juan?

El cuerpo del muchacho se agit¨® levemente con repentino y ondulante movimiento antes de contestar, complacido por la curiosidad de su amo. El repetir las habladur¨ªas que hab¨ªa o¨ªdo, el relatar a su amo cosas que ¨¦ste ignoraba, le daba sensaci¨®n de importancia y seguridad en s¨ª mismo, la impresi¨®n de ser algo valioso.

—Poca cosa, sahib —respondi¨®—. Cosas acerca de la se?orita MacDaid.

Ten¨ªan un modo muy singular de conversar. Ransome se dirig¨ªa al muchacho en ingl¨¦s, y ¨¦ste contestaba en su extra?o y dulce franc¨¦s de Pondichery. Cada cual entend¨ªa perfectamente a su interlocutor, pero ambos prefer¨ªan expresarse en su propio idioma.

—?Qu¨¦ ocurre con la se?orita MacDaid?

—Antonio dice que est¨¢ enamorada del mayor Safka.

—?Oh! ?Mucho?

—Demasiado —afirm¨® Juan con una t¨ªmida sonrisa.

—?Ah! ?Y qu¨¦ m¨¢s?

—Un gran sahib va a venir a visitar a su alteza. Y su esposa vendr¨¢ con ¨¦l.

—?Qui¨¦n es?

—Se llama lord Heston —Juan Bautista pronunciaba ?Eston?, pero Ransome sab¨ªa a qui¨¦n se refer¨ªa—. Antonio ha dicho que su esposa es muy hermosa. La vio en Delhi. Pero asegura que es un diablo, sahib, una diablesa, una sorci¨¨re*.

Ransome termin¨® su consom¨¦ y Juan Bautista se llev¨® el plato sin a?adir una palabra m¨¢s. Nunca hablaba si no era requerido para ello y jam¨¢s ofrec¨ªa una informaci¨®n que no se le pidiese, de modo que no sigui¨® adelante con el tema de lord Heston y la diablesa, dejando que Ransome, perplejo, se preguntase la raz¨®n por la cual una pareja, extraordinariamente rica adem¨¢s, hubiese decidido venir a Ranchipur en una ¨¦poca del a?o en que todos los que pod¨ªan escapar se marchaban a las monta?as. Sab¨ªa qui¨¦n era lord Heston y frunci¨® el ce?o al pensar que su llegada perturbar¨ªa la paz de Ranchipur. El nombre de ?lady Heston? hizo que algo se agitase en su memoria, pero no pudo recordar qui¨¦n era y pens¨® que hac¨ªa demasiado calor para realizar ninguna clase de esfuerzos. La informaci¨®n acerca de la se?orita MacDaid le hab¨ªa impresionado m¨¢s profundamente, porque le parec¨ªa muy improbable y, aunque c¨®mico, algo sumamente tr¨¢gico.

Pod¨ªa marcharse cuando quisiera. Nada le reten¨ªa aqu¨ª, como le reten¨ªa al viejo maharaj¨¢ el sentido del deber para con su pueblo; o como al mayor Safka y a la se?orita MacDaid les reten¨ªa la obligaci¨®n de velar por la salud de doce millones de seres humanos; o como a los Smiley el tener a su cuidado a los hijos de los intocables y de las castas inferiores; o como al se?or Bannerjee, una esposa hermos¨ªsima, que hab¨ªa resuelto quedarse porque era india y apasionada nacionalista y le repugnaba la idea de marcharse a las monta?as. Casi hubiera podido decirse que Ransome se quedaba por pura perversidad. Ten¨ªa mucho dinero y ning¨²n lazo que le ligase a este mundo; y, no obstante, all¨ª segu¨ªa, soportando el asfixiante calor, en espera del d¨ªa —si es que llegaba alguna vez— en que se abrir¨ªan los cielos y derramar¨ªan el agua a torrentes, y de los campos y la selva se desprender¨ªa un denso vaho, y toda la vegetaci¨®n se contorsionar¨ªa y crecer¨ªa lujuriantemente en medio de aquel incre¨ªble calor h¨²medo que era a¨²n peor que la polvorienta y ardiente sequ¨ªa de la estaci¨®n invernal. Hab¨ªa algo en la contemplaci¨®n de aquella tierra muerta y reseca rompiendo de improviso en una incre¨ªble org¨ªa vital, que le conmov¨ªa m¨¢s de lo que le hab¨ªa conmovido ninguna otra manifestaci¨®n de la Naturaleza. Con la llegada del monz¨®n, se apoderaba de ¨¦l un verdadero frenes¨ª de energ¨ªa, bajo cuyo influjo pintaba d¨ªa tras d¨ªa, mientras duraba la luz, desnudo y sudoroso en medio del h¨²medo calor, unas veces en el vasto y desierto sal¨®n de paredes enmohecidas, otras en la terraza, atormentado por los insectos, pintando el jard¨ªn, que parec¨ªa cobrar vida ante sus ojos, tratando de fijar en el lienzo el milagro, hasta que, al fin, comprendiendo que hab¨ªa fracasado en su intento, destru¨ªa todo lo que hab¨ªa hecho y se refugiaba de nuevo en su co?ac.

