Las intermitencias de la muerte
Una obra de Jos¨¦ Saramago, publicada en la editorial Punto de Lectura
Al d¨ªa siguiente no muri¨® nadie. El hecho, por absolutamente contrario a las normas de la vida, cau?s¨® en los esp¨ªritus una perturbaci¨®n enorme, efecto a todas luces justificado, basta recordar que no existe noticia en los cuarenta vol¨²menes de la historia universal, ni siquiera un caso para muestra, de que alguna vez haya ocurrido un fen¨®meno semejante, que pasara un d¨ªa completo, con todas sus pr¨®digas veinticuatro horas, contadas entre diurnas y nocturnas, matutinas y vespertinas, sin que se produjera un fallecimiento por enfermedad, una ca¨ªda mortal, un suicidio conducido hasta el final, nada de nada, como la palabra nada. Ni siquiera uno de esos accidentes de autom¨®vil tan frecuentes en ocasiones festivas, cuando la alegre irresponsabilidad o el exceso de alcohol se desaf¨ªan mutuamente en las carreteras para decidir qui¨¦n va a llegar a la muerte en primer lugar. El fin de a?o no hab¨ªa dejado tras de s¨ª el habitual y calamitoso reguero de ¨®bitos, co?mo si la vieja ¨¢tropos de rega?o amenazador hubiese decidido envainar la tijera durante un d¨ªa. Sangre, sin embargo, hubo, y no poca. Desorientados, confusos, horrorizados, dominando a duras penas las n¨¢useas, los bomberos extra¨ªan de la amalgama de destrozos m¨ªseros cuerpos humanos que, de acuerdo con la l¨®gica matem¨¢tica de las colisiones, deber¨ªan estar muertos y bien muertos, pero que, pese a la gravedad de las heridas y de los traumatismos sufridos, se manten¨ªan vivos y as¨ª eran transportados a los hospitales, bajo el sonido dilacerante de las sirenas de las ambulancias. Ninguna de esas personas morir¨ªa en el camino y todas iban a desmentir los m¨¢s pesimistas pron¨®sticos m¨¦dicos, Este pobre diablo no tiene remedio posible, no merece la pena perder tiempo oper¨¢ndolo, le dec¨ªa el cirujano a la enfermera mientras ¨¦sta le ajustaba la mascarilla a la cara. Realmente, quiz¨¢ no hubiera salvaci¨®n para el desdichado el d¨ªa anterior, pero lo que quedaba cla?ro era que la v¨ªctima se negaba a morir en ¨¦ste. Y lo que suced¨ªa aqu¨ª, suced¨ªa en todo el pa¨ªs. Hasta la medianoche en punto del ¨²ltimo d¨ªa del a?o a¨²n hubo gente que acept¨® morir en el m¨¢s fiel acatamiento de las reglas, tanto las que se refieren al fon?do de la cuesti¨®n, es decir, se acab¨® la vida, como las que se atienen a las m¨²ltiples formas en que ¨¦s?te, el dicho fondo de la cuesti¨®n, con mayor o me?nor pompa y solemnidad, suele revestirse cuando lle?ga el momento fatal. Un caso sobre todos inte?re?sante, obviamente por tratarse de quien se trata, es el de la ancian¨ªsima y veneranda reina madre. A las veintitr¨¦s horas y cincuenta y nueve minutos de aquel treinta y uno de diciembre nadie ser¨ªa tan ingenuo para apostar el palo de una cerilla quemada por la vida de la real se?ora. Perdida cualquier esperanza, rendidos los m¨¦dicos ante la implacable evidencia, la familia real, jer¨¢rquicamente dispuesta alrededor del lecho, esperaba con resignaci¨®n el ¨²ltimo suspiro de la matriarca, tal vez unas palabras, una ¨²ltima sentencia edificante para la formaci¨®n moral de los amados pr¨ªncipes sus nietos, tal vez una bella y redonda frase dirigida a la siempre ingrata retentiva de los s¨²bditos futuros. Y despu¨¦s, como si el tiempo se hubiera parado, no sucedi¨® na?da. La reina madre no mejor¨® ni empeor¨®, se qued¨® como suspendida, balance¨¢ndose el fr¨¢gil cuerpo en el borde de la vida, amenazando a cada instante con caer hacia el otro lado, pero atada a ¨¦ste por un tenue hilo que la muerte, s¨®lo pod¨ªa ser ella, no se sabe por qu¨¦ extra?o capricho, segu¨ªa sosteniendo. Ya estamos en el d¨ªa siguiente, y en ¨¦l, como se inform¨® nada m¨¢s empezar este relato, nadie iba a morir (...)
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