No experimentaba la tentaci¨®n de marcharse, porque no ten¨ªa ning¨²n deseo de irse a Simla, o a Darjeeling, o a Ootacamund, para verse rodeado de gentes insignificantes de no menos insignificantes ambiciones, de oficiales del ej¨¦rcito y de funcionarios acompa?ados de sus esposas e hijos, con sus prejuicios, su aire de superioridad y su esnobismo, sus clubes y sus maneras de arrabal. Por dos veces hab¨ªa intentado adaptarse a aquel ambiente y le hab¨ªa sido imposible; lo encontraba intolerable, mucho m¨¢s intolerable que el monz¨®n.

Una vez que hubo terminado de cenar y de tomarse el caf¨¦ perfectamente helado (gracias fuesen dadas a Dios por la f¨¢brica de hielo del maharaj¨¢), encendi¨® su pipa, cogi¨® un bast¨®n y sali¨® a dar un paseo vespertino. Al cruzar la puerta del jard¨ªn vio que Juan Bautista hab¨ªa vuelto con sus amigos bajo el baniano y estaba tocando la flauta. Cuando Ransome pas¨® cerca de ellos, Juan y los tres m¨²sicos parlanchines se levantaron y, haciendo una profunda zalema en medio de la densa oscuridad, murmuraron: ?Buenas noches, sahib?.

Tom¨® la direcci¨®n de la ciudad, andando por la carretera que llevaba del hip¨®dromo al viejo palacio de madera. All¨ª, bajo los mangos, hac¨ªa un poco m¨¢s de fresco, pues los carros de riego acababan de pasar a la puesta del sol y la carretera estaba h¨²meda todav¨ªa. Pas¨® por delante de la casa de Raschid Al¨ª Khan, el ministro del Interior, a quien consideraba como amigo, y luego por la del se?or Bannerjee. Ya era completamente de noche, y la eterna partida de b¨¢dminton, que tan de buen tono le parec¨ªa al se?or Bannerjee, hab¨ªa tenido que ser interrumpida. Brillaba una luz en el sal¨®n, pero no se percib¨ªa ninguna se?al de que hubiese alguien en la casa. Inconscientemente, se detuvo un momento ante la puerta del jard¨ªn, con la vaga esperanza de ver desde lejos a la se?ora Bannerjee, pero no descubri¨® ni la m¨¢s leve se?al de su existencia. Aquella mujer le fascinaba, no tanto como mujer que como obra de arte: fr¨ªa, cl¨¢sica, distante, como una figura desprendida de los frescos de Ajunta. El car¨¢cter del se?or Bannerjee siempre suscitaba en el ¨¢nimo de Ransome una curiosa mezcla de sentimientos: simpat¨ªa, diversi¨®n, l¨¢stima y desprecio. El se?or Bannerjee era como una d¨¦bil ca?a maltratada por los vientos que soplaban ora del Este, ora del Oeste.

Alej¨¢ndose de la puerta del jard¨ªn, Ransome sigui¨® descendiendo el suave declive en direcci¨®n al puente que cruzaba el r¨ªo. Yac¨ªa ahora ¨¦ste bajo el calor como una inerte serpiente adormecida, a los pies de la estatua de la reina Victoria, hecha de hierro fundido y que adornaba de manera harto dudosa la pilastra central del puente. El r¨ªo no llevaba corriente, era como un largo y verde canal cubierto de algas, que reflejaba el brillante fulgor de las estrellas. Cuando llegasen las lluvias, se transformar¨ªa en un torrente amarillento, que atravesar¨ªa todo el centro de la ciudad, entre templos y bazares, cubriendo las grandes escalinatas que ahora, desnudas y polvorientas, descend¨ªan desde el templo de Krishna hasta el agua estancada.

Despu¨¦s de atravesar el puente, Ransome torci¨® hacia la izquierda, a lo largo del polvoriento camino que segu¨ªa el curso del r¨ªo, cruzaba el parque zool¨®gico y pasaba por delante de las llameantes piras funerarias. Era un paraje sumido en tinieblas, solamente rasgadas por el d¨¦bil resplandor de las estrellas, mientras el oscuro sendero se alejaba all¨ª de toda morada humana; pero Ransome no se sent¨ªa alarmado: en parte, debido a que en Ranchipur, a diferencia de lo que ocurr¨ªa en la mayor¨ªa de los estados indios, hab¨ªa muy escaso peligro, y en parte tambi¨¦n, porque era un hombre fuerte, alto y delgado, que, salvo en la guerra, nunca hab¨ªa experimentado la sensaci¨®n del temor f¨ªsico. Adem¨¢s, realmente no ten¨ªa miedo a la muerte. Desde hac¨ªa mucho tiempo, la vida o la muerte se hab¨ªan convertido para ¨¦l en un asunto totalmente indiferente.

Cuando hubo avanzado un buen trecho por aquel oscuro camino percibi¨® un apagado resplandor que proven¨ªa de un lugar m¨¢s bajo que el nivel del sendero. Al irse acercando, vio que ten¨ªa su origen en tres piras, dos de las cuales estaban casi extinguidas, mientras que la tercera, un poco m¨¢s apartada, todav¨ªa llameaba. Era ¨¦sta la que iluminaba los mangos y te?¨ªa la superficie de las estancadas aguas de un resplandor fosforescente. En torno a ella se distingu¨ªan las siluetas de tres hombres, sin otras prendas sobre sus desnudos cuerpos que sendos y escuetos taparrabos. Se detuvo un momento en el parapeto para observarlos.

Uno de aquellos hombres, el pariente m¨¢s cercano del difunto, atizaba de cuando en cuando la pira de maderas encendidas, golpe¨¢ndola impacientemente. El cad¨¢ver, a medio consumir, a¨²n no hab¨ªa perdido su forma, pero era evidente que los tres dolientes se hallaban cansados y estaban a punto de regresar a sus casas. Ransome, divertido, se apoy¨® en el parapeto, observando, y entones uno de los hombres, d¨¢ndose cuenta de su presencia, se dirigi¨® hacia ¨¦l. Era un individuo delgado, de edad mediana, y se dirigi¨® a Ransome con la sonrisa en los labios, invit¨¢ndole a que se acercase. Ransome declin¨® la invitaci¨®n, diciendo en hindustani que el espect¨¢culo no encerraba novedad alguna para ¨¦l, y el hombre le inform¨® de que estaban incinerando a su abuela y que el proceso les estaba llevando demasiado tiempo. En el momento mismo en que Ransome se volv¨ªa para reanudar la marcha hacia la ciudad, el hombre se ech¨® a re¨ªr haciendo un chiste macabro.

Ransome iba con frecuencia a aquellos parajes a la ca¨ªda de la noche para ver las piras. Los envolv¨ªa una especie de macabra belleza, y en el mismo espect¨¢culo de la cremaci¨®n hab¨ªa una especie de fe y de certidumbre que le procuraban paz y placer. Le parec¨ªa que, por el hecho mismo de la incineraci¨®n, los hind¨²es negaban al cuerpo toda importancia. Era como si dijesen: ?Lo muerto, muerto est¨¢?, apresur¨¢ndose a deshacerse del cuerpo, a devolverlo a la tierra tan r¨¢pidamente como fuese posible, antes que se pusiera el sol, sencillamente, sin ostentaci¨®n, sin barbarie, sin extensos discursos. Lo m¨¢s que hac¨ªan era manifestar un pesar de precepto, unas veces sincero, con m¨¢s frecuencia simplemente convencional, como las arcaicas danzas de Tanjore. Desde el instante en que mor¨ªa una persona no quedaba para ellos nada de aquella esencia que hab¨ªan amado o tal vez odiado. El cuerpo era s¨®lo una m¨¢quina, que unas veces les proporcionaba placer y otras dolor. En su desprendimiento hab¨ªa una especie de realidad jam¨¢s alcanzada por un cristiano. Cre¨ªan firmemente que el cuerpo no era nada y se negaban a honrarlo. En Occidente, los hombres fing¨ªan creer que el cuerpo era s¨®lo polvo. En Occidente, el cuerpo, el barro, ten¨ªa a los hombres eternamente encadenados.

Por ¨²ltimo, lleg¨® a la plaza. Era enorme, estaba flanqueada por uno de los lados por la fachada del viejo palacio de madera, abandonado desde hac¨ªa largo tiempo, desolado, un edificio lleno de incontables balcones y ventanas enrejadas, que conservaba detr¨¢s de sus muros el recuerdo de tenebrosas y siniestras historias de muertes por envenenamiento, estrangulaci¨®n y apu?alamiento. En los d¨ªas anteriores a la revuelta, los maharaj¨¢s hab¨ªan vivido all¨ª, pero desde hac¨ªa cincuenta a?os era un lugar solitario y abandonado, s¨®lo habitado por espectros, que se conservaba como una especie de polvoriento y desierto museo, cerrado para siempre. Aquel edificio siempre hab¨ªa fascinado a Ransome, que lo interpretaba como un monumento a las tinieblas y a la maldad que hab¨ªan reinado en Ranchipur antes del advenimiento del actual maharaj¨¢, enviado por los dioses y los ingleses para cambiar todo aquello. No hab¨ªa luces en el viejo y abandonado palacio, pero su blanca fachada aparec¨ªa iluminada por el reflejo de las luces del cine situado enfrente, y en el cual se proyectaba un antiguo y deteriorado film de Charlie Chaplin. Era la hora en que iba a empezar el espect¨¢culo y un estridente gong el¨¦ctrico sonaba incesantemente por encima del rumor de la multitud y de los gritos de los vendedores de pastelillos, de pan y de golosinas llamativamente coloreadas. De cuando en cuando, un hombre de casta inferior le reconoc¨ªa al pasar y le saludaba haciendo una zalema. Le agradaba pensar que hubiesen llegado a aceptarle como parte integrante de Ranchipur.

Al otro lado de la plaza estaba el dep¨®sito, una gran extensi¨®n de agua, de forma rectangular, enteramente rodeada de gradas, que por espacio de dos mil a?os hab¨ªa sido el centro de la vida en aquel polvoriento mundo requemado por el sol durante ocho meses al a?o. Aqu¨ª ven¨ªan los pobres a ba?arse, las dhobis y las lavanderas a lavar la ropa, las viejas a comadrear y los ni?os a jugar. En otros tiempos, las vacas sagradas y los carabaos hab¨ªan deambulado por aqu¨ª, arriba y abajo, manchando con sus excrementos las amplias y suaves gradas, pero desde hac¨ªa mucho tiempo no se les dejaba andar por aqu¨ª medio muertos de hambre. Formaba parte de los deberes de la po?lic¨ªa el mantenerlos lejos de la plaza y del centro de la ciudad.

A esta hora de la noche, la superficie del dep¨®sito reflejaba las luces de la plaza, las del resplandeciente cine, las de los fuegos de los vendedores que hac¨ªan tortas de arroz y las de las l¨¢mparas de petr¨®leo en las tiendas de los plateros, que, sentados en el suelo con las piernas cruzadas, golpeaban el metal con peque?os martillos hasta darle la forma deseada.

Cuando Ransome cruz¨® la plaza, se amortigu¨® el ruido procedente del cine y de los vendedores, y entonces lleg¨® a sus o¨ªdos un nuevo sonido, igualmente confuso y estridente. Proven¨ªa de la escuela de M¨²sica, que se alzaba en el lado m¨¢s lejano del dep¨®sito. Era un enorme y monstruoso edificio de ladrillo construido seg¨²n el estilo g¨®tico del monumento erigido a la memoria del pr¨ªncipe Alberto, en Bombay. Hab¨ªa luces en todas las ventanas y en cada una de las aulas hab¨ªa alumnos trabajando. Ransome conoc¨ªa el aspecto de todas las aulas, con sus filas de desnudos bancos de madera ocupados por hombres de todas las edades, desde viejos nonagenarios hasta ni?os de diez y doce a?os, todos muy atentos, todos encantados aprendiendo m¨²sica, porque hab¨ªa algo en su alma que se lo exig¨ªa y no estar¨ªan satisfechos hasta que lo tuviesen. Ransome iba con mucha frecuencia a aquella escuela, en parte porque la m¨²sica y los estudiantes le fascinaban, en parte por la belleza del espect¨¢culo en s¨ª mismo.

Estuvo largo tiempo dando la espalda a la incre¨ªble barah¨²nda, contemplando las luces de la distante plaza, al otro lado del dep¨®sito. Millares de bermejizos, tan grandes como halcones, atra¨ªdos por las luces del cine, revoloteaban y describ¨ªan c¨ªrculos por encima de la pulida superficie del agua, alej¨¢ndose una y otra vez, confundidos y desconcertados, en sus incesantes evoluciones sin meta por encima del dep¨®sito.

Luego, Ransome sacudi¨® la ceniza de su pipa y, dando media vuelta, penetr¨® en la escuela de M¨²sica. Mientras avanzaba, observ¨® que la sala de maternidad del hospital, situado a corta distancia, se hallaba profusamente iluminada. Sin duda alguna, en su interior estaba viniendo al mundo otro indio, o tal vez dos o tres, a a?adir la carga de sus existencias a la de los trescientos sesenta millones de seres humanos que se exten?d¨ªan por la vasta masa de desiertos, selvas y ciudades de la India. La se?orita MacDaid estar¨ªa all¨ª, y quiz¨¢, si el caso era muy dif¨ªcil, tambi¨¦n estar¨ªa el mayor Safka. Record¨® entonces los chismorreos de Juan Bautista acerca de la se?orita MacDaid y el mayor Safka. Pero desech¨® r¨¢pidamente estos pensamientos. La se?orita MacDaid era una mujer seria, fea, eficiente, tenaz —ten¨ªa m¨¢s de hombre que de mujer—, y Safka era diez a?os m¨¢s joven que ella y pod¨ªa obtener lo que quisiera de las mujeres. No; era un rumor absurdo, imposible. Y, sin embargo, sab¨ªa que Juan Bautista y sus amigos no se equivocaban nunca.

Una vez en el interior de la escuela de M¨²sica, se dirigi¨® al despacho de su amigo el se?or Das, el director. ?ste se hallaba repasando un libro de cuentas, en el que anotaba a la europea toda suerte de n¨²meros y cantidades, si¨¦ndole, por consiguiente, imposible poner en claro el estado de sus ingresos y gastos. Era un hombrecillo t¨ªmido y sensible, de cabello gris y numerosas arrugas en el rostro, insignificante, salvo por el fuego que ard¨ªa en su interior y que, de cuando en cuando, afloraba a la superficie iluminando sus grandes ojos oscuros. Ten¨ªa una sola pasi¨®n en la vida: la m¨²sica india. Y nadie en el mundo entero la conoc¨ªa m¨¢s a fondo que ¨¦l: la antigua y estilizada m¨²sica extraterrena de los templos del sur, la m¨²sica de los rajputs, la de los bengal¨ªes, incluso la de los musulmanes descendientes de Akbar, que ¨¦l consideraba con cierto desd¨¦n como ?moderna? e inarticulada, corrompida por el jazz occidental y eternamente cambiante.

Portada del libro 'Vinieron las lluvias', de Louis Bromfield.
Portada del libro 'Vinieron las lluvias', de Louis Bromfield.

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